El Balzac del siglo XX
La profusa obra del creador del inspector Maigret, menospreciada en su momento por los círculos académicos, revela a un artista cabal, difícil de clasificar, talentoso e inagotable, que cultivó una enrarecida veta existencial y tuvo buen olfato para lo que quería el público
Dos novelas breves asombrosamente similares aparecieron en Francia en 1942, ambas protagonizadas por un joven un poco repulsivo, sin conciencia, que perpetraba un crimen sin sentido. Una de ellas era El extranjero , de Albert Camus, y la otra, La viuda Couderc , de Georges Simenon. La novela de Camus ascendió hasta convertirse en parte del firmamento literario y aún sigue brillando, intensamente estudiada y calurosamente elogiada (en mi opinión, demasiado elogiada). La novela de Simenon no fracasó, sino que se estableció o, por así decirlo, siguió el mismo camino que el resto de su obra: se mantuvo en un decente nivel de ventas, con ocasionales reimpresiones, e incluso fue resucitada en una edición popular de tapa dura de la década de 1950, con una faja, una frase "con gancho" ("Una vertiginosa novela colmada de tormento y deseo") y una cubierta escabrosa: una pechugona joven campesina haciendo mohínes en un granero, con la falda por encima de las rodillas, mientras un tipo robusto la acecha desde la puerta. El precio: veinticinco centavos.
Camus había trabajado durante años en su novela sobre la alienación; sus Carnets registran sus frustraciones y sus intentos fallidos. "Cuantas menos novelas o piezas teatrales uno escriba -a causa de otros intereses parasitarios- tanto más disminuirá su capacidad de escribirlas", escribió en una oportunidad V. S. Pritchett, lamentándose de su escasa producción de ficción. "La ley que rige las artes es que hay que cultivarlas hasta el exceso." Simenon había publicado otras tres novelas en 1942 y seis más el año anterior. La viuda Couderc se convirtió en un título más de la lista, extremadamente larga, de las obras de Simenon, ninguna de las cuales se considera digna de estudios eruditos. Así como leer a Camus es casi una obligación, leer a Simenon implica una frívola indulgencia, una satisfacción de la glotonería que inhibe incluso al crítico mejor intencionado: cierta incomodidad ante un texto placentero, junto con un estremecimiento causado por el desdén hacia lo superfluo, y ese rechazo palpable, que provocan muchas introducciones de las novelas de Simenon: ¿Qué estoy haciendo aquí?
Simenon plantea un problema, porque a primera vista parece sencillo clasificarlo, pero después, cuando uno ya ha leído cincuenta o sesenta de sus libros, resulta inclasificable. La comparación con Camus no es gratuita: el propio Simenon solía hacerla y André Gide planteó el mismo tema pocos años después de la publicación de El extranjero , favoreciendo la obra de Simenon, especialmente La viuda Couderc . Y (en una carta a Albert Guérard, de 1947) fue aún más lejos, al calificar a Simenon de "nuestro más grande novelista de hoy, un verdadero novelista". Nacidos con diez años de diferencia, Camus y Simenon llegaron jóvenes e inmaduros a la Francia metropolitana desde los distantes márgenes de la francofonía: Camus era un polémico periodista argelino francés con inclinación filosófica; Simenon, un belga autodidacta que empezó su vida de escritor como cronista novato con gusto por las historias criminales; el pedante y el punk , los dos con buen ojo para las damas. Camus parece no haber reparado en Simenon (ninguna biografía de Camus lo menciona), aunque sabemos que Simenon no perdía de vista a Camus y competía un poco con él. Las obras completas de Camus, una década más joven que Simenon (que sin duda debe de haberlo advertido), podían reunirse entre las cubiertas de un volumen de modesto tamaño. El infatigable Simenon, confiado en ganar el Premio Nobel, predijo en 1937 que se lo adjudicarían en el curso de los diez años siguientes. Se lo otorgaron a otros: Pearl S. Buck, F. E. Sillanpää, Winston S. Churchill. Luego, en 1957, al enterarse de que lo había ganado Camus, Simenon (según ha dicho su esposa) se enfureció. "¿Puedes creer que se lo dieron a ese imbécil y no a mí?"
