El arte de la tragedia: sobre la obra de Irène Némirovsky
Tras la publicación póstuma de Suite francesa en 2004, el rescate de la obra de Irène Némirovsky se ve confirmado por una exhaustiva biografía aparecida en francés, el hallazgo de otra ficción, El ardor de la sangre, y la reedición de David Golder, estos dos últimos libros publicados en castellano por Salamandra
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En La vie d Irène Némirovsky (Grasset/Denoël), la minuciosa biografía que Olivier Philipponnat y Patrick Lienhardt acaban de dar a conocer en Francia, pueden leerse algunas de las últimas palabras borroneadas por la autora de Suite francesa : “Escribí mucho en estos últimos tiempos. Supongo que serán obras póstumas, pero al menos ayudan a pasar el rato”.
La carta, fechada el 11 de julio de 1942, en plena Segunda Guerra Mundial, está dirigida a André Sabatier, asesor de la casa editorial Albin Michel, la única que intentó brindarle decidida ayuda a la escritora franco-rusa Irène Némirovsky. Para ese entonces, las leyes raciales de la Francia ocupada ya impedían que las personas de origen judío pudieran publicar, fuera artículos periodísticos, fuera libros. Cuando visitó a la novelista en Issy-l ...vêque, el pequeño poblado de Borgoña en que ésta se refugió desde el comienzo de la contienda, Sabatier le había presentado una idea para sortear los impedimentos: que se firmara contrato con una de las mejores amigas de Némirovsky. Las nuevas obras saldrían bajo ese apellido prestado y de ese modo le harían llegar a ella (que tenía la cuenta bloqueada) dinero en efectivo. La eficacia del dispositivo no pudo probarse: dos días después de aquella carta premonitoria, en la madrugada del 13 de julio, la policía francesa detuvo a la escritora de treinta y nueve años. La trasladaron al campo de Pithiviers y, cuatro días después, a Auschwitz-Birkenau, en el sexto convoy con deportados que partió desde Francia hacia la Alemania nazi. Némirovsky, asmática crónica, murió un mes después, probablemente de tifus.
Algunas de las obras a las que aludía la misiva ( Los bienes de este mundo, Los fuegos del otoño , su ineludible Vida de Chejov ), ya en poder del editor, aparecieron en la inmediata posguerra. El resto no se publicó en ninguna de las fechas tentativas (1954 o 2054) que Némirovsky aventuraba con resignada ironía en sus diarios, sino en su justo medio: los primeros años de este siglo.
Esos escritos sobrevivieron, en un angustiante periplo, junto con Denise y Elisabeth, las hijas que, al ser asesinada su madre, tenían apenas ocho y cinco años. Se encontraban en la valija que Irène le confió a Michel Epstein, su marido, al ser separados, y que éste a su vez les dejó a las niñas, cuando, menos de tres meses después, él mismo fue detenido y deportado.
En esa valija -que Denise Epstein legó al IMEC, un centro de investigación- abundaban cuadernos de anotaciones o versiones previas de novelas ya conocidas. Pero de su interior surgió también Suite francesa , la incompleta obra maestra que Irène Némirovsky se encontraba escribiendo cuando fue arrestada y que, al ser publicada en 2004, desmanteló el férreo y prolongado limbo en que había quedado alojada su obra. Poco tiempo atrás, a más de sesenta años de la desaparición de su creadora, los manuscritos revelaron una última sorpresa. Al hurgar en busca de información para su biografía, Philipponnat y Lienhardt dieron con el texto completo de El ardor de la sangre , ficción de la que solo se conocían hasta entonces unas pocas páginas mecanografiadas. El texto -publicado este año en Francia, acaba de ser distribuido en castellano por la editorial Salamandra- tiene una singularidad. Su título sintetiza esa mezcla de deseo vital, instintivo y destructivo, que guía cada una de las novelas de Némirovsky; la historia, en cambio, transcurre en una paisaje menos previsible. Impregnada de la claustrofóbica estancia de la autora en Issy-l ...vêque, El ardor de la sangre es una historia en que los temas cosmopolitas de sus novelas previas encuentran su sereno contrapunto provinciano. Las vidas curtidas, la dureza, las traiciones y sospechas de ese microcosmos campesino se ven tamizadas por la mirada de Silvio, un hombre apartado, vagamente misántropo, que volvió a su pueblo natal tras haber recorrido el mundo. Podrían sospecharse rencores personales en la autora, pero en El mirador, la original "autobiografía" de Némirovsky que escribió Elisabeth Gille, su hija menor, Irène solo destaca la nobleza de esa gente de pueblo que "ha dado sus hijos a la Resistencia" y "odia el Gobierno de Vichy."
