El cansancio de la vieja Europa
Especialista en literatura comparada pero también en filosofía, física y matemática, George Steiner no es sólo un referente ineludible para la crítica literaria de la segunda mitad del siglo XX sino también uno de los más luminosos herederos de la tradición humanista. En este reportaje, cuya segunda parte publicaremos el próximo domingo, reflexiona sobre los desafíos que hoy enfrenta la cultura occidental
George Steiner es probablemente el más respetado y leído de los pensadores vivos. Un autor inmerso en la tradición judía que sitúa a Jesús junto a Sócrates y encarna mejor que cualquier preámbulo a una constitución los valores que son el fundamento de Europa. La obra de Steiner está atravesada por una fecunda diversidad de preocupaciones que se concentran significativamente en los valores humanísticos que sustentan la cultura occidental. Su pasión por transmitir está siempre presente en unos textos que continuamente cruzan fronteras entre diversas disciplinas. Entre otras cuestiones, en esta entrevista reflexiona sobre los grandes interrogantes abiertos en el laberinto europeo y valora positivamente la vitalidad de la cultura en español.
-¿Se podría hablar -y cómo habría que hacerlo- de decadencia del continente europeo?
-Las dos guerras mundiales fueron guerras civiles europeas. Aunque arrastraron a todo el planeta, fueron ante todo guerras continentales interrumpidas por un armisticio desgraciado. Fue Europa la que quiso desgarrar a Europa. Y el Holocausto, el fascismo, el estalinismo incluso, tienen raíces muy profundas en la civilización europea. Tras las matanzas de la Segunda Guerra Mundial (70 millones de muertos, según estimaciones de los mejores historiadores, de Madrid a Odessa, de Oslo a Palermo), se diría que Europa no merecía resucitar; podríamos pensar, como Paul Valéry, que había previsto la muerte de las civilizaciones, "¡Dejemos que mueran!", lo que sería al mismo tiempo legítimo y absurdo. Pero esta propuesta tiene el mérito de fijar nuestro pensamiento.
El porvenir de las ciencias y del pensamiento está en estos momentos en los Estados Unidos. El presupuesto anual de una sola universidad norteamericana, la de Harvard, supera hoy el presupuesto total del conjunto de universidades europeas. En Cambridge, donde enseño, perdemos siete de cada diez estudiantes. Nuestros estudiantes se van a Estados Unidos a ganarse la vida. Pero no todo es cuestión de dinero. Al otro lado del Atlántico se respira una esperanza, una energía que sólo encontramos ya en dos países europeos: España e Irlanda. En Dublín, donde el 50 por ciento de los habitantes tiene menos de 25 años, hay una auténtica explosión de energía que afecta a la literatura, a la creación teatral. España vive el gran milagro de la lengua española, que vuelve de América Latina como un boomerang. América Latina es hoy tierra de grandes escritores, poetas y novelistas que refuerzan la sensibilidad española con una especie de inyección de vigor y alegría. En Europa no se dan cuenta -o no quieren darse cuenta- del impacto enorme, exponencial, que tuvo la guerra de Kosovo. Fue en ese momento cuando los Estados Unidos pensaron que Europa no tenía capacidad de poner orden en su propia casa y pedía auxilio para salir del pozo. Fue a partir de Kosovo, y no de Medio Oriente, cuando se produjo en la opinión pública norteamericana un movimiento de desdén y fastidio hacia aquella Europa que demandaba ayuda. El absurdo enfrentamiento, infantil y ridículo, entre Francia y Estados Unidos a propósito de Irak, nada tiene que ver con el fondo del problema. El problema es la irremediable decadencia de Europa, decadencia debida a la fatiga, a una fatiga enorme. Acabo de regresar de Alemania, donde me han concedido un premio. En todas las casas hay una placa que recuerda: "Tal día de 1944 o 1945 aquí murió...". Hay una palabra alemana de la época de Kafka, interesante y difícil de traducir, que más o menos significa estar cansado del mundo. Es un absurdo que, sin embargo, puede tener un significado psicológico muy grave, como si hubiese habido un exceso de Historia. Los fantasmas son una carga terriblemente pesada. Durante mi estancia, los alemanes me preguntaban, con gran cortesía y no menor angustia, por qué razón sus universidades y sus grandes instituciones científicas no logran volver a alzar el vuelo. Yo me atrevía a responderles: "No quisiera molestarles, pero tal vez sea que las civilizaciones que matan a todos sus judíos no puedan volver a estar vivas. Ese fue el destino de España, que sólo hoy, al cabo de trescientos años, está resucitando". Tal vez me equivoque, pues éstas son todas cosas muy complicadas. No puedo imaginarme ni una hora de mi vida sin la riqueza de Europa, sin sus cafés, por ejemplo. Esos cafés que uno encuentra desde la costa atlántica -pienso en el de Pessoa en Lisboa, tan hermoso- hasta San Petersburgo, Odessa y Kiev. Moscú, en cambio, nunca tuvo cafés, pero Moscú es ya el principio de Asia, la inmensa Asia. Los cafés de este tipo tampoco existen en Estados Unidos ni en Inglaterra. Mantener ese diálogo de felicidad y de angustia, de ironía y trabajo, es algo para mí fundamental que, de forma milagrosa, ha sobrevivido a dos guerras mundiales y al Holocausto. Sin duda, habría que elaborar una metafísica del café...