¿Qué podemos pensar del talentoso e inagotable escritor que cultivó una enrarecida veta existencial, pero que también tenía buen olfato para lo que quería el público? Las universidades no son de gran ayuda. Simenon abandonó la escuela a los trece años para convertirse en cronista, y como muchas personas autodidactas, tendía a ser antiintelectual de una manera desafiante e irónica, despreciando a los críticos literarios y manteniéndose a distancia de los departamentos de literatura. Las universidades le retribuyeron la atención, rebajándolo y denigrando su obra, o ignorándola por completo. La academia suele consentir enormemente al luchador y al sufriente; si sondeamos al académico más severo, encontraremos a un defensor de los desamparados y desvalidos. El argumento parece ser el siguiente: "¿Cómo es posible que un escritor prolífico y popular sirva para algo?" Usualmente, como en el caso de Ford Madox Ford o Anthony Trollope, se los califica de grafómanos y se los somete a una cruel simplificación, representados por un solo libro, no siempre el mejor que han escrito. El filisteísmo catedrático denigró a Simenon, al igual que el esnobismo. Fue, después de todo, el resentido bibliotecario de una universidad de provincia el que escribió: en "esa mierda de castillo de postigos cerrados/ que escribe sus quinientas palabras/ y luego se pasa el resto del día/ bañándose y bebiendo entre los pájaros " Simenon era la encarnación viva e intimidante de esos envidiosos versos de Philip Larkin, con mucha bebida y pájaros a su disposición, aunque su producción diaria en el castillo era más bien de 5000 palabras.
Simenon se creía un par de Balzac y consideraba sus novelas una Comedia humana moderna. Su única incursión en la crítica literaria fue un largo y penetrante ensayo sobre este escritor, que adoptó la forma de una acusación a la madre. "Un novelista es un hombre a quien no le gusta su madre, o que nunca recibió amor maternal": palabras que se aplicaban igualmente al propio Simenon y que constituyen la base de una de sus memorias, Carta a mi madre. Era el Balzac de las vidas malogradas, que escribía a partir de un sufrimiento que no se hizo evidente hasta el final de su larga carrera. El éxito material, uno de los principales temas de Balzac, no era algo que interesara a Simenon, quien se concentró en el fracaso, a pesar de que era inmensamente exitoso y de que se dedicó con ahínco a jactarse de ello.
Aunque resulte increíble en alguien tan productivo, a veces Simenon padecía un bloqueo de su escritura, y pese a que en él eso parecía casi una afectación, lo perturbaba hasta tal punto que usaba esas ocasiones para llevar un diario para recobrar el ánimo que le permitía escribir novelas. En el diario hablaba de sus temas obsesivos: el dinero, su familia, su madre, su casa y otros escritores. Mientras escribía ese diario, Henry Miller lo visitó y lo elogió de manera extravagante, describiéndolo como una persona que tenía una vida envidiable. Aunque Simenon le siguió la corriente y percibió la clase de personaje que era, finalmente superó el bloqueo con ese diario inusual y valioso, más tarde publicado bajo el título Cuando yo era viejo.
Sus numerosas novelas policiales basadas en el personaje del inspector Jules Maigret encajan en un patrón, como condensados estudios de casos de culpa persistente, con pistas sutiles y un detective de hábitos rutinarios, perspicaz e incluso adorable. Simenon hizo aparecer al pulido, creíble y felizmente casado Maigret en 1930 y no cesó de incrementar la serie de novelas hasta 1972, setenta y seis volúmenes más tarde. ¿Pero y sus otros libros? La inmensa producción de Simenon derrota a cualquier simplificador.
