El amigo
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Cuando la gente me pregunta por qué dejé de tener gatos no siempre doy la respuesta verdadera, que tiene que ver con cómo murieron los que tuve. Sufrieron y murieron.
Todos los propietarios de mascotas pasan por esto. Tu mascota está enferma, a todas luces enferma, pero ¿qué pasa, cuál es el problema? No tengo respuesta.
Que tu perro, que cree que eres Dios, piense que tienes el poder de parar el sufrimiento pero por alguna razón (¿acaso te he disgustado de algún modo?) rehúsas hacerlo es un pensamiento insoportable.
El poeta Rilke contó una vez haber visto a un perro moribundo dirigirle a su ama una mirada cargada de reproches. Más adelante, le pasó esta experiencia al narrador de una novela: Estaba convencido de que yo pude haberlo previsto. Ahora quedaba claro que él siempre me había sobrevalorado. Y no quedaba tiempo para explicárselo. Siguió mirándome, sorprendido y solitario, hasta que todo terminó.
La sospecha de que tu gata, orgullosa, independiente y estoica como es, no hace más que ocultar lo mal que realmente van las cosas.
La excursión al veterinario, el diagnóstico, bueno, al final por lo menos eso. Cirugía, medicamentos. (¡Deja de escupir esas malditas pastillas!) Esperanza. Luego dudas. ¿Cómo sé si siente dolor y cuánto? ¿Estoy siendo egoísta? ¿Y no preferiría estar muerta?
A lo largo de los años me ha pasado eso, varias veces, demasiadas veces, tener en mis brazos un gato que, según me asegura el veterinario, morirá poco a poco. Mi madre, que también ha vivido eso, decía: Al pequeñín lo tuve entre mis brazos todo el tiempo, hasta el final, ronroneando. (Lo sé: no es más que un ruido que hacen.)
Poco después de que muriera uno de mis dos últimos gatos (entre mis brazos, pero no ronroneando) –un gato con el que viví durante veinte años, más tiempo del que nunca he vivido con una persona–, la gata superviviente enfermó. Se paseaba por el apartamento, incapaz de descansar ni un minuto. Imaginad: una gata insomne. Quería comer, intentaba comer, pero no podía. La voz le había cambiado, ahora siempre era el mismo maullido consternado e insistente: Ayúdame, por qué no me ayudas.
El ultrasonido reveló un bulto. Podemos operar, dijo la veterinaria, una amable mujer joven vestida con una tranquilizadora bata de color rosa. Pero hay que tener en cuenta su edad. Y la tuve en cuenta, tanto como lo que ya estaba sufriendo, y el hecho de que, con diecinueve años, podría no sobrevivir a una operación. La otra opción, dijo la veterinaria, es sacrificarla.
Cómo odiaba Ackerley ese eufemismo “deshonesto”. Pero la palabra suya –destruida– siempre me sonó rara al usarla para un ser sensible. Y ni él ni nadie más emplea más el honesto matar. Mandé matar a mi perra Tulip. Llevé a mi gato al veterinario a que lo mataran. Sería mejor llevar al pobrecito a que lo maten. No hay esperanza, necesita que la maten. Si no podemos encontrarles un hogar, habrá que matarlos a todos.
¿Quiere usted estar con ella?
Por supuesto.
Dos inyecciones, explicó la veterinaria. La primera es para calmarla...
La primera inyección fue problemática. Algo relacionado con la deshidratación y las venas. Y entonces la gata, que hasta ese momento se había mantenido muy quieta, se puso en alerta. Estiró una garra y me rozó la muñeca. Levantó la cabeza, tambaleándose en el tallo frágil de su cuello, y me miró con desconfianza.
No digo que esto fuese lo que dijo, digo que esto es lo que oí:
Espera, estás cometiendo un error. Yo no dije que quería que me matases, dije que quería que me ayudases a sentirme mejor.
La veterinaria estaba claramente aturdida. Antes de que yo pudiese pronunciar palabra, cogió a la gata en brazos y se dirigió a la puerta: Enseguida vuelvo.
Estábamos en un hospital grande y concurrido con muchas áreas diferentes. No tenía ni idea de adónde había ido.
Diez minutos después volvió. Dejó a la gata sobre la mesa, muerta.
¿Quiere usted estar con ella? Por supuesto.
Las palabras salieron de mi boca antes de que pudiera detenerlas: Pero ¿qué ha hecho?
Oí hablar de un estudio según el cual los gatos, a diferencia de muchas otras especies animales, no perdonan. (Como los escritores, quizá, quienes, según un editor que conozco, nunca olvidan un desprecio.)
Quizá la culpa fuera peor porque, de todos los gatos que tuve, esta había estado lejos de ser mi favorita, era la que siempre se mantenía distante, la que no me dejaba acariciarla ni tenerla sobre mi regazo pero sí esperaba hasta que me dormía antes de plantarse furtiva en mi cadera. Y entonces se convirtió en la gata de la que no podía parar de hablar. Cuando encontraba un pelo de cuerpo o de bigote de gato en algún sitio del apartamento, oía de nuevo el maullido ronco y agitado de sus últimos días. No, no quería otro gato. No quería volver a ver jamás a otro gato morir, sufrir y morir. Sin mencionar esa otra ansiedad: Si me hacía con un gato, ¿qué le pasaría si yo me moría primero?
Así, quizá me libraba de convertirme en la vieja de los gatos. Estoy contenta de que, en la era de internet, que ha revivido la antigua adoración de los gatos como dioses, el término esté perdiendo su sambenito. Una vez un médico residente me contó que, durante su rotación en psiquiatría, le habían enseñado que tener muchos gatos podía ser indicio de enfermedad mental. Al pensar en los casos terribles de acumulación de animales de los que oí hablar, pensé que era bueno que los psiquiatras estén pendientes de este tema en particular, pero cuando le pregunté cuántos gatos se decía que hacían cruzar el umbral a alguien, él dijo que tres.
Fragmento de la novela El amigo, de Sigrid Nunez (Anagrama)
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