El artista desaforado y su enigma
Entre 1912 y 1915, Arthur Cravan, poeta, boxeador y extravagante compulsivo, publicó Maintenant, revista donde se entrenaba en el vanguardista arte de injuriar
Maintenant
Fabian Avenarius Lloyd, mejor conocido como Arthur Cravan (Lausana, 1887-Golfo de México, ¿1920?), fue una de esas personas tan compulsivamente vitales que la existencia del resto de los mortales, en comparación, parece propia de un manual de botánica. Alumno problemático durante su infancia en Suiza, Lloyd, que de su escolaridad sólo rescataba las clases de gimnasia, empezó a viajar por el mundo no bien concluyó sus estudios secundarios en Inglaterra.
Estados Unidos, Italia, Australia y Alemania -de donde las autoridades berlinesas lo expulsaron por pasearse por las calles con cuatro prostitutas encaramadas en los hombros- son algunos de los destinos que visitó antes de cumplir los dieciocho años con el dinero que le facilitaba su madre, el que se ganó como fogonero de un barco carguero y el que robó en una joyería de su ciudad natal. Esta precoz etapa de vagabundeo frenético (“Quisiera estar en Viena y en Calcuta,/ Tomar todos los trenes y todos los navíos”) culminó en París cuando una herencia familiar le permitió echar el ancla en la capital francesa por un tiempo. Y fue allí donde Fabian Avenarius Lloyd dejó atrás, junto a su pasado burgués -un tatarabuelo banquero y un abuelo consejero de la reina Victoria-, su verdadero nombre para convertirse en Arthur Cravan.
Con la nueva identidad, se perfiló su doble vocación de boxeador y poeta. Como boxeador de semipesados -con dos metros de altura y 105 kilos no sorprende que la artista Mina Loy lo rebautizase “Colossus”- se presentaba en el ring como el sobrino de Oscar Wilde y recitaba versos de su autoría. Como poeta, sus escritos irreverentes y hasta heréticos encerraban -parafraseando a Roberto Arlt- “la violencia de un cross a la mandíbula”.
Así como su vena pugilística tuvo su clímax en 1916 con el combate en el que enfrentó en Barcelona al campeón del mundo Jack Johnson, su oficio de vate despuntó unos años antes, entre 1912 y 1915 para ser precisos, y coincidió con la publicación de la revista Maintenant.
Dar a conocer los cinco números de aquel fanzine de culto en el que Cravan hacía las veces y bajo diferentes seudónimos de único redactor, de editor y hasta de distribuidor -si es que el rótulo le cabe al hecho de apostarse a la salida del Hipódromo Gaumont para vender los ejemplares que apilaba en una carretilla- es uno de los logros de esta cuidada edición, que cuenta con un certero prólogo de Mariano Dupont. Un volumen que en el afán de capturar la extravagancia de las apariciones públicas de ese gran showman que fue Arthur Cravan -sus tempranos happenings con desnudos, tiros al aire y fallidos intentos de suicidio no discriminaban cuadriláteros de círculos intelectuales- incluye un apéndice con crónicas y testimonios de artistas que lo conocieron: Francis Picabia, André Breton y Marcel Duchamp, entre otros.
Pese a lo antojadizo y acotado del contenido de cada entrega, la revista Maintenant es el espejo más fiel de la leyenda de Cravan. En el número 1 hay un poema, titulado “Silbato”, de evidente inspiración futurista. Claro que Cravan jamás toleró ser comparado con Marinetti y hasta amenazó con “retorcer los órganos sexuales” de aquellos periodistas que se atrevieran a insinuarlo. Como todo vanguardista de fuste, se consideraba más allá de las vanguardias. Por eso el mote de precursor del dadaísmo con el que André Breton celebraba el desorden y la espontaneidad de sus creaciones fue el que mejor le calzaba.
En el número 2 de la revista, la barbarie de Cravan embiste contra André Gide, uno de los referentes artísticos de la época, sin que le tiemble el pulso a la hora de mofarse de su contextura endeble y enfermiza, su desinterés por las mujeres, y su literatura esforzada (“El señor Gide pule terriblemente su prosa y debe entregarles a los tipógrafos como mínimo una cuarta versión”) y carente de vuelo: “Su manera de caminar delata a un prosista que jamás podrá escribir un verso.”
