El áspero goce de escribir en los límites
A punto de aparecer en Buenos Aires su novela Trabajadores de la muerte (Norma), la escritora chilena Diamela Eltit habla de su obra que enfoca la marginalidad y lo popular. En sus narraciones, la autora se interesa por el lenguaje y los espacios escamoteados por los discursos oficiales
Inmune al protocolo y ajeno a sus ceremonias, en la embajada de Chile en la Argentina hay un pequeño estudio que goza de una vista casi bucólica y se organiza a partir de la íntima respiración de innumerables libros. Ni los muebles de estilo entumecen la calidez de su habitante, una de las escritoras chilenas más revulsivas y menos conocidas en la Argentina. Desde ese cuarto que ha hecho propio, Diamela Eltit (Santiago, 1949) sigue anudando la continua perplejidad de una narrativa que explora las formas más audaces y aborda los materiales menos complacientes: pasiones, delitos y traiciones de una sociedad chilena que "se disloca, muta", como se dice en uno de sus libros.
Lumpérica (1983), Por la patria (1986), El cuarto mundo (1988), Vaca sagrada (1991), Los vigilantes (1994): sólo el penúltimo de estos libros fue distribuido tímidamente en la Argentina. Ahora, la editorial Norma reeditará en Buenos Aires Los trabajadores de la muerte (1998), libro que comparte con los otros una rara y perturbadora calidad para la cual las palabras novela o cuento resultan inapropiadas. En el caso de Eltit, parece más pertinente hablar de narraciones construidas a partir de un puñado de voces cambiantes y heterogéneas que ponen en escena la materia más elemental y por eso menos asimilable de la experiencia humana: podría hablarse de deseo, pero deponiendo toda lectura ingenuamente psicoanalítica. Esa silla thoné ligeramente desfondada, sobre la que han colocado una bandeja con café muy negro, podría dar alguna idea de esa escritura: una superficie perforada sobre la cual uno puede apoyarse pero no descansar.
Una forma de ocio
Diamela Eltit habla con una lucidez coloreada por la delicadeza de su fraseo. Esposa del actual embajador chileno en la Argentina, ella misma ha sido agregada cultural de su país en México. Pero lo suyo es la literatura y la ejerce con una cautelosa y deliberada indisciplina para escribir ficciones - "no tengo horarios porque esto, para mí, no es un trabajo sino una forma particular del ocio"- y con rigor académico cuando trabaja como profesora de Letras, realizando ensayos, investigaciones o seminarios.
Eltit reconoce la existencia del estereotipo según el cual Chile es ante todo un país de poetas, y que sólo en los últimos años la narrativa de su país se ha hecho más visible en todo el ámbito hispanohablante. Pero cree que se trata de una construcción editorial más que de la emergencia de una nueva narrativa: "Lo que ocurrió fue la inserción de nuevos proyectos editoriales, algo que había estado interrumpido durante 17 años. Creo que esa fue la gran novedad porque, en rigor, la mayoría de los autores estaba escribiendo desde mucho antes. Se constituyó un mercado editorial que impuso una oferta al público, y ésta ha ido decantando y puliéndose con los años. Pero, en los 50, hubo también un momento de gran actividad editorial y mayor visibilidad de los narradores, aunque tal vez entonces el fenómeno haya sido perceptible sobre todo de fronteras para adentro. La editorial Zig Zag logró consolidar un espacio considerable con los autores de la generación del 50. Dentro de ese grupo, Carlos Droguet hizo un aporte radical a la narrativa chilena con su libro Patas de perro . Luego apareció José Donoso, quien sí alcanzó una presencia internacional muy meritoria. Pero también estaban Marta Brunet, en los años 20, y Manuel Rojas, en los años 40 y 50, extendiendo una trama narrativa consistente. Claro que, como tú dices, nosotros tenemos para bien o para mal dos premios Nobel de poesía. Y suele reducirse literariamente a Chile a sus dos premios poéticos. Se trata de un lugar común que no vale la pena criticar, son discursos que parecen instalados para siempre, pero tampoco importan mucho al interior de la literatura misma".