Volviendo a la pregunta inicial, me recuerda la frase de Saint-Just: "La felicidad es una idea nueva en Europa", frase pronunciada poco antes de morir en el cadalso. Hoy tengo un poco la impresión de vivir un epílogo semejante a los de Atenas y Jerusalén. Yo he escogido -con pasión- quedarme en Europa, pero la cuestión de irse es muy real para quienes tienen la oportunidad de hacerlo. ¿Qué porvenir tienen en Europa donde, en algunas de sus regiones, las divisiones son cada vez más duras y feroces?
-¿Cuál es según usted la genealogía de esta experiencia europea que se remonta a Atenas y a Jerusalén, a Sócrates y a Cristo?
-Aquí nos enfrentamos a un tabú. ¿Por qué se produjo el milagro griego? De un pueblo muy pequeño, de un pequeño trozo de tierra pedregosa proceden el pensamiento, las matemáticas. Los descubrimientos de los sumerios o de los egipcios fueron maravillosos pero, desde el punto de vista intelectual y científico, somos hijos del milagro griego. ¿Cuál fue su causa? Tal vez la cuestión no haya que plantearla en términos de milagro o tal vez éste no tuvo ninguna causa. La cultura griega dejaba tiempo para pensar. Y si los griegos tenían tiempo de pensar -y éste es el tema tabú-, el ocio necesario para el debate, la dialéctica y la reflexión en el ágora, fue gracias a la esclavitud y al hecho de que las mujeres estuviesen excluidas de la vida pública. Cuando le avisan que los legionarios vienen a matarlo, Arquímedes responde: "No tiene importancia" y sigue investigando un problema de geometría (las secciones cónicas, cuya solución sólo tendríamos mil años más tarde). Arquímedes se deja matar porque el pensamiento es la dignidad por excelencia del animal humano. La cultura griega es altamente elitista, es una cultura que osó afirmar que la tarea suprema de una ciudad, de una polis, es un ideal de justicia filosófica y que la filosofía debe guiar al hombre. A nada que pensemos en ello, veremos ahí un escándalo magnífico que aún comprendemos muy mal, pero que ha seguido dominando nuestra existencia. Pensemos en los Juegos Olímpicos de Atenas, en los corredores del maratón, en los grandes atletas y en los poemas de Píndaro, que celebran las primeras victorias de esos Juegos. Durante casi tres mil años, la fuerza de esta idea nunca ha sido desmentida. Y, en la otra orilla del Mediterráneo, el segundo gran escándalo (palabra que tomo prestada a Kierkegaard: en griego, scandalon quiere decir estrépito, estupefacción, desorientación... un término muy difícil de traducir) es el del monoteísmo, el de un pequeño pueblo que va a vivir y sobrevivir en los textos gracias a un texto. Extraña idea, sobrevivir gracias a un texto que se convierte así en la identidad de este pueblo, mientras que la lectura pasa a ser el fundamento de la conservación.
Debido a mi educación y gracias a la tradición judía centroeuropea de la que procedo, he sido deliberadamente puesto en el cruce de ambos caminos. Hoy me alegra entrar en las librerías de París y ver en el programa de oposiciones las obras de Leo Strauss, algo inimaginable hace unos años. En él, como en Chestov o Kierkegaard y en toda una familia de pensadores, encontramos esa dialéctica entre Atenas y Jerusalén, Sócrates y los profetas, Cristo, que decide el destino de Occidente -igual que, a mi pequeña escala, ha decidido el mío-. Pero tal vez estemos viviendo el fin de este gran impulso. La tecnología y la ciencia hablan otro lenguaje. Galileo dijo: "La naturaleza habla las matemáticas", y durante mucho tiempo nosotros los profanos pudimos escuchar esa lengua. Algo que hoy resulta imposible.