¿Cómo conciliar sus años en Lieja como cronista y autodeclarado cagatintas con su retiro de posguerra en una zona rural de Connecticut? ¿Y la travesía por el Pacífico en 1935, con el año que dedicó a viajar en una barcaza por toda Francia? ¿Las novelas de Arizona, los múltiples castillos, los autos clásicos que coleccionaba, su condición de gourmand , de mujeriego? "La mayoría de la gente escribe todos los días y tiene relaciones sexuales periódicamente. Simenon tenía relaciones todos los días y cada pocos meses caía en una frenética orgía de trabajo", escribe Patrick Marnham en The Man Who Wasn t Maigret (estoy en deuda con la excelente investigación de ese libro por muchos de los datos de este artículo). Simenon vivió lo suficiente para haberle hecho el amor a Josephine Baker y para contemplar priápicamente y con fijeza el escote de Brigitte Bardot. ¿Y su capacidad de escribir un capítulo por día y terminar una excelente novela en diez u once días, y escribir otra pocos meses más tarde?
Los detractores de Simenon lo desdeñaban por ser un cagatintas compulsivo; para sus admiradores, que incluían no solo al casi impublicable Miller y al desdeñoso y olímpico Gide sino también al habitualmente distante Thornton Wilder y al remoto Jorge Amado, era la imagen del escritor consumado. No tenía tiempo para sus contemporáneos. No se trataba de que creyera que era mejor que cualquiera de ellos; simplemente no reparaba en los demás. Incluso en la cúspide de su amistad con Miller, no leyó su obra; sugirió que era ilegible, pero analizó sagazmente a Miller hombre en Cuando yo era viejo . En el Paris Review afirmó haber sido inspirado por Gogol y Dostoievski, pero no escribió nada profundo o perspicaz sobre ellos.
Como muchos otros escritores, aborrecía a cualquiera que se pusiera a bucear en su vida y mentía habitualmente, sembraba pistas falsas o exageraba sus experiencias. En 1932 viajó por África Central. Típicamente, afirmó haber pasado un año en África cuando, en realidad, había estado allí unos pocos meses. (No tiene ninguna importancia, ya que sacó el mejor partido de su viaje y escribió tres novelas ambientadas en África.) Adoptaba el disfraz -especialmente mientras estaba promocionando uno de sus libros- del escritor elegante, fumando su pipa y ocultándose tras las espectaculares estadísticas de producción y ventas. Las cifras asociadas con él son tan extravagantes que casi lo hacen parecer una víctima de ellas: las numerosas novelas, los 500 millones de ejemplares vendidos, los cincuenta y cinco cambios de dirección y su jactancia, frecuentemente citada, de haberse acostado con 10.000 mujeres. (Su segunda esposa redujo la cifra a "no más de 1200".) Pero las estadísticas eran engañosas de la misma manera en que batir un récord es engañoso, pues solo implica la impotente adoración de lo excepcional. Simenon recitando sus grandes cifras me suena a la mendaz autoevaluación que puede hacer un hombre, algo que no difiere del grupo de isleños modestamente dotados de Vanuatu que se autodenominan Big Nambas.
Sin embargo, aunque despiertan sospechas, la cifra más inverosímil asociada con Simenon probablemente sea real, ya que es posible comprobar que publicó, tal como afirmaba, "aproximadamente" cuatrocientas obras de ficción. Ciento diecisiete son novelas serias, el resto son Maigret y libros escritos con seudónimos. Tal vez no resulte sorprendente que tan fenomenal ejemplo de energía creativa no se estudie seriamente (aunque existe un Centre d ...tudes Georges Simenon en la Universidad de Lieja). Aparte de su omisión en el Nobel, Simenon nunca se sintió desairado. Dijo: "Escribir no es una profesión sino una vocación para la desdicha". Pero la consecuencia es que cada nueva reedición de una novela de Simenon merece una introducción, porque (al igual que muchos de sus personajes) parece haber salido del aire. El mismo estaba de acuerdo y dijo que, por ser belga, era como un hombre sin país.
