El amor, entre el tango y el fado
El autor narra el origen de su novela Lisboa . Un melodrama (Alfaguara), en la que Discépolo y Tania visitan Portugal
¿Cuál es la historia de una novela? Como una gran ciudad sepulta sus cimientos, cada novela terminada borra de la mente la historia de su gestación, hasta hacernos creer que siempre ha estado ahí, que más que construirla la desenterramos. Si ahora mismo miro fotos de la Lisboa que inspiraron secuencias de mi novela -niños huérfanos refugiados abordando un barco para América, filas de ciudadanos ante los puestos del racionamiento, la joven Amália Rodrigues deslumbrando a un público de pobres y príncipes fugitivos-, me cuesta creer que no son fotos tomadas por mí en el mundo imaginario en el que viví tanto tiempo.
Desde el final de Inglaterra. Una fábula había querido escribir una historia de amor, o más precisamente, una historia sobre el amor, que pusiera en jaque mi manera de entenderlo y de vivir la experiencia amorosa. Una manera que, claro, era también la de la comunidad en que crecí, la que veía concretada en mi casa de infancia y que nada testimonia mejor que el tango de los años treinta. Desde 2001, empecé a consumir desenfrenadamente todo lo que hallaba sobre cultura popular rioplatense de principios del siglo XX. Sabía, al mismo tiempo, que el escenario de la novela no sería Buenos Aires, sino la Lisboa que pinta el fado, el otro gran género en que, de joven, había creído reconocerme porque, a diferencia del tango, entiende la vivencia amorosa en un marco más extenso: una mitología -la de los navegantes y los descubrimientos- y una metafísica: el amor es fado (destino) y amar es reconocer, en pasión y dolor, nuestro lugar en el mundo.
Poco a poco fui acogiendo la idea de confrontar a un artista de tango con los límites de su propio género. ¿Pero a cuál? A los que habían llegado más lejos, claro. Hacia 2002, yo había escrito ligeramente la historia de amor de Enrique Santos Discépolo y Tania, para La Nacion, y mi fascinación por el vínculo del poeta anarquista y pobretón y la cupletista que lo prefiere, para su propia sorpresa, a decenas de pretendientes aristócratas se volvió vértigo cuando escuché a Amelita Baltar cantar "Secreto", ese "¿Quién sos que no puedo salvarme?" que para mí es el non plus ultra de la poesía amorosa del tango: el momento en que, por una vez, el amante deja de considerarse víctima y se enfrenta con el abismo de su propio lado oscuro, con la desesperante certeza de todo lo que ignora. Entonces se me ocurrió hacerlos volver a Lisboa (ya habían estado allí, hacia 1935, al cabo de la espléndida estadía europea que marcó su mayor éxito como binomio creativo y el comienzo de su desintegración como pareja) a entender "quiénes eran" mientras escuchaban a la jovencísima Amália Rodrigues, cuyo arte constituye también la culminación del fado y cuya historia también me fascinaba.
Viajé a Lisboa dos veces, viví largamente en los escenarios del fado; y mi mayor sorpresa fue constatar que Lisboa y Buenos Aires, tan vinculadas desde siempre, en tiempos de la Segunda Guerra parecían en verdad una el reflejo de la otra, sobre todo porque ambas eran sedes de gobiernos caracterizados por su obcecada neutralidad y su más o menos velada adhesión ideológica al Eje (lo que me permitió analizar, además, la relación de Discépolo y la propia Amália con el poder). Pero en verdad, no tuve una novela hasta que imaginé la escena en que Tania cantaría ante Amália en una residencia diplomática argentina, frente al muelle de Alcántara. Y fue imaginar ese verso resonando en el puerto, "¿Quién sos que no puedo salvarme?", y oír que una bomba estallaba a bordo del barco en el que, pocos cientos de metros más allá, esperaban partir un millar de refugiados judíos. La policía, imaginé, desalojaría el puerto y barrios aledaños; mezclaría refugiados y lisboetas, tangueros y fadistas; y durante toda una noche, en las tabernas del barrio del puerto, los personajes contarían sus historias a los interlocutores que han esperado todas sus vidas... Pero hubo una revelación mayor: me refiero al destino del verdadero protagonista de la novela: el cónsul Eduardo M. Cantilo, un personaje absolutamente imaginario que hasta entonces cumplía el papel muy secundario de posibilitar la llegada de Tania y Discépolo desde España, pero que ahora protagonizaría su propia gesta.
