El asombro y otros secretos
Vivimos en la época más prósperas y avanzadas de la civilización. Leí alguna vez, no recuerdo dónde, que la causa más frecuente de muerte en la época en la que nació Cristo eran las intoxicaciones por comida en mal estado. Lógico. No tenían heladeras. Y estaban a 18 siglos de empezar a sospechar que organismos invisibles podían contaminar los alimentos y causarnos enfermedades gravísimas.
Por supuesto, podríamos plantearnos que quizá, dentro de 2000 años, estos tiempos actuales, modernos y prósperos, les parecerán a nuestros descendientes de lo más toscos y salvajes. Es lo de menos. El mañana nunca sabe. También es verdad que nos queda una lista vergonzante de asignaturas pendientes. Pero estamos mucho mejor que hace 20 siglos.
Y sin embargo esta es la era en la que nos enredamos a diario con preguntas para las que nuestros antepasados ni siquiera tenían tiempo. Si somos felices. Si somos plenos. Si esto es todo lo que hay o si deberíamos aspirar a más. No es una novedad, lo sé, pero estamos tan centrados en nosotros mismos, el ombliguismo es tan cósmico, que llegamos al punto de desear cosas contrapuestas. Soñamos con un mayor contacto con la naturaleza, pero no estamos dispuestos a tolerar ni el barro ni los bichos, y el silencio nos abruma. Idolatramos lo instantáneo, y sin embargo nunca tenemos tiempo para nada. Y sigue la lista.
Impresiona, aunque no sorprende, la abundancia de manuales que pretenden ayudarnos a encontrar todo eso que de pronto se nos da por necesitar –quizá, simplemente, porque ahora disponemos de un refrigerador–, y que por supuesto sentimos que nunca alcanzaremos. Tenemos zonas ardidas por todas partes, desde el matrimonio hasta la vocación.
Podríamos abrir aquí un millón de reflexiones, pero escogeré una en particular. Un amigo me preguntaba hace poco cómo había conservado mi capacidad de asombro. Que es una de esas verdades reveladas que los gurús de la incompletud sostienen sin sonrojarse y sin desmenuzar: que no debemos perder la capacidad de asombro.
Le respondí que la capacidad de asombro no me parecía una capacidad, sino una forma de adolescencia, de falta, de hambre, de inmadurez. El asombro no es algo que hacemos; nos pasa. Además, en serio, y no es por ponerme pesado, ¿pero cómo le vamos a decir a alguien que no pierda su capacidad de asombro? No son las llaves del auto. O el celular.
Parece una capacidad, vista de afuera. Ese individuo todavía puede quedarse embobado con una conjunción planetaria, y se la pasa media hora ahí, mirando el cielo hasta el lento ocaso de la eclíptica.
Pero el asombro es uno de nuestros rasgos más humanos y, por lo tanto, más paradójicos. De adultos, creemos que debemos seguir siendo un poco niños para que el mundo continúe deslumbrándonos. Claro que si vas a una entrevista de trabajo y le decís al reclutador que en el fondo seguís siendo un niño, es posible que te tache de la lista. Es el problema con estos consejos pomposos. Quedan lindos solamente en la página impresa.
Que en algunas cosas seguimos siendo niños, no tengo ninguna duda. Que nuestra maduración es sectorizada, concedido. Pero los adultos no nos asombramos de la misma forma que un chiquito de 6 años al que le explicás qué es la Luna. La vida es plena solo cuando viene acompañada de fascinación y deseo. Pero, al revés que un niño, que no sabe nada y por eso se maravilla con todo, los adultos tenemos que tomar el camino inverso. Cuando la mirada se nos ha habituado a la superficie del mundo, debemos sumergirnos en el denso y complejo misterio de todo lo que existe y ha existido, y entonces abriremos los ojos a nuevos prodigios. Casi todas las penas que nos atormentan, queridos amigos, se apaciguarían si fuéramos capaces de algo muy simple: seguir aprendiendo. Eso es capacidad de asombro. Nunca dejar de aprender.
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