El número 3 sobresale por la narración de un encuentro apócrifo con su tío Oscar Wilde. Su afán de pertenecer al linaje del irlandés maldito era tal que, no conforme con su categoría de sobrino, sugería la posibilidad de ser su hijo. Esta escalada en el árbol genealógico que hoy podría parecer una veleidad, en aquel entonces implicaba colocarse en un lugar incómodo. Su primo Vyvyan Holland, sin ir más lejos, el auténtico segundo hijo de Wilde, prefirió ahorrarse la vergüenza de la condena a prisión que debió afrontar su padre adoptando el apellido materno. Pero Cravan era insaciable y no había filiación que lo colmara. El género humano le quedaba chico y la impronta panteísta del poema “Hie!” así lo demuestra: “Hombre de mundo, químico, puta, borracho, músico, obrero, pintor, acróbata, actor; / Anciano, niño, estafador, sinvergüenza, ángel y fiestero; millonario, burgués, cactus, jirafa o cuervo;/ Cobarde, héroe, negro, mono, Don Juan, cafisho, lord, campesino, cazador, industrial, / Fauna y flora: ¡Soy todas las cosas, todos los hombres y todos los animales!”
El número 4 se distingue por la osada crítica de Cravan a “La exposición de los independientes”, en donde imparte difamaciones procaces a cada uno de los exponentes de la vanguardia plástica: “No puedo sentir más que asco por la pintura de un Chagall o Chacal, que nos muestra a un hombre echando petróleo en el agujero del culo de una vaca”. Tampoco se salvan las mujeres de los artistas: la novia de Guillaume Apollinaire y la mujer de Robert Delaunay, las más vilipendiadas. Y para qué hablar del menosprecio con que se refiere a los críticos, o a “los ingenuos” que abrigan la esperanza de aprender a dibujar asistiendo a las academias de pintura. No hace falta ser adivino para predecir lo que hubiera declamado acerca de los actuales talleres de escritura: “Me sorprende que un estafador del espíritu no haya tenido la idea de abrir una academia de literatura”. Como ciertos bloggers de estos días, Cravan sabía cómo ganarse enemigos. La diferencia a su favor, claro, radica en la distancia que separa la firma del anonimato, o la provocación de la cobardía.
En la poesía “Boxeador y poeta” publicada en el número 5, Cravan juega a definirse y pretende repugnar a fuerza de un lenguaje proclive a la escatología, con el fin de sentirse merecedor de la “satánica naturaleza” típica de todo poeta que se precie de maldito. La conclusión de Picabia acerca del porqué del carácter de las performances de Cravan se aplica perfectamente a este escrito: “Antes que a los otros, Cravan buscaba shockearse a sí mismo, lo cual es mucho más difícil”.
Su muerte lo encontró, paradójicamente, huyendo de la Primera Guerra Mundial. Tras su deserción del ejército francés y su paso por España, zarpó a Nueva York, donde se enamoró de la talentosa poeta y pintora inglesa Mina Loy. Pero el llamado para la guerra que empezaba a hacerse extensivo a los residentes extranjeros en el territorio lo obligó a migrar hacia la costa nordeste y, luego de una frustrada tentativa de asentarse en Canadá, terminó estableciéndose en México. Allí se dieron cita con Mina Loy, se casaron y permanecieron juntos hasta que ella, embarazada, viajó a Buenos Aires, mientras que él, falto de dinero para el pasaje en barco, prometió alcanzarla al poco tiempo. Lo que ocurrió después con la vida de Cravan es un enigma. En 1920 se lo declaró oficialmente muerto sin contar con un cuerpo que justificara el dónde, el cuándo ni el cómo. ¿Ahogado tras su intento de cruzar el Golfo de México en un bote a vela? ¿Asesinado a orillas del río Bravo a manos de piratas o de la policía montada? O vivo y oficiando de vendedor de las obras completas de Wilde por los bulevares parisinos. Para la fantasía popular no hay límites; si hasta llegó a correr el rumor de su reinvención bajo el seudónimo del novelista sin rostro B. Traven. Como señalaría inequívoco su tío Wilde en la cita que oficia de epígrafe del documental Cravan vs. Cravan: “Quien vive muchas vidas también muere muchas muertes.”