Treinta años después de haber conocido a su mujer, la novelista Siri Hustvedt, el autor repasa una historia de desencuentros en relaciones pasadas y se detiene en los rasgos que marcaron la diferencia; entre ellos, la comunicación fluida con una “mente brillante”
- 6 minutos de lectura'
23 DE FEBRERO
Trigésimo aniversario del día en que conociste a tu mujer, treinta años desde la primera noche que pasaron juntos. Salen juntos de casa a última hora de la tarde, cruzan el puente de Brooklyn y se registran en un hotel de Manhattan. Un pequeño lujo, pero no quieren que pasen esas veinticuatro horas sin hacer algo que conmemore la ocasión, y como la idea de dar una fiesta no los tienta especialmente (¿por qué querría una pareja celebrar su longevidad delante de los demás?), tu mujer y tú cenan solos en el restaurante del hotel, luego suben en el ascensor hasta el noveno piso y entran en la habitación, donde se beben una botella de champán entre los dos, absteniéndose de encender la radio o poner la televisión y curiosear las cuatro mil películas que tienen a su disposición, y mientras beben champán conversan durante horas, no hacen otra cosa que hablar, no sobre el pasado, sobre los treinta años que han compartido, sino sobre el presente, sobre los hijos, sobre la madre de tu mujer, sobre el trabajo de ambos, sobre cosas pertinentes y triviales, y en ese aspecto la noche no es distinta de cualquier otra, porque siempre han hablado, eso es lo que en cierto modo los define, durante todos estos años han vivido dentro de una prolongada, ininterrumpida conversación que se inició el día que se conocieron. Afuera es una fría noche de invierno, ráfagas de lluvia glacial azotan las ventanas, pero tú estás acostado con tu mujer, y la cama es cálida y confortable, las sábanas son suaves y las almohadas decididamente enormes.
"Siempre han hablado, eso es lo que en cierto modo los define, durante todos estos años han vivido dentro de una prolongada, ininterrumpida conversación que se inició el día que se conocieron."
Tuviste muchos enamoramientos pero solo dos grandes amores en tu juventud, un cataclismo a los diecisiete y otro a los veinte, desastrosos los dos, seguidos de tu primer matrimonio que también acabó en desastre. Desde que en 1962, te enamoraste de una inglesa preciosa de tu clase, parecías dotado de un talento especial para mirar a la chica equivocada, para querer lo que no podías tener, para entregar tu corazón a las que no podían o no querían corresponderte. Cierto interés por tu intelecto, destellos de interés por tu cuerpo, pero ninguno en absoluto por tu corazón. Chicas medio locas, deslumbrantes y autodestructivas, profundamente excitantes pero siempre impredecibles, incomprensibles. En realidad las inventabas. Las usabas como encarnaciones de tus propios deseos, ignorando adrede sus problemas y sus historias personales, sin diferenciar nunca quiénes eran de qué eran en tu imaginación, y sin embargo, cuanto más te eludían, más apasionadamente las deseabas. La inglesa del instituto emprendió una inexplicable huelga de hambre y acabó en el hospital. La palabra «anorexia» no existía entonces en tu vocabulario, así que pensaste que era cáncer o leucemia (enfermedad que había acabado con la vida de su madre unos años antes), cómo explicar, si no, la forma en que se consumía ese cuerpo antes precioso, aquella horrible delgadez, y te acuerdas de tus intentos de visitarla en el hospital y cómo te rechazaba, rehusando verte cada tarde, y tú enloquecido de amor, y de miedo, pero en el fondo no estaba hecha para los chicos, e incluso cuando reapareció en tu vida a los veinte (Nueva York, 1968; París, 1972) era esencialmente una chica hecha para estar con otras chicas, nunca tuviste la mínima posibilidad con ella. La segunda historia empezó en el invierno de tu primer año de universidad, cuando te encandilaste de otra chica inestable, que te quería y a la vez no te quería, y cuanto más dejaba de quererte con más ardor la perseguías. Un trovador enfermo y su dama inconstante, incluso cuando se cortó las venas en un fallido intento de suicidio meses después, seguiste amándola, por aquellas vendas blancas y su tortuosa sonrisa, así que cuando le quitaron los vendajes la dejaste embarazada, el condón que usaste estaba pinchado, y terminaron gastando hasta el último dólar que tenían ambos para pagar el aborto […]
A la luz de tus fracasos, tus errores de juicio, tu incapacidad para entenderte a ti mismo y a los demás, tus decisiones impulsivas e imprevisibles, tus torpezas en cuestiones del corazón, resulta curioso que terminaras teniendo un matrimonio que ha durado tanto tiempo. Varias veces has intentado averiguar las razones de ese inesperado cambio de suerte, pero eres incapaz de hallar la respuesta. Una noche te presentan a una desconocida y te enamoras de ella, y ella se enamora de ti. No te lo mereces, pero tampoco es que no te lo merezcas. Simplemente ocurre, nada puede explicarlo salvo la buena suerte.
"No había manera de que la convirtieses en algo que no era: imposible inventarla, como habías hecho con otras mujeres en el pasado, porque ella se había inventado a sí misma."
Desde el principio mismo, todo fue diferente con ella. No era un producto de tu imaginación esta vez, no era una proyección de tus fantasías, sino una persona de verdad, que impuso su realidad desde el instante mismo en que empezaron a hablar, cosa que ocurrió un momento después de que el amigo que tenían en común los presentara en el vestíbulo del YMC de la calle 92 después de una lectura de poemas, y como no era tímida ni esquiva, como te miraba a los ojos y se hacía valer y tenía evidentemente los pies en la tierra, no había manera de que la convirtieses en algo que no era: imposible inventarla, como habías hecho con otras mujeres en el pasado, porque ella se había inventado a sí misma. Era bella, sin duda era de una belleza sublime, rubia, metro ochenta y dos, piernas magníficas, pero también muñecas minúsculas de niña, era la niña más adulta que habías conocido en tu vida, o quizá la adulta más niña, pero en ningún momento sentiste que estuvieras contemplando un remoto objeto de esplendor femenino, estabas manteniendo una conversación con un sujeto humano vivo, de carne y hueso. Sujeto, no objeto, por lo tanto no estaban permitidas las vanas ilusiones. No había lugar para el engaño. La inteligencia es la única cualidad humana que no admite falsificaciones, y en cuanto tus ojos se habituaron al resplandor de su belleza, comprendiste que aquella mujer poseía talento, y más aún: poseía la mente más brillante con que te habías encontrado.
(Booket)
Autor: Paul Auster
El escritor estadounidense narra su vida en segunda persona para tomar distancia de las estructuras clásicas de la autobiografía