La confianza es un producto que no se encuentra en el supermercado
Fui el primer changuito en entrar al supermercado el domingo. Madrugador y bien dispuesto, llevé mi propio carro de compras, uno de dos ruedas, forrado con una lona naranja que preserva la intimidad, y que tiene la capacidad de contener la medida exacta de provisiones para tres días. Esta limitación me obliga a evitar los productos voluminosos o innecesarios, y es un freno a la compra compulsiva a la que invitan las góndolas. Arrancando por los productos de limpieza y terminando por los congelados, llegué a la caja que me esperaba desierta, y colaboré como un cliente aplicado con la cajera, ordenándole prolijamente los productos de la misma especie sobre la cinta rodante, y esperé sumiso el final de la cuenta.
Antes de cobrarme, la cajera desmontó medio cuerpo de su silla y cruzó esa línea imaginaria que divide al personal de los clientes, recorrió con la mirada el interior de mi chango, buscando diferentes perspectivas desde donde hallar, por ejemplo, una pastilla desodorizante de inodoro oculta. Pero un doblez de la lona llamó su atención, y avanzó aún más en mi zona privada, asomando francamente su cabeza sobre el chango para hacer una inspección final. Satisfecha, volvió a la banqueta, tomó mis billetes y cambió el rictus policial por una máscara amable. Me ofreció entonces una promoción imperdible: incorporarme a "la comunidad" del hipermercado, y contar con una tarjetita con muchos números. Me negué, y le comenté que nunca aceptaría ser parte de una comunidad cuyo proceso de incorporación presupone la deshonestidad de sus eventuales participantes. No sé qué beneficios me habré perdido a causa de mi reacción, pero el enojo me siguió hasta mi hogar. Mientras descargaba el changuito, escuché en una radio vecina parte del discurso del papa Francisco, que, según supe después, estaba en una catedral en Filadelfia. La voz de Bergoglio decía añorar la época de los almacenes de barrio y el vínculo entre los comerciantes y su comunidad, lo que se expresaba en el fenómeno del "fiado". Me sumé a la nostalgia, y recordé una época, cercana, en la que la confianza se establecía de modo bilateral: los vecinos confiaban en ese comercio, y el comerciante en el vecino.
Pero hoy el vínculo predominante es el crédito y no el fiado. Se establece una confianza de artificio, luego de andar husmeando en la honestidad del otro. Quizás uno de los pocos restos que queden de aquel lazo noble esté presente en el consumo cultural. El placer que produce disfrutar de una obra, de la disciplina que sea, cuando el artista confió en nuestra inteligencia, en nuestra capacidad de emocionarnos. Cuando quien nos entrega una pieza de su arte confió en que nuestra sensibilidad no es distinta de la suya. Por suerte, este fenómeno se experimenta a menudo, en el teatro, el cine, en un libro, en una galería y en una serie danesa que vemos en el celular mientras paseamos al perro. De todos modos, este domingo voy a volver al supermercado, pero sin mi chango de lona naranja. Voy a darles una nueva oportunidad, enfrentando la caja con sus carros de estructura enjaulada, diseñado para confirmar la honestidad de los miembros de la comunidad, en un abrir y cerrar de ojos.
El autor es cineasta
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