El autor como jardinero
Los discursos y textos dispersos del cineasta y narrador alemán Alexander Kluge pueden leerse como un tributo a sus padres intelectuales y también como un arte poética
No está de más decirlo de nuevo. Alexander Kluge no es un narrador que filma, no es un cineasta que escribe ficción, tampoco un intelectual que hace televisión. Para él, cualquiera de esas variedades de la acción no son más que formas de un pensamiento en el tiempo. Cuando narra algo, no lo hace a fuerza de "fantasía" (siempre dispuesta a gozar de sí misma) sino, según el arte poético que le atribuye con razón a Georg Büchner, "en el límite de la resistencia".
El título El contexto de un jardín para esta reunión de escritos que Carla Imbrogno seleccionó y tradujo con devoción no podría ser más apropiado. El jardín (y la de que quien lo cuida, el jardinero) es una de las metáforas mayores del pensamiento de Kluge, y lo es en la medida en que con él se alude a su procedimiento por excelencia: el montaje. ¿Qué es realmente el montaje, aparte de una invención genuinamente moderna, la ilusión dialéctica de un entre, una tercera imagen invisible a partir de otras dos visibles? "En el circo hay dos tipo de caracteres -nos cuenta Kluge-: el domador y el jardinero. Sé que en el circo los domadores tienen mayor probabilidad de salir airosos; sin embargo, en lo que hace a mis películas y mis libros, me comporto como un jardinero apasionado. El contexto de un jardín: eso es el montaje."
La mayoría de los escritos son intervenciones de ocasión, y la ocasión debe ser entendida aquí del mismo modo en que Goethe podía decir que toda poesía era poesía de ocasión: un aprovechamiento de la intermitencia del momento, al que quien escribe sale al encuentro como si se tratara de una excusa. Esas ocasiones fueron casi siempre para Kluge los discursos que pronunció al recibir un premio o al consagrar un obituario. Los premios, como los muertos, llevan nombres propios. Personen und Reden ("Personas y discursos") es el título del original alemán del que proceden la mayoría de los textos. Büchner, Heinrich Böll, Lessing, Adorno, Heiner Müller? Cada uno cifra una reminiscencia que se lee en los términos de una experiencia, es decir, como un recuerdo superado, impersonal (aunque casi todo el tiempo esté la primera persona), contemplado de lejos. La escritura pública (el discurso) y la privada son para Kluge intercambiables y eso instaura una especie de ética en la que el nombre propio arrastra una organización, un montaje. Es acaso una de las lecciones que Kluge declara haber aprendido de su maestro Adorno: la forma engendra la cosa y la cosa rige la forma.
Pero la ocasión puede no ser un nombre propio. En "La ópera es indivisible. Acerca de por qué no hay óperas con rebaja", un texto publicado en un programa de mano de la Staatsoper, Kluge tienta una defensa contemporánea del género. El domador y el jardinero una vez más: Kluge no se decanta por el dominio sino por la expectativa, por la voluntad de propiciar enredos. "Y si me preguntan a mí si, con la mano en el corazón, me fío más del lenguaje y de las imágenes (que son mis herramientas de trabajo) que de la música, respondo que de la música. Y de la música del lenguaje". También la ópera es modelo formal de montaje, no sólo cada ópera de las más de ochenta mil que existen desde 1600 en adelante sino también las continuidades y discontinuidades entre ellas. Del mismo modo que el lector se sorprende con la naturalidad (la palabra no es casual) con la que Kluge pasa casi sin hiatos del corazón de lo moderno a la más estricta contemporaneidad (¿hay alguien más contemporáneo que él?), a Kluge le llama la atención lo bien que se llevan la ópera temprana en el siglo XVII y la de la modernidad: "Si en el montaje cinematográfico confrontamos directamente un fragmento musical de Monteverdi con uno de Wolfgang Rihm, Lachenmann o Bernd Alois Zimmermann, la impresión resultante es de falta de simultaneidad. Los fragmentos encajan unos con otros como si entre ellos no hubieran pasado siglos enteros".
Un montaje de ese tipo implicaría una renuncia a la obra en nombre de una ?uvre sin centro. El propio Kluge renuncia a la obra en la misma medida en que renuncia a las bibliotecas. Sus libros no están en estantes, ubicados vertical y horizontalmente; se apilan en el suelo, según un orden secreto; forman su contexto, su jardín. "Y en grupo (en cajas) sobrevivieron varias mudanzas. Nunca se me ocurriría destruir un jardín históricamente crecido como ese". Pero, él mismo lo dice, las escrituras en las paredes también son signos de época, y son a su modo libros, obras desflecadas, de las que no se conoce el tejido completo sino sus hilos. Kluge casi no cita, y cuando cita inventa. Esto se explica muy fácilmente: la cita arranca al texto de su contexto, y él, con una dialéctica moderna, crea contextos para aquello que no lo tiene. La jardinería klugeliana no consiste en civilizar lo salvaje para mostrar una belleza persuasiva; no, el intelectual no se ampara en la retórica. Más bien contempla su crecimiento, atiende a las más mínimas vibraciones sísmicas del tiempo.