¿Qué es en este momento lo que en Cambridge, bajo el nombre de Graal -curioso préstamo para ser tomado por científicos-, define el triple horizonte de las ciencias? En primer lugar, la teoría del Todo, del principio del tiempo y del universo de Hawking y sus colegas. En segundo lugar, la creación de vida orgánica en el laboratorio, in vitro. Y en tercer lugar, y esto es lo que da más miedo, la neuroquímica del yo, de la conciencia. Un gigante como Francis Crick, uno de mis antiguos colegas, descubridor con Watson de la estructura del ADN, afirma que el yo surge de una combinación de azúcar y carbono. Antes de llamarlo loco, recordemos que una aspirina cambia un pensamiento, aunque ignoremos la razón. Sabemos hoy que la neuroquímica afecta a lo más profundo del yo, de aquello que somos, que puede modificar nuestra conducta, nuestra imaginación, nuestra vigilia y nuestro sueño. En el laboratorio de estudios de la memoria, en Edimburgo, se habla ya de implantar una memoria completa a los enfermos dañados por el Alzheimer o la senilidad. Uno duda entre alegrarse y horrorizarse. Hay ya individuos que portan dentro de sí el corazón de otro hombre o de otra mujer, pero a nadie le interesa el modo en que esos trasplantes afectan a la conciencia. ¡Piensen en una conciencia preprogramada! Todos deberíamos participar en este inmenso debate de naturaleza jurídica, moral, psicológica, económica y política. No existe un solo aspecto de nuestra existencia al que no afecten estos ámbitos de la investigación. Se nos responde, de forma más o menos amable, que proseguir el debate está fuera de nuestras posibilidades. Es una situación que carece de precedentes en la Historia: por primera vez nos encontramos imposibilitados de llevar a cabo cualquier escucha inteligente.
He vivido un tiempo en Princeton y luego en Cambridge. He pasado toda mi vida entre los príncipes de la ciencia, así como me hubiese gustado vivir en Florencia entre los pintores del Quattrocento. Desgraciadamente, nos hemos vuelto tan perezosos... Novelistas como Musil, Thomas Mann o Proust todavía trataban de entender, de encontrar la metáfora, esa metáfora que es siempre traducción entre diferentes esferas. Pero hoy, cuando vemos en qué estado se encuentra la novela, esa novela que debería ser nuestro instrumento de debate y de percepción, la metáfora puente entre mundos y saberes, en fin, no necesitarán que les diga dónde nos encontramos... Recuerdo una expresión francesa intraducible al inglés o al alemán: "Señor mío, eso es sólo literatura". Es una expresión que me obsesiona. Hoy, por desgracia, la "literatura" ha ganado terreno.
-¿Estamos condenados a transgredir los límites de la moral en nombre de la sed de conocimientos y de progreso?
-Cuando su joven amigo Gustav Janouch, casi histérico de angustia, le pregunta: "Pero, Franz, ¿es que no hay esperanza?", Kafka responde: "Sí, y en abundancia, pero no para nosotros". Esto resume la pregunta que ustedes hacen. Yo no soy psicólogo ni historiador, y mucho menos sociólogo. Pero si intentamos entender la fenomenología del sufrimiento en nuestra Historia, tal vez nos preguntemos por qué las ideas más hermosas desembocan en el horror. Después de todo, ¡qué hermoso sueño representaba el marxismo! Cuando hoy me dicen que ese sueño conducía necesariamente al gulag, respondo que semejante interpretación es demasiado simple, vulgar. El pecado original sigue existiendo bajo otras máscaras, más poderoso que nunca. En psicoanálisis, es la muerte del padre. Freud jamás explicó cómo ocurrió y, sin embargo, constituye el axioma del psicoanálisis. Desde entonces vivimos en situación de pecado. En alguien a quien admiro profundamente, Claude Lévi-Strauss, hubo un crimen, el de Prometeo, que marcó el paso de la naturaleza a la cultura, crimen irreparable del momento en que el hombre dominó el fuego y rompió sus lazos con lo orgánico. En Marx, una página trascendental en los manuscritos de 1848 dice: "Hubo un tiempo en que lo que se intercambiaba no era dinero por dinero, sino amor por amor, confianza por confianza". ¿Qué ocurrió luego? Marx no dice ni el día ni la hora en que la rueda dio un giro, condenando al hombre a lo que él llama la muela de la Historia. Allí donde mira, uno encuentra siempre el mismo mito -si de un mito se trata-, que adopta formas