Diecinueve personas bailan en el museo
"La obra son unas personas elegidas entre el público que cuentan hasta mil", me dijo alguien mientras hacía la cola para ver otra obra de ese mismo artista. Supongo que a muchos esta frase podría haberlos decepcionado. Pero a mí me gusta que me cuenten obras que no vi; puede ser una película, una pieza de teatro, una obra de arte conceptual. El relato me permite reinventar la obra en mi cabeza, completarla a mi modo. Y a veces tiempo después me resulta difícil saber si lo vi o me lo contaron, como esos recuerdos que ya no sabemos si son nuestros o ajenos.
Un grupo de diecinueve personas vestidas con ropas de colores (unos niños, una bailarina clásica, unos gemelos con síndrome de Down, una mujer en silla de ruedas, una transexual, unos bailarines contemporáneos, un hombre mayor...) bailan. Uno tras otro se colocan delante del grupo para que los otros sigan sus pasos. Cada uno propone su propia coreografía: la bailarina clásica baila clásico, los gemelos hacen un playback de un tema de Esperanza mía, el hombre mayor baila un twist delirado. Los demás copian como pueden los movimientos ajenos; esto se repite varias veces hasta que casi todos han mostrado su número y están cubiertos de sudor. La obra se llama Compañía, compañía, es del coreógrafo Jérôme Bel, y fue la apertura del ciclo El borde de sí mismo. Como se vio sólo tres días y las entradas se agotaron, hoy la cuento en estas líneas.
El domingo pasado, cuando vi la obra, el público estaba enfervorizado y aplaudían después de cada número. Luego, supe por Pablo Lugones, uno de los bailarines, que las reacciones eran muy dispares. Un crítico dijo: "Es lo mismo que veo todos los días en el gimnasio". Una actriz exclamó: "¡Esto es una propaganda de Benetton!". Unos bailarines comentaban: "Es muy previsible". Y de alguna manera, la obra usa todos los clisés de la danza contemporánea: ropas coloridas, elenco interracial, música pop, pero con un elenco de profesionales y amateurs elegidos especialmente. La obra es el cast: esas personas, su forma de bailar, la música que eligieron. Y es programática, pero nunca se agota porque hay muchos lugares donde hacer foco: se ve no sólo la originalidad del baile que propone cada uno, sino también la forma que cada uno tiene de copiar, cómo se van cubriendo de sudor, cómo los va modificando la experiencia de ser la figura principal y el extra en el fondo.
Algunos pueden pensar que es ingenua, otros que es cínica. Quizás una de las cosas más geniales es que resulta deliberadamente ambigua, que puede ser objeto de múltiples lecturas. Porque al fin y al cabo, pone en cuestión la institucionalización de la danza, el valor de los cuerpos moldeados por la técnica y la idea misma de ballet. Si una compañía es un grupo de bailarines-soldados que responde a un solo mando, acá hay tantos coreógrafos como bailarines. Todos son originales y copias, todos son líderes y seguidores. En un contexto donde el poder está siempre en las mismas manos (no sólo en la danza, sino también en las instituciones culturales), la obra no puede dejar de leerse como un comentario político.
La autora es escritora, dramaturga y directora de teatro