El buen arte malo
Me gusta viajar en libros. Nunca pisé la India, pero pienso que la conozco tras acompañar en su viaje a Tilde y Lota, las protagonistas de No es lo que pensás, de la genial Ana Ojeda. Estuve sí en Santa Cruz, pero para mí Las Heras es el viento del que habla Leila Guerriero en Los suicidas del fin del mundo. Ahora tengo en mis manos Una imagen para soñar, recién publicado por ArtexArte, de la escritora y periodista cultural Victoria Verlichak, y estoy viajando con ella por Berlín sin moverme de casa.
Me gusta su recorrido histórico, sus explicaciones de los distintos barrios, las caminatas por los parques, las anotaciones al margen en sus viejas libretas, la visita guiada a museos, la evocación de Las alas del deseo y esos dos ángeles que Wim Wenders hace sobrevolar por la ciudad cuando todavía está partida en dos por un muro. Victoria habla de calles que no conozco, pero me gusta descubrirlas de su mano sabia y con su mirada ágil, su análisis riguroso. El pasado, el presente y el futuro están en diálogo encendido en esa ciudad (en todas, dice la autora), cuando ella la recorre por segunda vez en 1994, gracias a una beca del Goethe-Institut por la que pasó 40 días estudiando alemán. El pasado irrumpe en carteles que nombran casas que recuerdan a héroes caídos, sus charlas con un sobreviviente y la visita a Buchenwald, ominoso campo de concentración.
Es la primera vez que leo a Verlichak en primera persona, con sus recuerdos familiares, sus dolores y alegrías. Y llego al núcleo del libro: cuando se topa con una pintura que se le impregna para siempre. A partir del 19 de enero de 1994, y durante los treinta años que vinieron después, la postal de esa obra la acompañará en cada uno de sus escritos, colgada con una chinche de una biblioteca que está junto a su escritorio.
Era un miércoles y hacía mucho frío, según registró en su libretita de viaje. Entró en uno de los edificios del Museumsinsel (Isla de los Museos), tras una caminata por la parte más vieja de Berlín que todavía mostraba cicatrices de la Segunda Guerra. “En una sala, a mi izquierda, una fantasmal pintura me llamó. En pocos segundos estuve junto a Die Toteninsel (La isla de los muertos) y, antes de siquiera observar su cédula, la pieza de Arnold Böcklin me cautivó por su aliento misterioso y por su insinuación de infinitud. Y nunca más pude sacármela de la cabeza”.
Una figura blanca de pie junto a un ataúd en un bote a remo se acerca por aguas oscuras a una isla rocosa presidida por cipreses, bajo cielos tormentosos. No la vi más que en fotos, pero algo de esa melancolía me llega a través del texto. Verlichak recuerda que esto que siento al leerla no se equipara con ver la obra en persona. Hay que estar una tarde de frío, parada ante una de sus cinco versiones para experimentar lo que Benjamin describe como el “aura, tener una experiencia estética irrepetible, sentir una perdurable emoción ante su singularidad”. A Victoria le fascina, más allá de ser una imagen archirreproducida, de tener admiradores polémicos como Hitler y Lenin, y de las malas críticas que cosechó.
Adjudica esto a lo que el crítico inglés Tom Lubbock señaló en The Independent: que La isla de los muertos es el epítome del buen arte malo. Siguiendo las líneas del ensayo Los buenos malos libros de George Orwell, afirma Lubbock que “irresistible, ridícula, es una pintura que casi no aparecería en ningún libro serio de arte, sin embargo retiene su habilidad de conmocionar”. Y continúa citándolo Verlichak: “Esta categoría [emocionante pero de escaso valor] no está confinada a los melodramas heroicos y religiosos victorianos. Podría incluir pinturas como El grito de Munch o El Beso de Klimt. También podría incluir –¿me atreveré a decirlo?– al Guernica de Picasso”.
Me quedo pensando: ¿cuál sería nuestro “buen arte malo”? Intensos, dramáticos, emocionales: así son todos mis cuadros preferidos. Malo o bueno, no creo que sean categorías que puedan usarse para pensar el arte.
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