El asombro de un padre cuando su hijo aprende a hablar
En “Pequeño hablante”, Andrés Neuman retoma el tema de la paternidad, que comenzó en su libro anterior, “Umbilical”; radicado en España, en su visita al país presentó también la antología poética 2000-2020, “Necesidad del canto”
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El escritor Andrés Neuman pensaba que, después de su libro Umbilical, que narra el nacimiento de su hijo, pasaría a otra cosa. Pero, entonces, asistió con fascinación al momento en que el pequeño Telmo empezaba a hablar. No tuvo ni tiempo ni interés para nada más que no fuera involucrarse en la crianza y tomar algunas notas de ese milagro al que asistía: su hijo nombraba por primera vez el mundo y él quería registrarlo.
Convergieron en ese acto tres fascinaciones que son eje en su vida: su trabajo con las palabras, su formación como filólogo y el enamoramiento que le provocaba la paternidad. Así surgió Pequeño hablante (Alfaguara), un libro poético, que puede leerse como un díptico con Umbilical, en el que relata la adquisición del lenguaje de Telmo y es, a la vez, una vuelta a su propia infancia.
Radicado en Granada, España, desde su adolescencia, Neuman siempre encuentra razones para volver a su país de nacimiento, la Argentina. Esta vez, también presentó la antología poética 2000-2020, Necesidad del canto (Caleta Olivia).
La cita es en el bar palermitano Madre, un nombre que le resulta oportuno y lo dice en medio de la conversación.
-A propósito de Umbilical hablamos sobre las nuevas paternidades en la literatura, ¿por esto decidiste continuar con Pequeño hablante?
-Yo no pensaba continuar con ese proyecto, pero cuando terminé Umbilical asistí al prodigio que a cualquier madre o cualquier padre le toca asistir y es que nuestro hijo empezó a hablar. Comprendí, incrédulo, que no había terminado la tarea literaria y que necesitaba un segundo volumen que cierre: uno habla del nacimiento de un hijo y el otro del nacimiento de la lengua en ese hijo. La verbalización de ese vínculo y cómo la relación padre e hijo se ve sacudida, modificada, enriquecida y también complicada por ese aprendizaje.
Son dos libros que se pueden leer por separado, pero juntos forman un díptico que abarca quizás la edad más misteriosa de nuestra vida: la de los 2, 3, 4 años, que es una laguna o un misterio por todas las razones posibles. Es una laguna narrativa en nuestra memoria porque nadie recuerda esos primeros años de su vida. Además, es extraño porque en los primeros años se funda una elipsis que condiciona nuestra especie, nuestros deseos y nuestras pulsiones: en ese período no recordamos nada, pero aprendemos a hacer todo lo que nos define como humanos: vivimos en nuestra madre y no tenemos registro; no recordamos el nacimiento, que es el momento más traumático e imprescindible de nuestra vida; y no nos acordamos de haber aprendido a respirar, alimentarnos; no recordamos ponernos en pie, que es un acto antropológico decisivo y, finalmente, no recordamos haber aprendido a hablar, lo que después llamaremos lengua materna y daremos por sentado.
-¿Te llamó la atención la poca literatura adulta de ficción que hay sobre este tema?
-Sí, me parece una idea muy misteriosa y me llama la atención la relativamente poca escritura que hay. Quizás, porque es un agujero negro, pero por eso mismo muchas veces la escritura trabaja con lo que no está para reponerlo.
-¿Creés que esta falta se da porque la mayoría de los padres no estaba involucrado en la crianza y no lo convertía en tema literario?
-Un poco sí, eso sin duda influye, pero creo que tiene que ver con un hábito cultural: es como que todo conspira para que haya una especie de silencio respecto a esa edad. Primero, una limitación neurológica material porque tenemos muchas dificultades para recordar algo de esos primeros años y también porque la infancia, en la literatura y en el imaginario en general, empieza después; hay niños y niñas en la narrativa, pero suelen ser historias más de aprendizaje, rituales de tránsito hacia la pérdida de la inocencia, el final de la infancia. Pero, ¿qué hay del principio? No siempre le concedemos la importancia ético-estética que tiene. La mayoría de las veces se ve como una etapa que se cierra y no tanto como los cimientos de lo que seremos después.
-¿Escribir este libro es también un modo de “que le quede un registro a Telmo”? ¿Hay, a la vez, un intento de revivir tu propia historia?
-Tengamos hijos o no, a mí me resultaba una cosa fascinante mucho antes de ser padre el que nuestra memoria se funde en un olvido tan grande o que nuestra identidad tenga un cimiento completamente invisible, es decir, que nuestros aprendizajes esenciales los hagamos completamente a oscuras, que no podamos recordar nada de lo que nos trajo hasta acá en tanto humanos. Entonces, el acompañar una infancia y cuidarla, involucrarse en la crianza diaria es en sí un espectáculo digno de asombro y de emoción porque es la única manera de explorar un poco en los primeros episodios de la serie de nuestra propia vida. Acompañar a una infancia genera como una especie de acorde donde resuenan todas las infancias alrededor de esa criatura; varias generaciones se releen, hay memorias que se desentierran, reconciliaciones que se propician y, también, conflictos que se reabren.
