El cónsul: una trama de ficción y realidad
El dictador había ordenado la cacería y los espectadores aguardábamos a que se corriera el telón.
A la misma hora, ficción y realidad: en la escena, el pedido desesperado de un disidente buscando asilo; y en las noticias, un tirano caribeño, torpe y enfurecido, erigiéndose en ganador por la fuerza. A John Sorel, héroe de la libertad en la representación lírica, la policía secreta acababa de dispararle en una asamblea de la oposición. Y a los otros políticos de nombres verdaderos, los hombres reales de carne y hueso que protestaban en las calles contra el déspota bolivariano, el régimen les prometía castigo. La historia de la ficción en un país totalitario que nunca se nombra y la crónica de la realidad en una Caracas sometida, entremezclándose en las imágenes y los sonidos de El Cónsul. Imposible dejar de asimilar la trama de la ópera —obra maestra con letra y música de Gian Carlo Menotti, ganadora de un Pulitzer a la composición— al contexto internacional que ocupa páginas en los diarios del mundo en estos días, desde la reposición de la pieza hasta la noche de ayer, en cinco funciones del Teatro Colón. La elección nacional, el fraude y el escándalo posterior, las detenciones, la vigilancia, los allanamientos, los secuestros, las muertes y la represión, y en la mayor de las alusiones —el título— la referencia a una misión diplomática, la embajada (argentina) cercada por el líder (chavista) tras brindar asilo a seis opositores suyos. Seis, igual que en la ópera. La asociación se impuso por sí misma.
Pero no se trata de encajar en el rompecabezas de la fantasía las piezas obvias de la realidad, o al menos una parte de esa realidad que retumba en la conciencia cuando empieza el espectáculo. Lo que se pretende reflejar es esa extraordinaria multiplicidad del arte —cuando el arte es fecundo—, que nos interpela más allá de su literalidad, la voz inquietante de Magda Sorel, por ejemplo, expresada en toda la magnitud del drama por una soberbia Carla Filipcic Holm, la revelación en los sueños cuando en la copa de un vino que se ha puesto negro ve el presagio de su provenir, o la voz de un disco que se repite melancólicamente. ¡Pobre de ti, Magda, que nunca sabrás la verdad!
Cuando esta misma versión de El Cónsul fue estrenada en la apertura de la temporada 2022, a la salida del confinamiento (el “aislamiento social preventivo y obligatorio” compendiado en la odiosa sigla Aspo), los ecos de la obra resonaban de manera diferente, clamaban por otra libertad. Allí donde gran parte del auditorio anoche asimilaba la historia al desastre venezolano (como en otras épocas lo hacía con otras opresiones y dictaduras), dos años atrás, lo que al público se le hacía evidente –y lo confirmaba el murmullo de la sala cuando el personaje de la secretaria, encarnada en la brillante Adriana Mastrángelo, solicitaba como requisito el carnet de vacunas al día– era la representación de un país en duelo.
En 1950, cuando este visionario Cónsul se estrenaba en Filadelfia, en pleno auge de la Guerra Fría y cierre de fronteras del bloque soviético, más de una década antes de que en Berlín se construyera ese muro infame que contuvo las fugas del Comunismo hacia Occidente, lo que al espectador se le revelaba en la historia pequeña de Magda Sorel, era la tragedia que en ese momento quebraba al mundo en dos.
Virginia Woolf escribía sobre las palabras y decía que “cuando las fijamos en un solo significado útil, éstas cierran sus alas y mueren”. Por eso, como las palabras que arrastran siglos de memoria, la ópera, que es una forma elevada del teatro, vive y sobrevive cuando a cada generación le ofrece su vasta lectura de significados y belleza, y unas frases que subyacen como la esperanza de Sorel, que es la de todos los hombres íntegros: “que haremos esto para que un día nuestros hijos vean con sus ojos inocentes, la flor que cultivamos en esta amarga oscuridad.”
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