Los últimos años fueron testigos de un tímido asalto al canon. Después de la recuperación, hace décadas, de Joseph Roth (nostálgico cronista de la desaparición del imperio austrohúngaro), ha sido frecuente la rehabilitación de autores que condensan las contradicciones de una era trágica y permiten, al mismo tiempo, la añoranza por un estilo. La reciente difusión del húngaro Sándor Márai ( El último encuentro ) o del centroeuropeo Soma Morgenstern ( El hijo del hijo pródigo ) son buen ejemplo. Como ellos, Irène Némirovsky fue una escritora reconocida en vida, que inquirió la neurosis de un tiempo y de su medio social con virulenta perspicacia, y dejó al descubierto -en sus escritos, pero también con su propia vida- las contradicciones de la sociedad europea de entreguerras.
Irma Irina -que, ya en Francia, se haría llamar Irène- nació en Kiev, la capital de Ucrania, en 1903. Como otros célebres coterráneos de la misma edad (Nathalie Sarraute, Vladimir Nabokov), su infancia estuvo marcada por la música de idiomas extranjeros, con el ruso relegado al lugar de segunda lengua. Su padre, Leonid, era un self-made man de modesto origen judío que llegó a banquero mientras que Anna, su madre (que en Francia se haría llamar Fanny), provenía de una acomodada familia de Odessa. El pesimismo, anotaría más adelante Irène, le vino de una infancia difícil. No puede decirse que la suya fuera una familia modelo: el padre, siempre ocupado, pasaba largas temporadas alejado mientras la madre, tiránica y tortuosa, nunca pudo perdonarle a esa hija que su sola presencia le recordara el paso del tiempo. Las vacaciones anuales en Biarritz, Cannes o Niza no hicieron más que acrecentar esa lucha sorda que nunca cesaría.
La llegada de la Revolución de 1917 tomó por sorpresa a Irène, pero no al progenitor. De San Petersburgo, pasaron a Moscú, mientras Leonid intentaba salvar el patrimonio familiar. En vez de dirigirse a Europa vía Constantinopla, como era lo usual, tuvieron que partir de noche, y en trineo, hacia Finlandia. Primero recalaron en Mustamäki; luego en Helsinki y Estocolmo. Solo un año más tarde alcanzaron París. Para la futura escritora la mudanza no significó tanto un exilio desgarrador como la instalación definitiva en el que consideraba su verdadero país. Durante la adolescencia, en plena belle époque , Irène se dio a los caprichos de una niña rica: se apasionó por las fiestas, los bailes (el fox-trot y el tango, en particular) y se entregó a toda clase de excesos.
Aunque ya había publicado breves relatos, su dedicación completa a la literatura coincidió con el gran gesto de emancipación respecto de su madre: a mediados de los años veinte, Némirovsky se casó con Michel Epstein, un ingeniero que también se dedicaría a las finanzas y que, como un colaborador metódico, sería el encargado de pasar a máquina, a lo largo de los años, todo lo que su mujer fuera escribiendo a mano.
Después de El malentendido , Némirovsky lanzó la obra que la convirtió en el caso literario de la temporada: David Golder (1929). En esta ficción ácida y sin remilgos están ya las líneas directrices de su narrativa. La novela cuenta los últimos meses del financista del título, de su frívola esposa, Gloria, y de su adorada y malcriada hija, Joyce. David Golder causó polémicas de todo orden. Publicada por Bernard Grasset (genial y ambiguo personaje del mundo de la edición, que durante la guerra retiraría los ejemplares de Némirovsky de las librerías antes de que lo obligaran los nazis), esta nerviosa caricatura balzaciana del mundo de los judíos ricos le valió a la escritora hirientes acusaciones de antisemitismo. Némirovsky, convencida de haber pintado un mundo social, se defendió: la novela surgió de su propia experiencia personal, de ver el espectáculo, en Biarritz, del ocioso conjunto de "financistas, banqueros dudosos, mujeres a la busca de placer y de sensaciones nuevas, de gigolós y cortesanas". "¿Qué diría François Mauriac [el célebre novelista católico] si todos los burgueses de Landes se levantaran contra él y le reprocharan el haberlos pintado con colores tan violentos? -se preguntaba-. La desproporción es la misma." A mediados de los años treinta, en una entrevista, volvió sobre el punto: "Es cierto que si Hitler hubiera estado en el poder habría suavizado la novela. Sin embargo me habría equivocado. Hubiera sido una debilidad indigna en un escritor".