Aunque afirmó que ninguno de sus libros era autobiográfico, su obra es una crónica de su vida: su juventud es vívida en Pedigree y Liberty Bar ; su madre asoma en El gato ; su hija, en La desaparición de Odile ; su segundo matrimonio, en Tres habitaciones en Manhattan ; su ménage à trois , en En caso de emergencia ; sus viajes, en las novelas situadas en el extranjero (como El efecto de la luna, El fondo de la botella, 45° a la sombra, Turista de bananas, Los hermanos Rico y muchas otras); y en todas ellas encontramos las particularidades de su fantasía y sus obsesiones. Por sentirse un observador marginal, tenía un don especial para pintar a los extranjeros: el africano sin nombre de El negro , el inmigrante de Le petit homme d Arkhangelsk ( El hombrecito de Arkhangelsk ) , los Malou (en realidad, los Malowski) de El destino de los Malou y Kachoudas en Los fantasmas del sombrerero . Marcando el contraste, en La peste de Camus casi no se advierte que ocurre en un país extranjero: todos los personajes son franceses y, dicho sea de paso, se trata de un mundo sin mujeres.
"Cuando uno sabe que tiene una bella oración, debe cortarla", dijo Simenon. "Cada vez que encuentro algo semejante en una de mis novelas sé que debo eliminarla." Simenon exagera: a veces deja que sobreviva alguna oración bonita, pero en general su escritura carece de textura al punto de que resulta transparente y nunca distrae la atención ("está escrita como por un niño"). Nunca es obvio un amor al lenguaje; Simenon es lo contrario de un orfebre. Las únicas palabras nuevas que podemos encontrar en Simenon son algunos ocasionales términos técnicos, como la jerga médica en El paciente , particularidades del mundo gubernamental francés en El premier , y algunas episódicas partidas de bridge en otros libros. La comedia está ausente, el sentido del humor es poco frecuente.
Una visión sombría y una seriedad implacable les ganaron a sus novelas no-Maigret la denominación romans durs , porque dur significa "duro" pero además implica peso, seriedad; no solo una cualidad pétrea, sino densidad y complejidad, algo así como un desafío, e incluso cierto tedio. (Un dur es un pesado, alguien aburrido, en ciertos contextos.) Los personajes de Maigret leen diarios, usualmente malas noticias o crímenes; conspiran, mienten, engañan, roban, sudan, tienen relaciones sexuales; con frecuencia cometen asesinatos y con la misma frecuencia se suicidan. Nunca leen libros ni los citan. No estudian (como sí hacía Simenon, para cuidar los detalles). En general andan de acá para allá en los márgenes del mundo laboral, desplazados, cayendo en picada hacia el olvido.
Para cualquier escritor resulta imposible ser productivo si carece de un estricto sentido del orden y no está guiado por la disciplina. Uno de los más sutiles biógrafos franceses de Simenon, Pierre Assouline, considera que el reloj es su metáfora dominante. Sus novelas están colmadas de relojes y de gente que mira la hora. El propio Simenon regía su vida por el reloj, no solo la escritura, minuto a minuto: hasta las comidas debían realizarse exactamente en un horario predeterminado. Es famoso por haber hecho calendarios con crónicas de la escritura de sus novelas usualmente ocho o nueve días de frenética composición, un capítulo por día.
Su sexualidad también estaba cronometrada. Simenon no era en absoluto un hombre sensual. En sus libros, un acto sexual suele ocupar unas pocas líneas como máximo. En Los anillos de la memoria : "Permanecieron largo tiempo casi inmóviles, como ciertos insectos a los que uno ve acoplarse". El hombre del granero: "Literalmente me zambullí en ella, de repente, violentamente, hubo miedo en sus ojos " y allí acaba todo. Liberty Bar : "Ella lo miró atónita. Todo había terminado. Ni siquiera podría haber dicho cómo había empezado". Estos ejemplos que ponen los pelos de punta son un reflejo de la vida amorosa que Simenon registró en sus Memorias íntimas . Un día, busca a su esposa en su oficina, ella está hablando con su secretaria inglesa, Joyce Aitken. Su esposa le pregunta qué desea. "¡A ti!" Esa tarde, ella simplemente se tiende sobre la alfombra. "Apúrate. No hace falta que te marches, Aitken."
