La intensidad del duelo global por la muerte de Maradona quizás encierre algunas pistas para pensar el momento actual
¿Cómo entender el inigualable carisma que poseía Diego Maradona? ¿De qué elementos estaba hecho el aura que lo rodeó a lo largo de una vida excepcional y que se puso de manifiesto, por última vez, en esa despedida multitudinaria y tumultuosa, ejemplo de la desmesura que signó su trayectoria deportiva y su paso por la vida pública?
Estas preguntas no admiten respuestas sencillas. Brillante como ninguno, su enorme talento –destreza y picardía, garra y determinación, vocación de liderazgo y eterna sed de victoria, todo ello en cantidades superlativas– y la magnitud de sus logros deportivos no alcanzan para explicar un fenómeno de popularidad que excede ampliamente los combates rituales que libró, para felicidad de espectadores y admiradores, en el campo de juego. Y esto es así porque, como ya lo advirtió Max Weber hace más de un siglo, el carisma no es un atributo individual sino una relación social. Se encarna en una personalidad extraordinaria, sí, pero sólo una vez que ésta es moldeada en la fragua de los sueños y aspiraciones de sus seguidores.
Las coordenadas que vuelven inteligible la fascinación que Maradona despertaba entre los argentinos, y en particular entre los de condición popular, no están condensadas en su físico privilegiado sino en su mundo social. Pues este hijo de Fiorito expresó como nadie la potencia de una cultura plebeya cuya marca distintiva es, más que el igualitarismo, su relación tensa y polémica con las jerarquías. Una cultura popular que, en contraste con la que predomina en Chile o Brasil, siempre obliga a los poderosos a ubicarse a la defensiva. Reparemos en que, en el caso que nos ocupa, la relación de todo esto con el peronismo es relevante pero indirecta. A la sombra de su padre, Don Diego, nuestro astro se crio en un hogar donde la simpatía por el radicalismo opacaba el atractivo del peronismo. ¿A quién puede sorprenderle que esa personalidad descomunal sólo se rindiera, muchos años más tarde, ante el magnetismo de Fidel Castro?
Más importante: su carrera se desplegó en una de las etapas más oscuras de la historia nacional. Desde su debut en 1976 hasta su retiro dos décadas más tarde, la Argentina no pudo celebrar muchos logros colectivos. En esa larga etapa de retroceso económico y social que, de maneras siempre crueles, achicó el horizonte de muchos argentinos, nuestra única conquista perdurable fue la democracia. ¿Puede llamar la atención que un ídolo popular irreverente e iconoclasta como Maradona terminase convertido en un emblema muy prominente de esa Argentina defraudada?
Nacionalista como el que más, Maradona jamás impugnó a su propia patria. La amó y defendió, con pasión inclaudicable, de las críticas de propios y de extraños.
Nacionalista como el que más, Maradona jamás impugnó a su propia patria. La amó y defendió, con pasión inclaudicable, de las críticas de propios y de extraños. ¿A quién puede sorprenderle que, para muchos, su figura se identificara con la enseña nacional? Pero basta recorrer las portadas de los diarios de los cinco continentes para advertir hasta qué punto nuestro ídolo fue una estrella global. Es difícil encontrar paralelos a la adoración de que fue objeto. Su última jornada nos ofrece un testimonio aleccionador de la intensidad de ese sentimiento: ni la muerte de Kennedy en 1963, ni la de Lennon en 1980, ni la de la princesa Diana en 1997, vividas con dolor y dramatismo por millones de personas, tuvieron el carácter ecuménico que alcanzó la despedida de nuestra criatura más amada.
Y acá vienen entonces algunas preguntas para entender a ese Maradona que no nos pertenece: ¿la intensidad del duelo que lo acompañó hasta la tumba nos revela algo importante sobre el momento global que nos toca vivir? ¿Cuál es el enigma que se esconde tras ese homenaje de escala planetaria? ¿Es el último eco de una carrera deportiva deslumbrante, pero que se apagó hace ya un cuarto de siglo?
¿O hay que concluir que la identificación popular con una figura que hacía gala de su admiración por el Che Guevara y Fidel Castro nos ofrece un indicio de la insatisfacción de muchos, en varios continentes, con lo que les tocó en suerte? ¿El abierto desprecio que Maradona sintió por las instituciones que gobiernan el fútbol pero, sobre todo, por la manera en que está distribuido el poder en el mundo, contribuyó a alimentar la empatía con este jugador genial? Son interrogantes que, en homenaje al héroe caído, al argentino más amado, no deberíamos dejar sin responder.
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