El árbitro del gusto literario
El ensayista italiano, autor de obras imprescindibles como La Folie Baudelaire y K., es también un editor clave, que ha redescubierto para el gran público, entre otros escritores, a Joseph Roth y Sándor Márai. Encuentro exclusivo en Milán
MILÁN.- En Milán, la estación más propicia es la primavera, cuando la época del frío rígido y de la nieve cede por fin a los tímidos rayos de luz que inundan la ciudad, y antes de que el calor tórrido la vuelva intolerable. En una calle arbolada del centro, a pocos pasos del Piccolo Teatro, centro neurálgico de las representaciones y de los simulacros milaneses, tiene su sede Adelphi, la editorial más prestigiosa de las últimas décadas en Italia. Uno de sus fundadores y actual director, el ensayista Roberto Calasso, recibió a adncultura en su estudio, rodeado de una inmensa biblioteca, cuyo origen es develado en esta charla. El diálogo –amable, placentero y laberíntico– tuvo por objeto las dos almas de Calasso: la del ensayista y la del editor. En su primera faceta publicó libros como El rosa Tiépolo y La Folie Baudelaire. En la segunda, entre tantos otros autores que publicó, fue un difusor clave de la obra de Joseph Roth y el redescubridor de un autor durante mucho tiempo olvidado y hoy mundialmente conocido: el húngaro Sándor Márai.
–Para algunos Adelphi, que cumple cincuenta años, es su obra más significativa. Usted mismo contribuyó a forjarla con el apoyo de Roberto "Bobi" Bazlen y de Foà.
–Mire, cuando nació Adelphi, en 1963, yo tenía sólo veintiún años. Había en Italia tres grandes bloques culturales: el marxista, el liberal y el católico. Todo estaba en juego entre esos tres poderes intelectuales. Nosotros no pertenecíamos ni queríamos pertenecer a ninguno de los tres. Éramos felices de sentirnos un cuerpo ajeno. Y, de hecho, así seguimos. Obviamente, hoy, de todos esos bloques queda poco...
–En este bellísimo libro que acaba de publicar en Italia, L’impronta dell’editore ("La huella del editor"), usted afirma que el acento de Adelphi estaba puesto en lo irracional y que, al haber publicado en los inicios la obra completa de Nietzsche por primera vez en Europa, todo estaba dicho.
–Sí, era un modo de decir que el advenimiento del pensamiento moderno estaba ahí, y no en todos los lugares o textos donde lo habían ubicado. Tenga presente que cuando empezamos, Nietzsche era casi innombrable.
–¿En Italia o en Europa?
–En Italia, pero sobre todo en Alemania. Tanto es así que, para poder publicarlo, primero encontramos un partner en Francia, luego en Japón y luego en Alemania. Los alemanes tenían miedo. De hecho, el editor alemán aceptó porque era un editor académico y porque había tenido una gran contribución económica del Estado. En realidad, cuando Nietzsche comenzó a circular en Francia a través de las lecturas de Foucault, Deleuze, Derrida, la moda ya se había impuesto en todos lados.
–Uno de los grandes méritos de la editorial es haber puesto en el centro la idea de "libro único", que propiciaba Bazlen. ¿Qué significa el concepto de "libro único" para una editorial?
–Era una fórmula de Bazlen, la idea de un libro cuyo ejemplo mayor está dado por el primer volumen de la colección Biblioteca Adelphi, de 1965, La otra parte, de Alfred Kubin. Que no sólo era el único libro en la vida de Kubin, sino que además correspondía a una experiencia de particular intensidad, que atraviesa a quien lo escribe y que se transforma en algo definitivo para un autor. Para Bazlen, no era importante sólo la calidad de un libro; también que hubiese constituido una experiencia capaz de marcar a fuego a un autor. Por eso, amaba a Strindberg, porque allí encontraba una atmósfera que quemaba. Todos los libros que ve aquí en mi estudio eran de Bazlen, una biblioteca imponente. No porque fuera un coleccionista, sino porque leía a los escritores del momento anticipándose a los tiempos. Descubría a un Kafka o a un Joyce en el momento en que salían y no cuando ya estaban consagrados.