racionales, e incluso modernistas. En cuanto a mí, casi prefiero el misterio del pecado: ser es un acto de agresión. El ser del hombre es, como se dice en francés, un estado de excepción, una excepción bíblica donde ser, que es poner en cuestión, es nuestra infinita grandeza. Gran lector de Heidegger, pienso en esta magnífica fórmula suya: "Las ciencias son una idiotez; sólo conocen respuestas". Nuestro cuestionamiento parece abdicar ante las preguntas en torno a la creación de la vida, el origen del tiempo... Sin embargo, Platón, Sócrates, Aristóteles, Parménides habrían entendido a la perfección y planteado las buenas preguntas. Parece que hoy el ser no quiere que se lo moleste. En la tradición judía, el profeta es el que grita en mitad de la noche para despertarnos. El pensamiento es el insomnio infligido al hombre, la prohibición del sueño, lo que para mí ilumina ciertos aspectos de nuestra naturaleza. El infierno está pavimentado de buenas intenciones. El sueño del sionismo era de una absoluta justicia, que mezclaba justicia social y pacifismo... Inútil decir dónde estamos. Vemos cómo cada vez se produce el efecto boomerang: lanzamos un gran pensamiento, una gran idea, y, en retour, rompemos el Graal. No tenemos elección. Nos dicen que debemos regular las investigaciones biogenéticas. Pero los colegas me informan que la historia de la ovejita Dolly, por imposible que parezca, es algo que hemos dejado muy atrás: los investigadores están ya cincuenta años por delante, listos para clonar seres humanos. Ya podemos cortarles brazos y piernas, vendarles los ojos, que ellos proseguirán con sus investigaciones. Es algo fantástico esta libido sciendi, esta sed, esta hambre de cuestionamiento a cualquier precio, cualquiera que sea el riesgo o el precio que haya que pagar. Por ejemplo, antes de los primeros ensayos sobre la bomba atómica no se sabía si la cadena atómica sería fatal para el planeta. Una teoría muy respetable predecía que no habría manera de detenerla, que se produciría un incendio planetario. Pero este aviso no detuvo a los investigadores. Ellos querían conocer, incluso a riesgo de reducir el planeta a humo. Esta es nuestra grandeza y nuestra fatalidad. Las religiones aportan su respuesta: ¿pecado de orgullo? Lo que para mí está en juego es más bien nuestra dignidad.
Yo he tenido el inmenso privilegio de intentar transmitir los grandes textos. Como dice la tradición hasídica, Dios creó al hombre para que le contase historias. La narración del hombre que constituye nuestra Historia, nuestra autobiografía espiritual ha tenido en Europa algunas de sus más grandes manifestaciones -no conozco la cultura de Extremo Oriente, leo lo que puedo-. Desde Homero, desde la Biblia (¡nunca hay que llamarla Antiguo Testamento, expresión exclusivamente cristiana!), la narración de lo que es el hombre, el relato trágico y a menudo gozoso de su naturaleza, es el don que Europa ha hecho a la civilización humana. La cuestión es saber si está dispuesta a extinguirse...
Perfil
Formación: nació en París en 1929 en el seno de una familia judía de origen vienés. Tras la invasión nazi a Francia, la familia se exilió en los EE.UU. país del que Steiner adoptó la nacionalidad. Estudió física y matemática en Harvard y más tarde, en Oxford, desarrolló sus estudios en literatura y filosofía. Actualmente es profesor en las universidades de Cambridge y Ginebra.
Humanista: escritor, profesor y crítico, heredero y partícipe de varias lenguas y culturas, Steiner, que domina cuatro idiomas a la perfección y ha desarrollado una intensa labor docente en literatura comparada, ha acercado a más de una generación a los grandes textos de la cultura occidental, ya sea en los claustros como a través de sus artículos en prestigiosos medios de comunicación, The New Yorker y The Economist, entre ellos. Sus libros analizan críticamente la repercusión que las humanidades, la creación artística y el conocimiento científico tienen en la configuración del espíritu del hombre. Implacable observador de la cultura moderna, es un referente ineludible de la crítica literaria de la segunda mitad del siglo XX.
La obra: entre sus libros se cuentan Tolstoi o Dostoievski, Lenguaje y silencio, Antígonas, La muerte de la tragedia, En el castillo de Barbazul, Gramáticas de la creación, Extraterritorial.