A partir de entonces, el ajuste de cuentas con su madre, iniciado en David Golder , se profundizó. Se resolvió en venganza infantil en El baile (1930) y encontró su punto de perfección literaria en El vino de la soledad (1935), una "autobiografía -como la definió la misma Irène- mal disimulada".
Némirovsky fue métodica y prolífica. Inserta en el sistema literario francés, se diferenciaba de la mayoría de los escritores de la diáspora rusa, que vegetaban en su restringido círculo. A comienzos de los años treinta, su éxito editorial le permitía duplicar con comodidad el salario de su marido en el banco. Los biógrafos Philipponnat y Lienhardt subrayan, sin embargo, un primer punto de inflexión en su obra. Después de publicar novelas de ambiente ruso o judío ( Las moscas de otoño , 1931; El affaire Courilof , 1933; El peón sobre el tablero , 1934), sus libros, a medida que el ambiente político se enrarecía, fueron volcándose a personajes igual de atormentados o conflictivos, pero de orígenes diversos: Jézabel (1936, en que por otras vías finiquita el conflicto con su madre), La presa (1938) y Dos (1939), una historia de amor que fue su obra más celebrada después de David Golder . Contemporáneamente, el matrimonio pidió la naturalización francesa (que siguió reclamando hasta último momento y nunca le fue concedida) y luego se convirtió al catolicismo, experiencia que se refleja en Los perros y los lobos , una novela sobre la asimilación.
Todos estas circunstancias aparentan, a primera vista, un error de lectura de los acontecimientos que se avecinaban. Lo cierto, sin embargo, es que Irène Némirovsky era en gran medida consciente de lo que sucedía a su alrededor: no se había cansado de huir; simplemente no quería abandonar el país que consideraba suyo.
Los aires judíos y rusos retornaron a su obra tras la invasión nazi, en septiembre de 1939, cuando ya se encontraba instalada en Issy-l ...vêque. En esas condiciones angustiantes Irène Némirovsky se abocó febrilmente a la escritura. Su gran proyecto era Suite francesa , que, según el plan original, constituiría un corpus de cinco novelas enlazadas. El método de simultaneidad está inspirado en The Rain Came , una ficción de Louis Bromfield entonces en boga, pero Irène consideraba ese trabajo como su propia versión de Guerra y Paz . Solo pudo escribir las dos primeras partes (la extraordinaria Tempestad en junio , que se centra en el éxodo masivo tras las primeras bombas de la invasión, y Dolce ).
Ya no había lugar para los ambiguos sarcasmos de su obra más controvertida. En Suite francesa estaba retratando un medio que, con sus mezquindades y cobardías, iba mucho más allá del acotado mundo de las finanzas de alto vuelo. Proponía el fresco de un desmoronamiento, el de toda una sociedad, incluso de un orden: el de la Francia con la que siempre se había sentido identificada.
En esa última novela trunca, Némirovsky comprendió en qué se diferenciaba su tarea de la de su admirado Tolstoi, que situó su novela durante las guerras napoleónicas, ocurridas medio siglo antes de sentarse a escribir. "...l no tenía de qué preocuparse. Yo, en cambio, trabajo con lava hirviente. Para bien o para mal, creo que lo debe distinguir al arte de nuestro tiempo es lo siguiente: hay que esculpir lo instantáneo, trabajar con cosas que queman. Eso es lo que precisamente necesita el arte de hoy en día [...] un perpetuo devenir, algo nunca terminado."
Esta intuición artística final, casi programática, alienta a pensar que al rescate de esta narrativa no lo rige el conformista ejercicio de la nostalgia. Hay allí, en esa última narración, un rasgo de actualidad que se propaga al resto de las ficciones de Némirovsky. En ellas, todo residuo arcaico es el complemento de una visión ya contemporánea.