El arte de no morir de melancolía
Ésta no del todo inesperada noticia (el Nobel de Literatura para Bob) me llena de alegría y aparte, o por otro lado, de sospecha. Hace una o dos semanas, contestando uno de esos cuestionarios que precipitan las decisiones de la Academia sueca, yo había dicho cuatro nombres que tienen que ver estrictamente con la literatura. Escribí sospecha porque muchas veces Dylan buscó y provocó una confusión y una leyenda que alientan los malentendidos favoritos de la época en que vivimos. La sospecha que Bob Dylan a menudo se encargó de divulgar era una sospecha acerca de sí mismo, y lo hizo con un gran sentido de la honestidad, porque en él prevalece a menudo la mitad oscura: el genio negativo, torturado, una especie de tautología romántica. Y se ha aceptado plácidamente al beatnik que pregonaba un sermón de paz y amor (su individualismo le impidió siempre ser hippie). De Dylan prevalece a menudo una imagen consolidada por la estupidez y la profundiotez que nada tiene que ver con el Dylan que me gusta. Si bien cantó al amor con una irresponsable seguridad ("Love Minus Zero": "Mi amor habla como el silencio, sin ideales ni violencia..."), exaltada, virtuosamente, como en "Sad Eyed Lady of the Lowlands", canción dedicada a su mujer. Se lo reprochó luego en "Sara". Y compuso himnos al odio enternecido a sí mismo, como "Dirge" o (mi favorito) "Idiot Wind" (sobre todo la versión bootleg). A veces es muy digno y relajado que otro se tome el trabajo de odiar por uno. En una pasión que, como la venganza, requiere cierto distanciamiento para ser del todo eficaz. Y, no obstante, aquello que le atribuyo a la Academia sueca es también algo que puede desplazarse o prolongarse a la vida en general. Al final, como bien dice Ricardo Piglia, el problema de los escritores) es siempre el reconocimiento. Somos siempre un poco patéticos. Bien, Dylan había tomado una magnífica decisión desde el comienzo, la que le permitió seguir y seguir: "No mires atrás" (Don't Look Back). No te regodees, no te mueras de melancolía. Es la que apreció, entre otros, el gran Gilles Deleuze.
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