Si se le pregunta a Eltit por su ubicación en la actual narrativa chilena, apenas dice: "Es muy difícil dar cuenta de una cuestión en cierto modo ajena como son los libros propios: no me siento igual a mis libros, ellos difieren de mí. Escribir tiene que ver con cuestiones pulsionales, pero luego los libros van a donde tienen que ir, tienen su propia búsqueda y eso me parece extraordinario. Entonces, ante la pregunta sobre mi lugar, no sé qué responder. Podría oscilar entre la megalomanía de decir Ôtodos´ y la tentación igualmente intensa de decir Ôninguno´. Hay señas visibles como el hecho curioso de que Los trabajadores de la muerte se publique en Finlandia al mismo tiempo que aquí. Pero esos datos no me sirven porque, como autora, mi gran desafío es la escritura, no el destino social de esos libros que ya se fueron de la casa y en cuya salida no corresponde que intervenga".
La falta de pintoresquismo
Eltit, la voz ligera y la mirada firme, dice que entró en la literatura "por el lado más o menos fatal de la lectura y me di cuenta de que había un espacio total y completo ahí. He leído de todo, desde los libros más banales hasta los más complejos. Y todo fue muy interesante, porque leyendo lo que no me hablaba pude reconocer lo que me hablaba. Tuve el famoso impacto intelectual que produce la lectura de Joyce, la conmoción aún perdurable de ver un proyecto tan amplio y tan dialogante. Y, de la misma manera, Pedro Páramo me produjo otro crujido en la cabeza". Entre una y otra conmoción, Eltit buscó su propio camino, un recorrido personal que tiene un foco de atención privilegiado: "Contrariamente a cierto prejuicio que podrían despertar mis libros, me intereso en lo popular; ahí tengo yo puesto mi ojo y la bala: cómo trabajar con lo popular, cómo trabajarlo de una manera múltiple. Cómo provocar ciertos incidentes lingüísticos para tratar de acercarme a los lenguajes populares, a ese territorio escamoteado, silenciado por los discursos oficiales".
Hay algo bastante evidente en los modos en que esa preocupación se manifiesta en su obra: la expulsión de toda condescendencia. No hay pintoresquismo, ni es una aproximación mimética y colorida. "La conmiseración me pone los pelos de punta. Es una mirada que se tiende desde el proyecto burgués", dice, "y actuada desde el proyecto burgués, que es lo peor. Una mirada binaria que le quita al sujeto oprimido la violencia, la negatividad y la solvencia que éste sabe darse a sí mismo".
La escritura, acto político
Lo popular como materia y escenario y la marginalidad, los límites de lo social, de las instituciones y de los sujetos son las preocupaciones de esta mujer que se define como "una escritora un poco loca y suelta" que no trabaja con esquemas sino obedeciendo a "las situaciones que se van organizando en mis textos". Hay una gran claridad en su búsqueda de esos márgenes: "No creo que nada ni nadie sea homogéneo; en todas partes hay heterogeneidad y fuga. Incluso en los lugares más institucionales puede haber un pequeño pedazo que se desordene sobre su propio orden. Me interesan esos momentos. Por otro lado, pienso que en estos espacios más riesgosos sin embargo hay un goce que el proyecto burgués ha escamoteado. El goce salvaje y total, incompartible, de los espacios límite: eso es lo que quiero restituir. Para mí, la escritura es un acto político que consiste en abrir un espacio para la experiencia del deseo y del goce, en esos términos. Una de las vías de esa búsqueda es la palabra popular descentrada: detrás de ese torcimiento de la norma oficial de la lengua ejercido por los lenguajes populares, hay una posición tomada, un negativo muy grande, una forma diversa y riquísima de la elocuencia".
Eltit sabe que su literatura, respecto de un mercado que ha hecho de los lectores consumidores compulsivos y distraídos, también es marginal y a veces corre el riesgo de la invisibilidad: "Es un lugar áspero, pero también lo áspero tiene un goce, un plus que reside precisamente en la aspereza. Es verdad que ciertas literaturas parecen condenadas, por su lentitud, a quedar rezagadas. Pero me parece interesante el desafío de trabajar en este contexto sin recurrir a la queja. No todo es puro drama. Hay una posibilidad de pensar y trabajar más locamente, de trabajar con mucha más pasión. No hay mucho que ganar, pero tampoco mucho que perder en esos escenarios".