–En un pasaje de su Historia de la literatura italiana, Francesco De Sanctis incluye a personajes que nunca escribieron una línea pero que hicieron posible en un determinado momento la circulación de la literatura. Si bien Bazlen privilegió más las ideas y los libros de los otros que su propia escritura, ¿no debería ocupar un lugar fundamental en la historia de la literatura europea?
–Para mí, por supuesto. Espero que otros se den cuentan.
–En la Biblioteca Adelphi, al menos en los años 70 y 80, la literatura mitteleuropea estuvo en el centro de la escena, con particular énfasis en las novelas de Joseph Roth. ¿Qué es lo que aportó la visión vienesa?
–Bueno, a lo largo de los años el concepto de libro único de Bazlen se expandió, por ejemplo, hacia la idea de obra completa o de serie de obras. Mire, cuando la literatura mitteleuropea se puso de moda en Francia en los años 80, con una gran muestra en el Pompidou, nosotros ya habíamos publicado decenas de volúmenes: Robert Musil, Kurt Gödel, Karl Kraus, Hugo von Hofmannsthal, Roth, Arthur Schnitzler, Adolf Loos. Constituían una constelación de escritores, no era sólo literatura. Lo extraordinario de Viena había sido la especulación en torno al lenguaje. Por un lado estaba Freud; por el otro, Wittgenstein, Kraus, Canetti. Todos con obsesiones muy similares y con orientaciones diversas. En Italia estos escritores entraron enseguida en el horizonte de los lectores, antes que en otros países.
–Usted menciona que las Brigadas Rojas, en un comunicado oficial, acusaron a Adelphi de llevar a cabo una sutil política antirrevolucionaria, justamente porque difundía a Pessoa pero también a escritores vieneses que destruían cualquier visión social utópica. Los terroristas de las Brigadas conocían perfectamente el programa de Adelphi...
–Sí, en ese comunicado ellos dijeron mucho más que todo lo que la crítica literaria había relevado en el tiempo. Ellos habían visto por qué todos estos libros estaban juntos, cuál era la "conexión" entre nuestros libros. Y eligieron a Pessoa. Cuando publicamos a Pessoa, que nadie conocía, casi no había habido reseñas. En cambio, ellos denunciaban que Pessoa les robaba un eventual antagonista, es decir, el joven capaz de enfrentarse al "orden social constituido".
–Además Adelphi no era una editorial como Feltrinelli, que estaba más cerca de la política de izquierda.
–Claro, Feltrinelli, por un lado, tenía una línea que era la del Partido Comunista, y por otro lado, temo que algunos libros que publicaron en esos años simpatizaban con el terrorismo.
–Al describir cómo los grandes editores europeos del siglo XX –Peter Surkhamp, Giulio Einaudi, Gaston Gallimard, creadores de sus editoriales homónimas, y Vladimir Dimitrijevic, director de l’Âge d’Homme– llevaron a cabo su propio proyecto cultural, fuertemente identitario, usted afirma que la actividad editorial es arte, forma y género. ¿Puede explicar estas categorías?
–Arte forzosamente. Componer algo y darle forma es un arte. Es un arte también el de la editorial comercial, que necesita vender sus productos. Pero es un arte sin calidad.
–Pero usted dice, de todas maneras, que las editoriales comerciales no tienen forma...
