El Congreso de Tucumán, una epopeya “imprudente” por la libertad
El historiador Roberto L. Elissalde rindió homenaje a los hombres que participaron del célebre congreso del 9 de julio de 1816 para declarar la independencia; el contexto político y los nombres clave del proceso
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Con el título “La epopeya del Congreso de Tucumán”, el historiador Roberto L. Elissalde dictó una conferencia en homenaje a los 207 años de la declaración de la Independencia. En el marco del ciclo cultural organizado por la Asociación Amigos del Cementerio de la Recoleta (ADACRE) y el Círculo Militar, el encuentro tuvo lugar en la sede del Palacio Paz e incluyó un concierto de música colonial americana a cargo de la agrupación Antigua y Virreynal Vocal e Instrumental de la Universidad Nacional de La Matanza (UNLAM), con dirección del maestro Hugo Schwab, que interpretó obras de García de Céspedes, Zipoli, Araujo, Fernández, Gutiérrez de Padilla, Ceruti, Orejón y Aparicio. El orador fue presentado por Carmen Virasoro, presidente de ADACRE.
Miembro de Número del Instituto Bonaerense de Numismática y Antigüedades, del Instituto de Investigaciones Históricas de la Manzana de las Luces y de la Junta de Estudios Históricos de la Recoleta, académico de Número de la Academia Argentina de Artes y Ciencias de la Comunicación y Académico Correspondiente de la Academia Paraguaya de la Historia, del Instituto Histórico y Geográfico del Uruguay y de la Academia Uruguaya de Historia Marítima y Fluvial, entre otras instituciones, Elissalde definió la epopeya del Congreso de Tucumán con la frase “el coraje de ser libres”.
“El ser humano se distingue de todos los demás seres por el sentimiento de la libertad. Los animales obedecen ciegamente a las leyes físicas del ambiente en que viven y al impulso de los instintos. Sólo el hombre tiene conciencia de su individualidad diferenciada: un recuerdo de su pasado, una noción de su presente, una esperanzada perspectiva de su futuro. Quítenle al hombre la libertad y dejará de ser hombre para confundirse con la masa anónima del rebaño”, dijo el historiador, habitual colaborador de LA NACION. Y agregó: “Todo régimen autoritario, despotismo, tiranía, totalitarismo que tienda a sofocar la libertad, está condenado a caer tarde o temprano, porque no se puede violar por largo tiempo el orden establecido. El espíritu y la idea que forman la libertad escapan por su propia índole a toda sujeción y encuentran un asilo inviolable en aquella esfera íntima de la persona, que de acuerdo al artículo 19 de nuestra Constitución: ‘Solo está reservada a Dios y exenta de la autoridad de los magistrados’”.
Luego, ya en el terreno de los hechos históricos, Elissalde destacó: “Este profundo acontecer histórico nos viene a través de los siglos del fondo mismo de la raza hispánica cimentada en la exaltación del individuo, el culto del honor, el anhelo de gloria” para llegar al centro de la conferencia: la declaración de la Independencia en 1816. “Vamos a historiar esta tarde cómo llegamos a ese 9 de julio. Vamos a ver que sabían aquellos hombres que en pocas y breves palabras, produjeron aquel acto que para cualquier ‘prudente’ es una gran imprudencia. Pero esa fue la gran imprudencia, la que nos dio Patria, y esta noche al recordarlo hagamos un acto de gratitud cordial, que como nunca necesita esta Patria que tiene problemas tan parecidos como los de entonces porque necesita llegar a la auténtica Libertad y la verdadera Independencia”.
“El lugar elegido fue Tucumán, la pequeña ciudad de 5000 habitantes, recostada en las faldas del Aconquija –continuó-. Las vastas casonas solariegas encuadraban la plaza del Cabildo y la iglesia matriz, para alejarse en recto damero hasta los ranchos humildes del suburbio orillero. En uno de los lados, el famoso campo de las Carreras, donde el 24 de setiembre de 1812, contrariando las órdenes del triunvirato, Belgrano venciera en la batalla que con el nombre de la ciudad se recuerda, puesta bajo el manto protector de la Virgen de las Mercedes. Luego de muchas idas y venidas el 24 de marzo de 1816, en medio de ese panorama desolador, después de una misa en San Francisco el congreso inauguró sus sesiones; en la casa de doña Francisca Bazán de Laguna; en la sala de enladrillado piso, alargada con el derrumbe de uno de los tabiques medianeros; con muebles prestados”.
