El crítico como artista
El mayor aporte filosófico de Benjamin fue considerar que la foma de la teoría crítica podía ser también una obra de arte
Antes de cualquier consideración filosófica o crítica, Walter Benjamin se impone por la materialidad de la escritura, por la evidencia del estilo. Es realmente uno de los estilistas más virtuosos de la lengua alemana en el siglo XX. Lo interesante, en su caso, tal vez sea que ese estilo no habría existido jamás sin el tenso campo de fuerzas del pensamiento que lo sostiene. Un poco en broma y un poco en serio, el propio Benjamin respondía en un artículo que el hecho de que escribiera un mejor alemán que el resto de los escritores de su generación se debía al cumplimiento de una regla menor: no usar nunca la palabra "yo", excepto en las cartas. Pero aun en aquellos textos (la mayoría) en los que no usa la primera persona, la filosofía de Benjamin es inseparable del hombre que la pensó.
Sin embargo, esa filosofía de Benjamin nunca existió del todo. Esa filosofía es más bien una tarea, una misión que él mismo delegó en los lectores futuros. Y esto resultó así precisamente por el estilo de sus últimos escritos, aunque desde siempre había concebido la crítica como la auténtica filosofía. "La teoría romántica de la obra de arte es la teoría de su forma", anotó Benjamin en El concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán , libro temprano, de 1919. El giro benjaminiano consistió en pensar que la forma de la teoría podía ser también una obra de arte. Pero en lugar de demorarse en el pasado, imaginó, con esa presunción romántica, una forma y un estilo ajustados al siglo XX: los de las vanguardias. Suele pensarse la trayectoria crítica de Walter Benjamin por lo menos en dos partes. De algún modo, el libro que divide esas dos mitades es el politizado Calle de dirección única , de 1928. Aunque saldaba su deuda con las novelas clásicas del surrealismo - Nadja de André Breton, El campesino de París de Louis Aragon-, esa colección fulminante de miniaturas seguía en alemán la huella de Karl Kraus ("Nunca formuló Kraus una argumentación que no sustentara con toda su personalidad", escribió). Había ahí toda una poética de la crítica, la idea de que la eficacia literaria procede del intercambio entre acción y escritura.
En rigor, esa última parte es la definitiva, pero sería impensable sin la que la precedió. Todo lo que escribió antes del Libro de los pasajes es una preparación para ese libro inconcluso, y tal vez, por su amplia ambición, imposible de concluir. Eso explica el cambio que notó Theodor W. Adorno, su amigo y compañero en el Institut für Sozialforschung: el carácter esotérico de sus primeros trabajos, y el fragmentario de los últimos. Allí, en los techados pasajes parisinos, se encontraban el gusto surrealista por los objetos obsoletos y la alegoría, el materialismo y la teología. Así como antes había sido romántica, la filosofía debía volverse ahora surrealista.
También podría decirse que ese libro, el de los pasajes, debía contener su filosofía y que ésta, por eso mismo, quedó tan inacabada como el libro. Al amparo de esa filosofía surrealista, el Libro de los pasajes , obra maestra del montaje, usa la figura de la alegoría, emblema de la ruina en su temprano El origen del drama barroco alemán , para examinar el siglo XIX y entender el XX: la alegoría une la ruina barroca con los objetos obsoletos y deslucidos que se ofrecen en la vidrieras de los pasajes. Su último libro realizaba las ideas de uno de los primeros, del mismo modo que la prehistoria de la modernidad podía explicar su presente.
Nunca hubo resignación en la filosofía del saturnino Benjamin. Su fe en las promesas contenidas en los libros infantiles (y no hay que olvidar que le interesaban mucho los cuentos infantiles y los juguetes) se lo impedía. El propio Adorno lo explicó con un recuerdo de primera mano: "Quien hablaba con Benjamin se sentía como un niño que percibe la luz del árbol de Navidad a través de las rendijas de la puerta cerrada. Pero la luz prometía al mismo tiempo, como la luz de la razón, la verdad misma, no su reflejo impotente".
© LA NACION