–Mire, la diferencia esencial entre la actividad editorial como arte y forma y como arte sin forma reside en el hecho de que la primera se mueve a partir del objeto-libro y de la idea de que ese objeto posee determinada cualidad, y así una editorial constituye una forma. El segundo tipo de editorial parte de lo contrario: quiere interceptar los intereses o las necesidades del público, se ajusta a lo que ellos llaman el marketing, que era rudimentario cuando empezamos. Hoy el marketing se está sutilizando. Trata de entender cómo se mueve la "libido" del lector, se ha vuelto cada vez más técnico a través de los medios informáticos. Y, en fin, la actividad editorial es género porque, si uno concibe una editorial como una obra, compuesta por distintas partes, la actividad editorial es un género literario. Es una especie de rama de la literatura misma y también del lenguaje. Esto tiene orígenes lejanos. Aldo Manuzio, en la Venecia del Renacimiento, tenía en claro cuál era su proyecto. La actividad editorial que comienza a fines del siglo XIX, sobre todo en Alemania y Francia, dio lugar al desarrollo de un nuevo género.
–Su libro, frente a la avanzada del libro electrónico y las nuevas fronteras de la lectura multimedial, ¿es acaso un canto de cisne del editor artista?
–Esas formas de las que hablábamos se están perdiendo. Muchas editoriales de hoy, incluso jóvenes, luchan por conservar un perfil. Pero quién sabe. Las cosas nunca van en progresión lineal. Las cosas se mueven desde siempre por picos y valles, y no en sentido horizontal. No se sabe qué será del mundo editorial tal cual lo vivió mi generación.
–Bueno, usted habla de tres riesgos del editor hoy: la autocensura, el dominio del mánager por sobre el editor, la cuestión de los derechos de autor...
–Sí, la autocensura es lo más penoso. Una vez que se afianza la idea de entrar en el deseo del publico, el editor tiende a anular su deseo. Éste es el fin de la actividad editorial: si uno no se anima a buscar un público, porque hay que alimentar sólo el deseo de consumir algo que ya existe, el editor pierde su razón de ser. Nosotros muchas veces hemos publicado libros que no sabíamos si encontrarían o no un público. Y, sin embargo, vimos con sorpresa que habíamos elegido bien.
–¿Adelphi, en el fondo, no creó a su propio público?
–Crear sería demasiado. Digamos que encontró su público.
–En su libro, afirma que Giulio Einaudi, el editor más importante en Italia desde 1930 hasta por lo menos 1970, fue un "Sumo Pedagogo". ¿Adelphi no persiguió la vocación educativa de Einaudi?
–No. Einaudi tenía otros criterios: formar. Nosotros, en cambio, hemos presentado las cosas tal cual eran, sin guías propedéuticas. Fuimos afortunados, porque respondimos al deseo de ciertos lectores. La fuerza de nuestras colecciones era la conexión, que permitía que cada lector buscara en una colección una afinidad.
–También fue original el perfil de la literatura italiana que propusieron, ¿no es cierto?
–Y, sí, la verdad que sí. Es suficiente ver el catálogo para constatar que nos movimos al margen del canon constituido: Solmi, Savinio, Satta, Praz, Manganelli, Sciascia, Landolfi, Arbasino...
–Y no se olvide de Juan Rodolfo Wilcock.. .
–Wilcock fue uno de nuestros primeros colaboradores. Yo lo conocí antes de comenzar aquí. Hizo para nosotros traducciones inolvidables, además de sus obras. Cuando comenzó a traducir, el español todavía lo tenía en la cabeza. Fue el primero que tradujo una parte de Finnegans Wake. Él fue un caso aparte.
–En su vasta obra ensayística ha hecho hincapié en una visión de la cultura universal que tenga en cuenta la relación entre hombres y dioses. ¿Su obra demuestra que, contrariamente a lo que afirman los historiadores, esa relación nunca se ha interrumpido?
–Si esa relación existe, debe existir siempre. Pero no siempre es percibida.
–En El rosa Tiepolo, sostiene que Tiepolo fue capaz de intuir "la circulación psíquica entre el cielo y la Tierra". ¿Qué significa exactamente esta frase?
