El amor radical de la mujer que aseguró la persistencia de una obra
Juan José Millás dice en alguno de sus libros que su padre inventó un bisturí que cauterizaba al cortar. Esa imagen puede usarse ahora para resumir la actitud radical con la que Aurora Bernárdez prolongó su devoción por Cortázar. No había ni un gesto que en ella no evocara su radical pertenencia a la memoria de Julio; no permitía bromas ni con su legado ni con las circunstancias en las que los biendicentes o los maldicientes situaban los últimos días del gran cronopio; batalló contra informaciones falsas; expurgó de los rumores aquellas espigas insanas, y cuando tuvo delante a los infractores (y aunque los tuviera lejos), les afeó la conducta por tierra, mar y aire.
En un artículo que publiqué en El País, de homenaje a Cortázar a través de sus cartas, expliqué lo que se dijo de su muerte sin ir más allá de una descripción genérica, pero como quiera que ahí se deslizaba la impresión que otros habían alentado (que murió como consecuencia de una desgraciada transfusión de sangre contaminada), ella me dijo nada más verme que ese error era lamentable. Había otro error en mi artículo, según ella, pues deslicé también la palabra mujer, que puede leerse como esposa, hablando de Ugné Kurvelis, la segunda compañera de Cortázar. La esposa había sido ella, y ahora ella era la viuda, pues así fue y así lo dejó dicho de facto el autor.
Todo eso lo decía Aurora, reconviniendo, tal como era, y tal como hacía el bisturí del padre de Millás: te reconvenía y enseguida te sonreía, se lamentaba, pero tenía otro argumento que te sacaba del atolladero al que te hubiera llevado la bronca.
Esa manera de ser provocó, en el ámbito editorial, consecuencias muy beneficiosas para la obra de Julio. Se convirtió en la albacea perfecta (ayudada en los últimos años por Carles Álvarez y, en gran medida, por sus amigos del Centro de Arte Moderno en Madrid, Raúl Manrique y Claudio Míguez, además de la impar estudiosa Mariángeles Fernández); su sobrina Alejandra fue, en ese plano de las amistades y de los apoyos, esencial para que Aurora mantuviera hasta el fin la certeza de que sólo un accidente (en este caso, cerebrovascular) iba a dañar su armonía.
Y esa armonía nunca se interrumpió, por otra parte, ni cuando saltaba ante la magnitud de un error, aunque fuera chiquito: ella quería de manera radical a Cortázar, y eso significaba que no iba a dejar ni un resquicio de su biografía ni de su obra fuera del dominio de su mirada inquisitiva, inteligente y azul. Ayudada por aquellos amigos, por Julia Saltzman, de Alfaguara, y sobre todo por su agente Carmen Balcells, prolongó con pasión la obra que se había publicado y aquella que quedó inédita; fue responsable de un homenaje de la magnitud del volumen Cortázar de la A a la Z, puso a disposición de su marido y luego amigo toda su energía.
Sin desmayo, ella era la sonrisa (esa sonrisa azul) y la mano en la que se prolongó Cortázar, el Cortázar cada vez más completo que ella condujo hasta la noticia de los lectores. Pero era una mano radical: quería que el conocimiento de Julio fuera amplio y generoso, pero no quería ni mistificaciones ni olvidos. Y acaso por eso de todas las facultades que mantuvo esta mujer inteligente la más imperecedera fue la memoria. Una memoria radicalmente dedicada a un mundo que se llama Julio Cortázar.