La viuda Couderc es un caso excepcional, ya que describe varias seducciones que duran unas cuantas páginas. Una oración que en Simenon se repite con tanta frecuencia como para convertirse en su marca de fábrica es: "Ella llevaba un vestido y era obvio que no tenía nada puesto debajo". La viuda... también contiene una variación de esta oración.
A diferencia de casi todos sus personajes, Simenon era un hombre cuya autoestima gozaba de buena salud. Su mundo personal parecía completo. Se mudaba de una casa grandiosa a otra y eran casas autosuficientes, que albergaban a su familia, a sus amantes, su biblioteca, sus recreaciones, sus apetitos, sus pipas, sus lápices, sus autos extravagantes. Vivía la vida de un noble, el señor de su propio principado, donde todo estaba ordenado según sus instrucciones. La plenitud de la vida de Simenon es impresionante: la de un hombre que vive con su ex esposa, su esposa y su leal criada, con todas las cuales duerme, e incluso encuentra el tiempo necesario para serles infiel con prostitutas y seguir escribiendo. Eso fue lo que sedujo a Henry Miller. Bien, ¿qué mujeriego no hubiera quedado encantado? Y Miller no sabía ni la mitad de lo que ocurría. Un día (según cuenta Marnham), al ver a una joven criada arrodillada para limpiar una mesa baja, Simenon impulsivamente la penetró por detrás. La joven se lo contó a la señora Simenon, quien se rió, restándole importancia y diciendo que era típico de Georges. Al presenciar la escena, otra joven criada se preguntó en voz alta: "¿Todas pasamos por las armas?".
En un enorme contraste con la aparente coherencia, con la abundancia de su propia vida, aparecen las carencias o insuficiencias de las vidas de sus personajes, que usualmente son bastante fuertes para matar pero rara vez disponen de los recursos necesarios para sobrevivir. Y hay que decir que tras haber pasado muchas décadas escribiendo intensamente y viviendo con gran estilo, Simenon pasó los últimos años de su vida, tras el suicidio de su adorada hija, en una especie de retiro, en una casa diminuta, con Teresa, su nueva compañera y ex ama de llaves, sentándose en sillas de plástico porque entre sus fobias se contaba la convicción de que los muebles de madera albergaban insectos.
Una cantidad de novelas de Simenon (entre ellas, El tren de Venecia , La muerte de Belle, Domingo y El negro ) se agrupa en torno al tema generaldel malentendido, como si aludieran al título de la obra teatral de Camus, de crueldad simenonesca. La viuda... pertenece indudablemente a esta categoría, aunque sus descripciones de la violencia y la sexualidad son inusualmente gráficas para Simenon; y es una de sus pocas novelas con un personaje femenino fuerte. La mujer de Betty y la narradora de Noviembre también son fuertes. Pero sus mujeres tienden a ser unidimensionales, maliciosas, oportunistas, fríamente prácticas, nada sentimentales o presas fáciles. La viuda Tati es una campesina que sabe muy bien lo que quiere y posee la capacidad de evaluar correctamente a los extraños.
La acción se desarrolla en los Bourbonnais, en el mortecino centro de Francia, en una aldea junto al canal que une Saint-Amand con Montluçon. Simenon es muy específico en cuanto a sus conocimientos de geografía provincial. Un extraño solecismo se produce en el primer párrafo de la novela. Un hombre avanza por un camino "cortado al sesgo cada diez metros por la sombra del tronco de un árbol": Simenon en una de sus más económicas descripciones precisas. Es mediodía, a fines de mayo. Después se describe la sombra del hombre: "Una sombra corta, ridículamente achaparrada -su propia sombra- se deslizó ante él". El sol parece brillar desde diferentes ángulos en el espacio de dos oraciones, creando dos clases diferentes de sombra. Tal vez no sea un acertijo. Simenon aborrecía reescribir.