– [Se sonríe de manera traviesa ante la osadía de la frase.] Mire, basta con mirar los cuadros para ver que en Tiepolo hay algo divino en el aire, en el cielo y en la Tierra. En él hay algo más respecto de los pintores venecianos que lo rodeaban. Sus dioses no son arbitrarios o convenciones culturales, son evocados realmente a través de sus cuadros.
–La literatura es el último refugio de lo sagrado, se lee en La literatura y los dioses. Presumo que no se refiere a ese fenómeno que Paul Bénichou llama la "sacralización" del escritor en Francia a partir de siglo XIX.
–No, eso es otra cosa. Primero, la Francia de fines del siglo XVIII hasta Baudelaire, que después subvierte todo, era una versión diluida de lo que fue la Alemania romántica. Hugo no es Hölderlin. Hölderlin, si habla de los griegos, se siente autorizado a hablar como un griego. Hugo, en cambio, como escritor decimonónico francés, es un mentor universal, una figura que alcanza una popularidad que nadie había tenido antes en el mundo de las cortes, implica una especie de monumentalización del escritor como nunca antes había existido.
–Bénichou lo llama "padre espiritual" u "oráculo"...
–Exactamente. Claro, en Francia todo esto se mezcla con el romanticismo alemán, pero de manera filtrada. El único que puede acercarse a la dimensión metafísica del romanticismo alemán es Gérard de Nerval, que termina recluido en un manicomio. Justamente, su figura es marginal en Francia. Pero aquí, "sagrada" es la figura social del escritor, y no comporta la búsqueda de lo sagrado.
–Esta interpretación de los signos que perduran del diálogo entre lo terreno y lo divino es la cifra de su obra. ¿No va a contramano de la ensayística contemporánea, que no se focaliza en este aparecer y desaparecer de los dioses?
–Sí, desde ya, a contramano no sólo del presente. Bueno, en realidad, este tema está por todos lados en mi obra. Ya sea en aquellos libros en que me ocupo específicamente de los mitos antiguos, como Las bodas de Cadmo y Harmonía, Ka o El ardor, ya sea cuando me ocupo de cosas más modernas, como en La ruina de Kasch, K., El rosa Tiepolo, La Folie Baudelaire... Porque yo creo que la relación entre dioses y hombres no es un hecho histórico-cultural, como nos han contado siempre, sino algo que está en las cosas como son.
–Toda una generación de latinoamericanos se fascinó con Pavese y la cuestión del mito, que coincidía con sus propios intereses en la vasta geografía del continente. Para él, la campiña piamontesa era una metáfora moderna de cómo los hombres seguían propiciando ritos antiquísimos. ¿Tiene algo que ver con Pavese el modo en que analiza usted los mitos?
–En los años cuarenta y cincuenta del siglo XX, efectivamente, Pavese fue uno de los pocos escritores italianos que tuvo sensibilidad hacia estos temas. A punto tal que se ocupó de la colección de estudios antropológicos y etnológicos para la editorial Einaudi y escribió los Diálogos con Leucó. Pero yo nunca seguí esa línea. Admiro lo que Pavese construyó casi en solitario en esos años. Por ejemplo, Elio Vittorini, que era un escritor contemporáneo a Pavese, era más bien cerrado ante esas búsquedas.
–¿Cuáles son las fuentes o los libros que influyeron en sus indagaciones?
–Yo me apasioné con textos mucho más lejanos en el tiempo. Por ejemplo, con Giordano Bruno, no sólo como teórico, sino también como escritor. Su prosa es una maravilla de la literatura italiana. En general, se insiste en la novedad de su pensamiento y no en la belleza de su escritura. Bruno insistió mucho en las apariciones de los dioses a partir de la cultura egipcia. El otro autor que influyó en mi obra es Giambattista Vico, genial para su época, y genial por haber proyectado todo lo que los antropólogos y etnólogos habrían de estudiar en el siglo XIX. Él sí que trabajó en una soledad total. En el siglo XIX, en Italia, hubo muy poco en esta dirección. En fin, de la tradición italiana a mí me interesa más la obra de los pintores.