Como explicó Elissalde, “de a poco fueron llegando los diputados, sacerdotes, abogados; militares, hacendados de pobre hacienda; proscriptos altoperuanos. En galeras de altas ruedas y frágil caja suspendida sobre sopandas oscilantes, o a lomo de mula o de a caballo; incluso agregados al lento convoy de las carretas. Con apenas una onza de oro guardada celosamente, y unos pocos pesos, reales o medio reales, contados y recontados para calcular, por su mengua sucesiva, si alcanzarían hasta la problemática remesa de nuevos fondos. No había viáticos, desarraigo, secretarios, asesores ni rumbosas comitivas. Ni otras prebendas inimaginables no sólo en aquellos tiempos heroicos, sino también para la imaginación aún fantasiosa de cualquiera de nosotros. Descendieron en los conventos y casas amigas y hospitalarias; recibidos con afecto y respeto; portadores de petacones de cuero, que guardaban junto a alguna ropa, la sotana, el uniforme o la levita de gala para las solemnidades; el tintero con pluma de ganso, unos papeles en blanco, los libros de leyes y algún otro predilecto, y las instrucciones de las provincias”.
De los participantes del célebre congreso “algunos tenían trayectoria: Juan José Paso, secretario de la Junta de Mayo y miembro de la Asamblea del año XIII; Antonio Sáenz; fray Cayetano Rodríguez; Pedro Ignacio de Castro Barros; el virtuoso fray Justo Santa María de Oro; Tomás Manuel de Anchorena; José Ignacio Gorriti; José Mariano Serrano; Tomás Godoy Cruz; Francisco Narciso de Laprida; Mariano Boedo… La edad de los diputados iba de los 25 a los 63 años, el mendocino Godoy Cruz era el más joven. Diecisiete eran abogados y trece, sacerdotes, licenciados en teología o en ambos derechos”, detalló.
A continuación, el historiador explicó el contexto político previo al 9 de julio: “La instalación coincidió con la capitulación de Viamonte, encerrado en Santa Fe, a la que había querido unir al resto del territorio; y con el derrocamiento del director Álvarez Thomas, sublevada La Rioja por José Caparrós y convulsionada Córdoba por las luchas entre José Javier Díaz, Juan Pablo Bulnes y Ambrosio Funes; descontentos los santiagueños que se levantaron con Juan Francisco Borges. Nada podía estar tan mal. Pero viene la paz, y el 3 de mayo eligen director supremo a Juan Martín de Pueyrredón. Va a ser el primer gobierno estable, por primera vez alguien es elegido por un plazo y dura todo ese período. Por primera vez alguien va a cesar en su mandato, y no solamente va a cesar, sino que es reelegido”.
“Claro que Pueyrredón no es un paracaidista en el directorio, ni en la historia argentina. Era el candidato de San Martín y también de Belgrano –agregó-. Pueyrredón va a ser la clave, en esos desgraciados momentos; muchas veces ha sido duramente acusado, pero en política no se hace lo que se quiere, sino lo que se puede. Y a él le pasó eso. Apenas elegido don Juan Martín, marchó al norte para reunirse con Güemes y restablecer la armonía, después de las rencillas con Rondeau. De allí siguió a Córdoba donde se encontró con San Martín y sellaron el gran acuerdo. Había varios frentes que manejar, el del norte quedaba en manos de Güemes y sus bravos paisanos. Pero también estaba el de la guerra contra Portugal en la Banda Oriental, y el de Chile en poder de los realistas. En semejantes circunstancias el Director Supremo tomó sobre sus hombros la dura tarea, de abandonar la Banda Oriental y no escuchar los gritos de Artigas y apostar al ejército que se preparaba en Mendoza. Esa opción tuvo gravísimas consecuencias, que no es del caso analizar en esta oportunidad; pero también un gran premio la independencia; y las de Chile y del Perú, camino por el que llegaremos a Ayacucho. Fueron tiempos difíciles en los cuales los hombres no hacían lo que querían, sino apenas lo que podían, y a veces menos aún”.