El joven aborda el autobús en las afueras de Saint-Amand, con destino a Montluçon. No lleva nada, ninguna carga, ni tiene ninguna identidad evidente. "Ningún equipaje, ni paquetes, ni bastón, ni una vara cortada del seto. Sus brazos se balanceaban libremente." Entre las mujeres que vuelven del mercado, es un extraño, aunque para el lector de Simenon resulta tan familiar como un viejo amigo: el hombre desnudo, alguien en la encrucijada, un poco perdido, un poco culpable, a punto de tomar una decisión fatal.
La viuda Couderc lo observa, evaluándolo, viendo en él algo que ningún otro ve. Más tarde entendemos por qué: se parece un poco a su hijo, un vago y ex convicto que está en la Legión Extranjera. Advierte que ese pasajero del autobús no está yendo a ninguna parte, que no tiene nada; lo entiende y lo desea. En este primer capítulo bellamente construido, con una sutil acumulación de efectos, el joven también repara en la mujer, y en medio de la ruidosa cháchara de las mujeres que regresan del mercado, los dos "se reconocen mutuamente". Porque también él la necesita a ella.
La mujer, Tati, se baja del autobús, y poco después el joven, Jean, la imita. Jean le pregunta si puede ayudarla con sus bolsos, un gesto que ella ha estado esperando desde que ambos cruzaron sus miradas. Él se va a vivir con ella. Pocos días después, un domingo, después de que ella vuelve de la iglesia -un buen detalle- la mujer le sirve unas copas y ambos terminan en la cama. Tati no es bella pero es dura, incluso intrépida, la clase de campesina indestructible que se sentiría a gusto sentada a la mesa de los personajes de Los comedores de papas de Van Gogh. Sin nadie que la quiera, descuidada, hasta abandonada, cubierta por un viejo abrigo andrajoso, con la enagua colgando y con un peludo lunar en la mejilla, es, a los cuarenta y cinco años, más de veinte años mayor que Jean. Le da a entender al joven que pueden tener relaciones sexuales ocasionales pero que ella también debe dormir con su abusivo y grosero suegro de tanto en tanto, porque está viviendo en la granja del hombre.
Las ropas andrajosas y la precaria existencia de Tati entre sus violentos parientes políticos ocultan su vigilancia animal, su sagacidad campesina, especialmente en lo referido a su sobrina. Félicie, una madre adolescente, vive cerca; el efecto que esta bonita joven ejerce sobre Jean perturba a Tati. Sus sospechas sobre el pasado de Jean pronto se ven confirmadas por una visita de los gendarmes: Jean acaba de ser liberado después de pasar cinco años en la cárcel y su vida es tan precaria como la de ella. Tati lo había tomado por un extranjero -parece un extranjero hecho y derecho, alguien de afuera- pero en realidad proviene de una distinguida familia de Montluçon, hijo de un destilador adinerado y mujeriego. Distanciado de su familia, es "libre como el aire como un niño". Vive en un "magnífico presente repleto de luz solar".
"No caminaba como los demás. Parecía no ir hacia ninguna parte." Pero ha caminado hacia una trampa. Aún no lo sabe, pero al igual que Mersault en El extranjero , no tiene futuro. Le cuenta a Tati que ha asesinado a un hombre, casi casualmente y en parte por accidente. Había una mujer involucrada, aunque él no la amaba. Lejos de haberse sentido gravemente afectado por el crimen, el juicio o sus años en la cárcel, "apenas si se dio cuenta de que todo eso le ocurría a él". El crimen lo ha arrojado a la deriva, y después de estar preso nada le importa: "No se comprometía con nada, nada de lo que hacía tenía peso ni importancia".