–En La Folie Baudelaire, analiza, más que la poesía, la lucidez de Baudelaire para ver en la pintura lo que otros no veían. Por otro lado, en ese libro usted vuelve al concepto de analogía, entendida no como correspondencia entre los elementos de la naturaleza, sino como un modo de revelar la naturaleza como depósito de lo sagrado. ¿Detrás de un pensamiento analógico habría una historia sagrada en el origen?
–Mire, detrás del concepto de analogía se esconde una modalidad del conocimiento. Yo intenté explicitarlo en La ruina de Kasch y en mi último libro El ardor. Nuestro cerebro, nuestra fisiología están regidos por dos polos: el polo conectivo y el sustitutivo. Son dos modos en que operamos en todo momento. El polo conectivo es el que nos permite conocer a través de la semejanza o analogía. El otro implica la sustitución, en la que se funda el lenguaje discursivo. En el polo sustitutivo subyace la idea de la codificación: A significa B, una palabra sustituye una determinada cosa. Nuestro mundo tal como hoy lo concebimos se funda en este último principio.
–¿Su análisis de la modernidad quiere demostrar cómo el polo sustitutivo desplaza el analógico (que, de todos modos, sobrevive en determinados autores y artistas, que nos conectan con una visión del mundo aparentemente acabada...)?
–En efecto, desde el punto de vista de la eficacia más inmediata, el polo sustitutivo es más potente. Pero el otro polo, el conectivo, es esencial para nuestras vidas. Ahora, ¿qué es exactamente el polo conectivo? Se puede entender como analogía, esto es, proceso por afinidades, o se puede entender en sentido metafísico. Algo similar a lo que pensaba Baudelaire. Su indagación del mundo se refería a la tradición hermética, a todos aquellos escritos herméticos que remitían en última instancia a Platón. Esto atraviesa todos mis libros. Por ejemplo, el mundo moderno significa ante todo una toma de posición total del polo sustitutivo. Todo lo que funciona a nuestro alrededor en el presente se basa en la sustitución. Mientras que la política anterior a la Revolución francesa –la idea misma de monarquía– se basaba en el polo conectivo.
–Es el centro de sus reflexiones en La ruina de Kasch...
–En la historia suceden cosas extrañas. En La ruina de Kasch me pregunto por qué Talleyrand es una figura esencial de la modernidad. Es el hombre que atraviesa todas las fases no sólo histórico-políticas desde el Ancien Régime, la Revolución Francesa hasta la Restauración. Él inventa un truco que consiste en hacer pasar la Convención del Congreso de Viena, en 1814, como legitimidad. La cadena analógica de la monarquía, es decir, la idea sagrada del reino tal como la había concebido el mundo hasta la revolución, se había roto para siempre. Talleyrand comprende que, tras la caída de Napoleón, Europa necesita todavía algo que le permita ir hacia adelante. Entonces, de manera genial, inventa el concepto de legitimidad. Sin ello, Europa no habría podido mantenerse en pie. El truco magistral es que hace pasar la Convención, con un número limitado de reglas acerca de la herencia al trono, como principio de legitimidad. Es realmente increíble: el ex ministro de Napoleón, representante de la violencia invasora francesa sobre todas las demás naciones, impone su propia visión a través de una convención de pocas reglas que determinaba quién tenía derecho a gobernar de nuevo. Ese concepto va a regir en Europa hasta 1914, cuando todo finalmente explota. Todavía hoy todo régimen se basa en una idea de legitimidad, que se explica a través de una determinada convención sustitutiva.
–Una última pregunta. Su proyecto ensayístico ya va por la séptima parte. ¿Nos puede decir algo de su eventual continuación?
–Sólo le puedo decir una cosa: que estoy escribiendo la octava.
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