El blues del paraíso perdido (o volver a Jarmusch)
Si supiera escribir música, si me fuera dado tal sortilegio, haría que ahora, en este mismo instante, sonaran la voz de Screamin’ Jay Hawkins y los versos de I put a spell on you. Demasiado blues para ser balada, demasiado salvaje para ser blues: canción de amor desesperada, imposible, cantante que canta y que grita y aúlla. Y no hablo de las tantas versiones que se hicieron después, sino de la original, la de mediados de los cincuenta, con todo ese dolor y esa furia, sangre negra en la canción, en los vientos, en cada acorde.
¿Y a cuento de qué Screamin’ Jay Hawkins en esta mañana de abril tan distinta a cualquiera de las que haya vivido él? A que, después de mucho postergarlo, volví a ver Extraños en el paraíso, la película que Jim Jarmusch estrenó en 1985.
Qué sensación agridulce, ver que parte de tu vida –los objetos que la marcaron– ya es catálogo de anticuario.
Hace ya unas cuantas semanas que la plataforma Mubi, bajo el singular título de “Forajidos e inadaptados: el cine de los marginados de Jim Jarmusch” viene recorriendo la filmografía del cineasta nacido en Ohio. Y yo venía demorando el momento de sentarme a verlas, aunque ganas no faltaban.
Como con otras tantas cosas, por la tontera del miedo. Pánico a quebrar el hechizo; temor de que la persona que soy hoy no pudiera vibrar con esas películas como lo hiciera en los años ochenta.
Pero hete aquí que me animé, vi Extraños en el paraíso y la maravilla empezó en la primera escena. Película en blanco y negro, un avión a lo lejos, una chica con una valija y una bolsa, fundido a negro. Luego, el travelling: la misma chica que camina a lo largo de una Nueva York periférica, ajada. Saca de la bolsa un pequeño grabador a casete. Pulsa una tecla: I put a spell on you se desgarra la voz de Screamin’ Jay Hawkins.
No soy la misma que vio esta película por primera vez hace muchos años, pero igual la amé. Volví a amarla. Incluso adoré detalles que en aquel momento ni siquiera eran observables: el grabador, los autos sin calefacción, la diminuta televisión a transistores, el teléfono (de línea y con cable, por supuesto). Qué sensación agridulce, ver que parte de tu vida –los objetos que la marcaron– ya es catálogo de anticuario.
Pero vuelvo a la película. Austeridad de cine independiente que todavía, al menos por estas tierras, ni festivales tenía. Tres actores no profesionales: ningún star system, todo el encanto. La historia: prima que llega de Budapest, primo americanizado que la recibe y un poco se quiere matar ante esa irrupción inesperada del origen, amigo del primo que mira a la chica con cariño. Los tres son lacónicos y simpáticos. Los tres, cada uno a su modo, son extranjeros en busca de un paraíso que no existe.
Entre escena y escena, Jarmusch eligió mandar un fundido a negro. “Es como si fueran cuadritos de una historieta”, había dicho alguien, en los ochenta, en alguna de las funciones de la película (¿fui al estreno? ¿O la vi en un cineclub?). Recuerdo que la observación me maravilló. Uau, por qué no se me ocurrían esas cosas.
Extraño esa liviandad. Qué gloria, ciertos descubrimientos. Qué alivio, la sensación de que el mundo se mueve y siempre hay nuevos modos de mirar, escuchar, narrar.
Vi la película, sonreí unas cuantas veces, dejé que me enternecieran los personajes y su deambular por un Estados Unidos gris y alicaído. Pensé que quiero ver otra vez todas las primeras películas de Jarmusch. Y Alicia en las ciudades, de Wim Wenders. “Estás vieja”, me dije. “Y qué”, me respondí.
Volví al comienzo de la película. El travelling, la chica que camina, I put a spell on you. Qué lindo que es el cine, qué lindo.
Ni siquiera todo es pasado. No sé si a conciencia, pero en aquellos films Jarmusch le hablaba a nuestro presente. Mientras su época miraba para otro lado, él –sus películas– sabía que algo se estaba derrumbando: la misma certeza que hoy nos deja tan contra las cuerdas.