Por extraño que parezca, sólo mucho más tarde relacioné ese atentado al barco con el incendio del petrolero Islas Orcadas, donde mi padre montaba guardia, y comprendí que la angustia que recorre toda mi novela es la de aquella noche en que con mi madre lo buscábamos por el puerto en llamas... Pero hoy se me hace obvio que sólo de allí pudo nacer ese personaje secretamente atormentado por la carencia de un padre y un hijo... Como sea, rápidamente imaginé que mi cónsul decidiría desafiar a su propio gobierno haciendo llegar un barco argentino cargado de cereal que, según anunciaría para admiración de toda Europa, donaría a los "hambrientos de Lisboa". Para presionar al gobierno portugués, temeroso de que aceptar la donación lo malquistara con alguno de los bandos beligerantes, el cónsul se negaría a revelar cuál sería el destinatario concreto hasta que el primer ministro Salazar autorizara el desembarco, lo que lo pone en la mira de la policía secreta y de cientos de espías y sicarios. Por supuesto, todos sospechan que el cónsul Cantilo pretende favorecer a los refugiados; nadie imagina que lo hace menos por compasión por los judíos -a los que jamás concedió ninguna visa- que para honrar la memoria de un muchacho ignoto que acaba de suicidarse en Buenos Aires y que un día le exigió abandonar su "neutralidad"...
Ni el mismo cónsul cree, en el fondo, que decir al mundo el nombre del muchacho pueda compensar en algo su tragedia secreta, pero esa misión que se ha impuesto da sentido a sus pasos atormentados. Durante la operación de desembarco, que finalmente se autoriza al alba de esa larga noche, el cónsul llega a pensar en el muchacho muerto como en su "jefe". Sin embargo, como reza un refrán brasileño, "no es bueno que los muertos gobiernen a los vivos"; y al seguir los pasos del cónsul esa noche, en el descubrimiento de su propio lado oscuro, traté de comprobar la verdad o falsedad de esta máxima que, de pronto, me pareció tan aplicable a la Argentina. Pero también al cónsul debo la felicidad de otros descubrimientos. Comprender que no es posible hablar del amor sin relacionarlo con "el misterio de dar", de donar, de entregarse: de ahí el influjo que el cónsul ejerce en los otros personajes. Cuando alguien me hizo notar, a propósito de un personaje secundario, que las palabras "generosidad" y "engendrar" tienen raíces comunes, advertí que nadie en la novela -ni Tania y Discépolo, ni los miembros de la legación argentina- tenía hijos. Y comprendí que lo que me había propuesto era mirar el mundo a través del cristal de la angustia de quienes carecen del paliativo adormecedor de una familia. La misma imagen de Lisboa brillando entre dos océanos de oscuridad -la del mar y la de la Europa en guerra- parecía cifrar la angustia existencial de mis cuarenta años. Que mi padre haya muerto mientras yo escribía la novela, no en un barco en llamas sino en un hospital de La Plata, me hace pensar que escribí para templarme en la contemplación de esta simple pero inaceptable soledad esencial ante la muerte.
© LA NACION
EN LA FERIA DEL LIBRO.
Más leídas de Cultura
“Me comeré la banana”. Quién es Justin Sun, el coleccionista y "primer ministro" que compró la obra de Maurizio Cattelan
“Enigma perpetuo”. A 30 años de la muerte de Liliana Maresca, nuevas miradas sobre su legado “provocador y desconcertante”
“Un clásico desobediente”. Gabriela Cabezón Cámara gana el Premio Fundación Medifé Filba de Novela, su cuarto reconocimiento del año