En su falta de remordimiento o lástima, se parece al despiadado asesino Frank Friedmaier de La nieve estaba sucia , y a Popinga de El hombre que miraba pasar los trenes . Y por supuesto, prefigura a Mersault, incluso en la imagen solar, porque en un punto crucial de la novela, cuando reconoce su deseo por Félicie, "de golpe el sol se había apoderado de él. Otro mundo los engullía " Tiene éxito con Félicie, tal como tuvo éxito con su tía, pero sin palabras, copulando entre los edificios de la granja. Sigue haciendo el amor con Tati, y siempre se muestra rudo, cuando no brutal: "La desvistió como si desollara un conejo". Y en este entorno se produce otra típica situación de Simenon, la de los amantes separados por una barrera física, donde las pasiones de la proximidad, el parentesco, los celos siempre se hacen presentes en el argumento. En La viuda Couderc, los amantes, que viven en cabañas vecinas, están separados por el canal; en La puerta , por una puerta; en La escalera de hierro , por una escalera de hierro, y por idas y venidas similares, en Acto de pasión . Todas estas novelas terminan en el asesinato.
En este entorno bucólico (conflicto en el campo: fértil tierra de cultivo, animales que pastorean, campesinos belicosos), Jean se hace añicos lentamente, consumido por el asco y el fatalismo. Típico de Simenon, el estado de Jean se sugiere por medio de una sutil acumulación de efectos, sin analizarlo. Sintiéndose en poder de la desesperada mujer mayor que no lo dejará ir y atraído por la mujer más joven que lo trata con indiferencia, Jean advierte que está en un callejón sin salida, que es inevitable un crimen, y "esperó lo que no podía dejar de suceder". La novela se vuelve implícitamente existencial, aunque Simenon se hubiera burlado de ese término: no hay en el relato ninguna reflexión filosófica. Simenon ha puesto a Jean en el camino hacia la ruina lo ha entrampado allí. Muchas novelas de Simenon -si no todas- que describen un malentendido dan a entender que no hay salida y lo más enloquecedor es que aunque el personaje condenado no vea una salida, el lector sí la ve. A Jean no se le ocurre que puede irse caminando o volver a tomar el autobús. Afirma ser indiferente al crimen que cometió, pero en realidad está afectado, lleno de culpa, poseído, y cuando Tati le ruega que se quede y la ame no puede hacer nada más que aplastarle el cráneo. "¡Estaba predestinado!"
Al describir a esta alma perdida y su acto desesperado, Simenon reflejaba el fatalismo de su época. Escribió el libro en un período negro, en la costa francesa: el nombre "Nieul sur Mer" aparece al final como lugar de composición, un lugar cerca de La Rochelle. Francia estaba en guerra; la ocupación alemana, muy próxima, y el Día del Juicio Final parecía inminente. En medio de esa incierta guerra, solo la violencia o un acto pasional daban algún sentido al paso del tiempo. Al igual que Mersault, Jean va en camino de una ejecución segura -se le ocurre esa idea en el último tercio de la novela- y él mismo es autor de su destino. Había caído en un idilio sin advertir que no era en absoluto un idilio, sino un Edén que es también un nido de serpientes, cuya corrupción equivale a la pérdida de su propia inocencia.
Al releer la novela uno advierte que (como ocurre en casi todas las de Simenon) Jean está condenado desde el primer párrafo, cuando camina entre las sombras. Y nos damos cuenta de por qué Simenon estaba tan furioso de que Camus hubiera ganado la lotería sueca porque en una novela tras otra, Simenon dramatizó la misma clase de dilema, el de una vida cada vez con menos opciones (pero siempre con sutiles diferencias de argumento, tono, locación y efecto), los riesgos que acepta correr un hombre que no tiene nada que perder, su vanidad, su atrevimiento, su obstinada autodestrucción. Al principio, Jean ansía comprometerse y anhela alguna intervención del destino, pero cuando reflexiona (y en última instancia su deseo se cumple): "Quería algo definitivo y final, algo que no ofreciera la oportunidad de una retirada", Simenon parece estar hablando de sí mismo, mientras envía a otro de sus personajes a la muerte en un mundo sin final feliz.
adn*THEROUX