Respecto de que le quede registro a mi hijo, sí: yo no sé cuánto tiempo voy a estar acá en el mundo con él; perdí a mi madre muy joven y yo ya no soy ningún niño, de manera que no sé si tendría ocasión de contarle esto de manera detallada; entonces, por si acaso ya se lo conté.
-Cuando tu hijo dice “pasó coche” lo señalás como el fin del bebé: ¿por qué?
-Cuando estábamos cuidando nuestro bebé cada día me preguntaba: qué hermoso y qué pena el final del bebé. A mí me sorprendía antes de ser padre, y dedicándome a las palabras, porque siempre pensé que hasta que no irrumpiera la lengua y la razón había un vínculo parcial con una criatura. Pero me sorprendió cómo disfruté la etapa no verbal y me dio miedo de que empezara el idioma -deseo y miedo-, porque acá en la gramática del cuerpo había un vínculo intenso y específico que sabía que se iba a empezar a terminar cuando irrumpiera todo eso que a mí me fascina, que es la lengua, las ideas.
Me preguntaba cuándo se iba a terminar la maratón bebé. Y la respuesta me la dio la lengua misma: estábamos jugando y mi hijo levantó la cabeza y dijo: ‘papá pasó coche’. No es la frase más memorable del mundo, no es una declaración de amor, pero me conmovió, me sentí muy afectado y enseguida me cayó la ficha de que era la primera vez que escuchaba a mi hijo conjugar en pretérito. Amorosamente la traduje: ‘pasó coche, pasó bebe, pasará papá, pasaremos todos’. La lengua sirve para empezar a negociar con la ausencia y con la pérdida. Entonces, ¿qué es un bebé? Lingüísticamente hablando, un presente absoluto. Entonces un bebé se termina cuando empieza el pretérito.
-”He pensado que no”, responde tu hijo en algún momento, ante el pedido de que se cepillara los dientes. ¿Cómo lo leíste?
-Nuestro hijo, entre los 2 y 3 años empezó a negarse a las cosas. Cuando vio que no le daba resultado con el no, no y no tuvo que recurrir a la sintaxis diplomática. Pero antes de llegar a ese punto en que la lengua empieza a ser un factor de fuerza y de poder (él trataba de ejercer su poder, tratando de complacernos en el tono y formularlo a modo de sugerencia), me sorprendió otra cosa que lleva a las complejidades de la adquisición de una lengua: cuán extranjeros podemos sentirnos en nuestra lengua materna y cómo la aprendemos como si fuéramos extraterrestres. Está la idea de que los niños son esponjas, la frase hecha. Parece que los exponés a un idioma y al cabo de 5 minutos lo saben. Resulta que los exponemos durante 24 horas los 7 días de la semana durante 2 o 3 años. Si un adulto estuviera ese tiempo expuesto a una lengua extranjera también la aprendería, pero ya no nos exponemos a eso. Nos hemos autoconvencido de que los niños aprenden enseguida. Pero aprendemos a hablar una lengua como aprendemos a caminar, es decir, tropezando las 24 horas al día durante un par de años y, entonces, somos bípedos. No tan de pronto.
Yo creía -antes de acompañar el nacimiento de un hablante- que la lengua te empoderaba enseguida al adquirir la posibilidad de nombrar, tener un léxico. Pero en el año anterior a que un niño pueda decir “he pensado que no”, hay mucha impotencia. Hay una edad, que es la del berrinche, en la que la lengua no solo no ayuda, sino que es una desventaja porque en los privilegios del cuerpo no hablante hay algo autoconclusivo y perfecto de no necesitar hablar para relacionarte con el mundo. Hasta que, de pronto empezamos a sospechar que no, que esos sonidos, esa música de la tribu quiere decir cosas, que las cosas tienen nombres, se supone que vos tenés que aprenderlos y después transmitirlos; entonces hay un momento en que eso es un montón. Antes de aprender la lengua, hay como un año de perplejidad e impotencia en que empezar a hablar es casi peor que no saber hablar en absoluto.
Me interesó mucho cómo la lengua es una ganancia y una pérdida. El camino que narra el libro es exactamente el recorrido desde las primeras palabras y la formación de los sustantivos hasta llegar a la sintaxis, pasando por la utilidad de los adjetivos, la condición existencial y corporal de los adverbios y la complejidad narrativa de los tiempos verbales. En efecto, llegamos al final del libro cuando Telmo, menos por cortesía que por conveniencia, descubre que cuando él en lugar de gritar emula la diplomacia y dice que ha pensado que no va a cepillarse los dientes es más difícil resistirse a sus encantos. Y dije, bueno, acá ya están todos los conflictos de la convivencia y la lengua está participando de la complejidad y las contradicciones en la negociación entre las personas.
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