El clan Manson vuelve a ser noticia
No soy un buen seguidor de las películas de terror –es mi sospecha– por la simple razón de que la televisión me curó de espanto a una edad demasiado temprana. Había dos películas que las señales repetían con frecuencia hace décadas. La primera: El triángulo del diablo (1975). Escalofriante, al menos para un chico. La otra, basada en hechos reales, era un telefilm sobre el clan Manson llamado Helter Skelter (1976), como la canción de los Beatles. ¿Por qué? Porque según la tortuosa mente de Charles Manson, el tema de los fab four anunciaba la guerra racial entre negros y blancos que él se creía llamado a provocar.
"Leslie Van Houton es el primer miembro del clan en haber recibido la libertad condicional"
Las matanzas instigadas por Manson en Los Ángeles, en agosto de 1969, fueron brutales –y Helter Skelter era elocuente–, pero un dato adicional las volvía más inquietantes: el azar. La aberrante ordalía ejecutada en la casa de Roman Polanski, en la que murieron la actriz Sharon Tate, mujer del cineasta, embarazada de ocho meses, y tres personas más (Polanski se encontraba en Londres), podría no haberlos tenido como víctimas sacrificiales. El líder de la secta, que había tenido ambiciones musicales, eligió el sitio porque, en su confusión, pensaba que ahí todavía vivía un productor que lo había desairado. El crimen del matrimonio LaBianca, al día siguiente, fue, por su parte, al voleo. Manson se coló en la casa con un secuaz para someterlos, y envió después a un par de seguidoras a apuñalarlos. Expresidiario previsor, reconvertido en gurú psicodélico, el líder del grupo solo daba instrucciones.
Las acciones mortíferas de la Familia Manson –como se hacía llamar el centenar de personas agrupado alrededor del cabecilla– fueron la estocada final al flower power. Apelando a su poder de sugestión, para el que colaboraban el espíritu de la era y las drogas a granel, Manson instaló su comunidad en una serie de ranchos. El principal, un set abandonado de Hollywood para películas de cowboys. La mayoría de sus adeptos eran mujeres jóvenes, a las que trataba como objetos sexuales. Todavía hoy lo que me resulta más inquietante es el grupo de tres chicas (Susan Atkins, Patricia Krenkwinkel y Leslie Van Houten) que, camino del juicio en que las iban a condenar a muerte (la pena se cambiaría a perpetua), sonreían y hacían burlas como si sus delitos no hubieran sido más que una juvenilia contracultural.
Atkins murió en la cárcel en 2009, Krenkwinkel sigue tras las rejas y Van Houten –aquella con garbo de modelo y rostro angelical, que participó solo en el crimen de los LaBianca– acaba de recibir la libertad condicional. Es el primer miembro del clan con ese beneficio. Según los informes, fue una reclusa modelo, arrepentida de sus actos. Que haya arruinado imperdonablemente vidas ajenas, no significa que no haya destruido la propia: fue condenada a los 20; hoy tiene 73.
En Érase una vez en Hollywood, la película de Quentin Tarantino, que trata en gran parte sobre el clan Manson, Van Houten es personificada por la actriz Victoria Peretti. No figura, siguiendo la realidad, en la escena en que los atacantes (entre ellos Atkins y Krenkwinkel) deberían irrumpir en la casa de Polanski. Como los increpa el vecino (el actor interpretado por Leonardo Di Caprio), cambian de objetivo para matarlo a él. En ese final alternativo, con su justicia retrospectiva, son los sectarios los que terminan mal. Es una decisión controvertida –un trauma así no se borra así nomás de la memoria colectiva–, pero por medio del cine Tarantino logra redimir a Sharon Tate de su cruel destino. Y también, advirtiéndolo o no, salvar a Van Houten, porque en ese mundo paralelo el segundo crimen, el de los LaBianca, no tiene lugar. Eso produce, si se quiere, un escalofrío de otro orden: hubiera bastado otra intromisión del azar para ahorrarle al mundo los desvaríos de una época, de la que Manson, con su locura, fue el síntoma más abyecto.
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