El cine argentino
H.B.
En 1992, cuando Jean-Jacques Annaud, el director francés, vino a la Argentina para presentar su film El amante, basado en la novela de Marguerite Duras, hubo una invitación a comer con él a la que asistieron varios críticos y periodistas. A los postres, Annaud preguntó cuál era la mejor película argentina de todos los tiempos para cada uno de nosotros. Hubo una especie de debate y se llegó a un acuerdo, sin necesidad de demasiados enfrentamientos. La mejor película era Rosaura a las diez, de Mario Soffici, con Susana Campos y Juan Verdaguer, sobre una novela de Marco Denevi. La trama de misterio tenía bastante parecido con Rashomon (1950), de Akira Kurosawa, y con El affaire Maurizius (1954), de Julien Duvivier, porque mostraba distintos puntos de vista acerca de un mismo hecho. La primera vez que vi Rosaura me impresionaron las interpretaciones de Verdaguer, como Camilo Canegato, y de Campos, en un doble papel.
En ciclos retrospectivos, me admiró la recreación de época que Luis Saslavsky hizo en La casa del recuerdo (1939), con Libertad Lamarque. Contó con la ayuda de Raúl Soldi. Las escenas en Tigre recordaban los cuadros y las litografías de las quintas del delta de Horacio Butler. Mucho más compleja y asombrosa me resultó La dama duende, también de Saslavsky, con Delia Garcés. El guión de Rafael Alberti y María Teresa León se basaba en la obra de Calderón de la Barca. La inspiración iconográfica provenía de Goya. Resultaba insólito, por otra parte, que todo el film fuera en verso, como también resultaba insólita la belleza de Delia.
Otra película de Saslavsky que me divirtió mucho y que vi de chico fue Vidalita (1948), con Fernando Lamas y la bella y simpática Mirtha Legrand, travestida de gauchito, en escenas de una ambigüedad insólitas para la época. Durante la niñez, seguí de cerca la hermosura de Mirtha en películas como La vendedora de fantasías (1950), de Daniel Tinayre. De él, me atraía el clima de sus películas policiales con calles oscuras, mojadas por la lluvia.
Leopoldo Torre Nilsson fue uno de los grandes directores argentinos. Sabía contar, crear climas y destacar la belleza o el carácter de las actrices. Recuerdo con mucho placer su primer período: El crimen de Oribe (1950), La casa del ángel y La mano en la trampa.
Crónica de un niño solo (1965),
Historia del Aniceto y la Francisca (1967), El dependiente (1969), con una interpretación estupenda de Graciela Borges (una de las caras más bellas e interesantes del cine nacional), revelaron el talento en estado puro de Leonardo Favio.
De Sergio Renán admiré La tregua (1974) y El sueño de los héroes (1997). Pocas veces los actores argentinos me habían resultado tan auténticos como en esas películas.
Otra recreación de época que me llamó la atención fue la de Camila, de María Luisa Bemberg. En ese caso, tuvo como mano derecha a Esmeralda Almonacid, que recreó en la ambientación la iconografía de Pallière y Pueyrredon.
El film de Carlos Sorín que más disfruté fue La película del rey (1986). Contaba la improvisación eterna en la que vivimos los argentinos con una originalidad y una calidad excepcionales en cualquier cinematografía.
Una gran sorpresa, comparable a la de La película del rey, me la deparó Nueve reinas (2000), de Fabián Bielinsky. Ingenio, humor, intriga, suspenso, buenas actuaciones. Sólo podía pedirse que Bielinsky siguiera adelante. La muerte lo impidió.
Hay otros films argentinos que me hicieron muy feliz, pero por sus actores. Basta nombrarlos para entender por qué. Niní Marshall, por ejemplo. Verla era y es una fiesta. No hay nada de Niní que no me vuelva a la risa más intensa y pura de la niñez. También me hizo feliz Jorge Luz. Como Niní, es un actor al que uno le debe carcajadas innumerables y la dicha de su mera presencia. Pero no sólo es un cómico. En Abierto de 18 a 24, de Víctor Dinenzon (1988), interpreta a un profesor de baile. En una escena, está solo y se pone a bailar. Cada movimiento de ese hombre, ya casi anciano, está animado por el lirismo, la nostalgia de lo que no fue y la concentración que imponen tanto la música como el silencio. Siempre me ha conmovido pensar en el destino de los seres anónimos, como ese profesor, o de los que, por un lapso más o menos breve, alcanzaron cierta fama y después se perdieron, pero cuya huella, a veces, se recobra de un modo imprevisto. Edgardo Cozarinsky, que filmó sobre todo en Francia, rastreó en Boulevards du crépuscule la vida de los hombres y mujeres, algunos muy conocidos, que llegaron en oleadas a la Argentina huyendo del nazismo, de la guerra, o de los juicios de desnazificación y que, de a poco, se hundieron en la oscuridad. De varios de ellos, sólo queda la mención de sus nombres y sus imágenes fantasmales en esa película. Por eso, no me canso de ver cine. En la pantalla, esperan ejércitos de rostros, cada uno con su historia: un film interminable como la eternidad.