Un ojo enfermo y siete largas noches para un crimen, en un cuento que se codea con la locura y la culpa; maestro del género, la huella de Poe en la literatura de terror es incuestionable
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¡Es cierto! Estaba inquieto. Llevaba meses terriblemente inquieto y soy de disposición exaltada, o muy exaltada; pero ¿por qué decir que estoy loco? La enfermedad había aguzado mis sentidos, no los había anulado ni los había embotado. Por encima de todo, me había afinado el sentido del oído. Me parecía oír todas las cosas del cielo y de la tierra; y también muchas cosas del infierno.
¿Cómo, entonces, voy a estar loco? ¡Escuchad! Y observad cuán saludable es mi ánimo y con qué tranquilidad soy capaz de narrar toda la historia.
Sería arduo determinar cómo penetró la idea en mi cerebro; pero, una vez concebida, me persiguió día y noche. Propósito no había ninguno. Pasión, ninguna. Tenía cariño al viejo. Nunca me había hecho daño. Jamás me había insultado. Su riqueza no me interesaba. Creo que fue su ojo lo que me perturbó. ¡Sí, eso fue! Tenía el ojo de un buitre, un ojo azul pálido, recubierto de una telilla transparente. Cada vez que posaba en mí su mirada, se me helaba la sangre; y así fue como poco a poco, de modo muy gradual, decidí quitar la vida al anciano y librarme del ojo para siempre.
Cuando ya tenía la cabeza bien metida en la habitación, entornaba la linterna con cautela, ¡ay, con tantísima cautela!, porque las bisagras crujían
Vayamos a lo central del asunto. Se me tacha de loco. Pero los locos no saben nada. A mí, por el contrario, deberíais haberme visto. Deberíais haber visto la sabiduría con la que procedí, la cautela, la previsión... ¡y el disimulo con el que acudía a trabajar! Nunca fui más amable con el anciano que durante la semana previa a matarlo. Y todas las noches, sobre la medianoche, giraba el pestillo de su puerta y la abría... ¡ay, con cuánta delicadeza! Tras dejar una abertura suficiente para que me pasara la cabeza, metía una linterna oscura, cerrada, opaca, que no dejaba pasar la luz, y entonces metía la cabeza por la rendija. ¡Ay, os hubierais reído al ver la astucia con la que me movía! Adelantaba la cabeza despacio, muy despacio, para no molestar al anciano. Tardaba una hora en pasar la cabeza entera por la abertura, pero me quedaba a una distancia suficiente para alcanzar a verlo acostado en su cama. ¡Ojalá un loco hubiera sido tan sabio! Y después, cuando ya tenía la cabeza bien metida en la habitación, entornaba la linterna con cautela, ¡ay, con tantísima cautela!, porque las bisagras crujían. La entreabría hasta permitir que un hilo de luz cayera sobre el ojo del buitre. Esto lo hice durante siete largas noches, todas las noches justo al dar la medianoche, pero siempre me encontré con el ojo cerrado, cosa que me impedía llevar a cabo la tarea, porque no era el viejo el que me atormentaba, sino su ojo siniestro. Y todas las mañanas, al romper el alba, entraba valeroso en la habitación y le hablaba con desenvoltura, llamándolo por su nombre en un tono cordial y preguntando si había pasado bien la noche. Como puede verse, hubiera tenido que ser un viejo muy perspicaz, ciertamente, para sospechar que todas las noches, a las doce, lo miraba mientras dormía.
En la octava noche fui más circunspecto de lo habitual al abrir la puerta. La manecilla que marca los minutos de un reloj se mueve más deprisa de lo que se movió mi mano aquella noche. Nunca como entonces había tenido una conciencia tan clara del alcance de mi talento ni de mi sagacidad. Apenas podía contener la impresión de un inminente triunfo. Pensar que me hallaba allí, abriendo la puerta, poco a poco, mientras él no sospechaba, ni en sus sueños, mis actos o designios secretos... Me costó aguantar una carcajada al pensarlo; y tal vez el viejo me escuchó; porque se movió en la cama de pronto, como sobresaltado. Podrá pensarse que en aquel momento retrocedí... pero no. Su habitación estaba negra como la brea (porque cerraba las contraventanas por temor a los ladrones) y sabiendo que la espesa oscuridad le impediría ver la abertura de la puerta, seguí empujando poco a poco, empujando sin parar. Tenía la cabeza ya dentro y estaba a punto de descorrer la linterna, con el pulgar sobre el cierre de estaño, cuando el viejo se incorporó en la cama con un respingo, gritando: «¿Quién anda ahí?». Me quedé quieto y no dije nada. Durante una hora entera no moví un músculo, pero en todo ese tiempo no lo oí recostarse de nuevo. Seguía sentado en la cama, escuchando con atención... tal como había hecho yo, noche tras noche, agazapado tras la pared, oyendo hasta el lúgubre tictac de los escarabajos que correteaban por la casa.
En ese momento me llegó un ruidillo desde la cama y supe que era un gemido de terror mortal. No era un grito de dolor o de pena, ni mucho menos, sino el sollozo ahogado que surge del fondo de un alma sobrecogida de espanto. Conocía bien el sonido. ¡Cuántas noches, a medianoche, cuando el mundo entero dormía, había brotado el mismo gemido de mi propio pecho, aumentando con su eco atroz los terrores que me distraían! Por eso digo que lo sabía bien. Sabía lo que estaba padeciendo el anciano y le compadecí, pero me reí para mis adentros. Sabía que había estado despierto desde aquel primer ruido leve, cuando se había incorporado en la cama. Los temores se le habían ido acumulando desde entonces. Entretanto, había intentado convencerse de que eran miedos ridículos, sin lograrlo. Se había estado diciendo a sí mismo: «No es más que el viento en la chimenea o quizá un ratón atravesando la habitación» o «Habrá sido un grillo que haya cantado una sola vez». Sí, el viejo había estado intentando consolarse con aquellas conjeturas, pero todo en vano. Todo inútil. La Muerte, al rondarle, le había envuelto en su manto negro, dejando a la víctima incapaz de moverse. Y la influencia tétrica de aquella sombra invisible fue lo que le hizo presentir, aunque no la hubiera visto ni oído, la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Fragmento de uno de los relatos incluidos en el volumen Cuentos de terror (Austral), antología de un autor clásico
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