Elissalde resaltó el papel de dos grandes próceres: “Y vale acá destacar a dos hombres: San Martín y Belgrano. Éste asumió después de la independencia el mando del ejército del norte, en sustitución de Rondeau, restableciendo enérgicamente el orden en las provincias y San Martín, empeñado en la ardua tarea de organizar el ejército”.
“Ya vimos las circunstancias políticas que rodean a la declaración de la Independencia. Absolutamente ningún hombre con dos dedos de frente normal, hubiera votado lo que el 9 de julio de 1816 votaron en Tucumán. En esas circunstancias todo indicaba que era el peor momento para ello. Había que tener una gran fe en sí mismos, una gran fe en un país que avizoraban y una gran vocación de servicio. A cualquier analista que se le pregunte le costará decir por qué lo hicieron en circunstancias tan graves, no hay un solo historiador, y hay muchos que han escrito sobre el tema, haya dado una respuesta razonable. Hay una quizás la única explicación humana, la testarudez de San Martín y Belgrano y el sacrificio de Pueyrredón”.
Finalmente, mirando al público, dijo:
“Señoras y señores: hay muchas formas de afrontar el peligro: el inconsciente del niño que lo ignora, el indiferente del que se habitúa a él por una profesión arriesgada, la temeraria por conseguir el logro de una ambición; la vanidosa por despertar en los demás el asombro de la propia hazaña; la exaltada en el fragor de la batalla. Y también otra, la de los congresales de Tucumán que consiguieron dominar el miedo, de profunda raíz biológica; reacción orgánica ante el dolor y la muerte, porque su firma en esa acta, era la firma de su propia sentencia de muerte; pero lo hicieron en aras de un ideal supremo de redención. Dios quiera preservarnos de duras pruebas. Mientras tanto nos bastará esa entereza al alcance de todo individuo bien nacido; entereza anónima, cotidiana, consecuente y firme, que permite superar la intimidación de la amenaza y el patoterismo, venga de donde venga; la flaqueza de la claudicación y la abdicación del consentimiento servil, de muchos amigos del ‘pan y circo’ o de los que como el camaleón buscan el color o el calor del poder, según su propia conveniencia. No olvidemos aquella frase de San Martín, en carta a Guido: ‘El común de los hombres juzga de lo pasado según la verdadera justicia y de lo presente, según sus propias conveniencias’. Ejerzamos esa entereza, en la reducida esfera de nuestro acontecer privado y público, y pagaremos así modestamente, la sagrada deuda que hemos contraído con los héroes de nuestro pasado, de esos que tuvieron (en serio y no en discursos vacíos) el coraje de ser libres.
Aquellos para los que la Patria de los que tuvieron y tienen ese coraje de ser libres, está en estos versos de Borges:
Nadie es la patria.
Ni siquiera el jinete que,
alto en el alba de una plaza desierta,
rige un corcel de bronce por el tiempo,
ni los otros que miran desde el mármol,
ni los que prodigaron su bélica ceniza
por los campos de América
o dejaron un verso o una hazaña
o la memoria de una vida cabal
en el justo ejercicio de los días.
Nadie es la patria. Ni siquiera los símbolos.
Nadie es la patria. Ni siquiera el tiempo
cargado de batallas, de espadas y de éxodos
y de la lenta población de regiones
que lindan con la aurora y el ocaso,
y de rostros que van envejeciendo
en los espejos que se empañan
y de sufridas agonías anónimas
que duran hasta el alba
y de la telaraña de la lluvia
sobre negros jardines.
La patria, amigos, es un acto perpetuo
como el perpetuo mundo.
(Si el Eterno Espectador dejara de soñarnos
un solo instante, nos fulminaría,
blanco y brusco relámpago, Su olvido.)
Nadie es la patria, pero todos debemos
ser dignos del antiguo juramento
que prestaron aquellos caballeros
de ser lo que ignoraban, argentinos,
de ser lo que serían por el hecho
de haber jurado en esa vieja casa.
Somos el porvenir de esos varones,
la justificación de aquellos muertos;
nuestro deber es la gloriosa carga
que a nuestra sombra legan esas sombras
que debemos salvar.
Nadie es la patria, pero todos lo somos.
Arda en mi pecho y en el vuestro, incesante,
ese límpido fuego misterioso.
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