El adiós a un periodista único
Intimidades y recuerdos de una carrera profesional que marcó a los medios desde la década del noventa
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Nadie sabrá nunca si el coraje de Jorge Lanata consistía en el miedo vencido, como sucede con casi todas las personas valientes, o era simplemente la indiferencia ante la adversidad probable. Pero era conmovedor verlo hacer en televisión las denuncias más espectaculares sobre la corrupción del poder y luego, cuando había terminado el espectáculo como si fuera un trámite bancario, regresar a su casa para, según contaba, comer con alguien de su familia o para ver una película o una serie por streaming. Las denuncias sobre la corrupción política fueron su única compañía permanente desde que apareció en el escenario nacional del periodismo. En rigor, Lanata aceptaba en sus conversaciones con amigos o colegas que descubrió que el periodismo no tiene sentido si no muestra lo que el poder oculta cuando, como director de Página 12, autorizó la publicación de lo que luego se llamaría el caso Swiftgate. Ese escándalo, que terminó por tumbar o reestructurar a todo el gabinete del entonces presidente Carlos Menem, estalló cuando trascendió una carta del entonces embajador norteamericano, Terence Todman, a la administración menemista. El influyente diplomático de Washington señalaba en la carta que había recibido una denuncia de la empresa Swift, propiedad de empresas norteamericanas en aquellos años y que era una de las mayores exportadoras de carne argentina, en la que aseguraba que funcionarios oficiales le pedían sobornos. Las coimas eran la condición que imponían los jerarcas menemistas para liberar de impuestos a la importación de maquinarias destinadas a la instalación en el país de una nueva planta de Swift Armour. “Periodistas delincuentes”, insultó Menem no bien se enteró de la publicación, pero pocos días después despidió a gran parte de su equipo de gobierno y le cambió las funciones al resto. Fue la confesión explícita de que aquella denuncia era cierta, y de que con esa profunda crisis de gabinete Menem estaba salvando la relación con Washington, prioritaria para él. El caso estalló en enero de 1991. Lo conocí a Lanata pocas semanas después y le pregunté si esa carta se la había entregado un diplomático norteamericano. La maniobra hubiera sido perfecta: nadie habría sospechado nunca de que la embajada norteamericana elegiría a un diario como Página 12, que militaba ideas de izquierda, como difusor de información extraoficial de Washington. Pero Lanata me respondió de manera indirecta. “¿Importa eso? ¿O solo importa si la carta existió?”. A ese diario lo había fundado tres años antes; el caso Swiftgate fue el hecho periodístico que lo llevó a su mejor momento. La difusión de investigaciones propias, o las de otros periodistas, serían su prioridad profesional en el resto de su exitosa carrera. Le importaba la investigación, no importa quien fuera el autor. Tampoco nunca abandonó una mirada crítica y escéptica con respecto del poder, de cualquier poder. “Nuestro deber es destapar lo que esconden”, repetía. No obstante, en aquellos primeros años 90 Lanata empezó a pensar que se estaba equivocando con la dirección ideológica del diario. “El 80 por ciento del diario se vende entre avenida Córdoba y avenida del Libertador, donde viven la clase media y la clase media alta. Y nosotros les escribimos solo a los intelectuales de izquierda. Hay que cambiar; así, no tenemos destino”, me dijo poco tiempo después. Era la reacción propia de un gran editor. Al final, lo terminaron cambiando a él, y el diario cometió la injusticia de excluir de su historia nada menos que al fundador. Hasta ahora.
Fue a fines de 1999, en las vísperas de un nuevo siglo, cuando el diario Clarín convocó a los 20 periodistas más conocidos o prestigiosos de todos los medios para una foto en conjunto. Lanata acababa de decir públicamente de Jacobo Timerman, que había muerto unas semanas antes, que había que recordarlo por su genio para crear revistas y un diario y por su secuestro y tortura en la última dictadura, pero que también debía saberse que había colaborado con los militares en el derrocamiento del presidente Arturo Illia y que tenía muy buenos contactos con los uniformados de 1976, antes de que lo capturaran. Un grupo de esos periodistas estábamos en Clarín esperando en una pieza aparte que terminaran de preparar la escenografía de la foto cuando apareció Lanata en la puerta. Un silencio profundo se instaló entre todos. Muchos estaban ofendidos con él por aquella alusión a Timerman. Lanata se retiró y se ubicó en un silla, fuera de la pieza, solo. Me acerqué en el acto a él, lo tomé de los hombros y le dije: “No hagas más líos. No te apartes del resto”. Pero él me contestó, tajante: “Mirá: si los periodistas quieren ignorar la historia tal como fue y mirar para otro lado es porque decidieron renunciar a esta profesión. No tengo nada más que decirles. Que hagan lo que quieran”. El clima se distendió poco después cuando todos debimos posar para la foto, aunque Lanata no abandonó nunca su gesto de hombre duro, que era la pose que más le gustaba. ¿Pose o una forma de ser? Tenía fama de editor duro y hasta de mal carácter, sobre todo cuando veía un error o una negligencia periodística. Es la reacción común entre los buenos editores. Sin embargo, pocos periodistas que alcanzaron su fama fueron tan generosos con las nuevas generaciones. El tamaño de su generosidad es incalculable. Gran parte de las nuevas legiones de periodistas gráficos, radiales y televisivos le debe a él su carrera. No todos fueron lo suficientemente agradecidos con Lanata. La lealtad no es una virtud extendida en ningún lugar. Pero él actuaba con la seguridad de los grandes; sabía que podía dar porque ya era indestructible como figura periodística. El primer programa de uno de los ciclos televisivos de Periodismo para Todos, cuando todavía Cristina Kirchner era presidenta, llegó a hacer 30 puntos de rating, una meta que no había alcanzado en los años 90 ni Bernardo Neustadt, el periodista televisivo tan disruptivo como Lanata y con tanta audiencia como él. En el ciclo “Conversaciones” de LA NACIÓN le hice una entrevista pública y le pregunté, entre otras cosas, si era consciente del cambio político e ideológico que experimentó él con el paso de los años. “Te veo más sensato y razonable”, le dije. La respuesta fue típica de Lanata: “El que no cambia con el paso de los años es un boludo”. Las palabras indebidas le brotaban naturalmente y hasta podría decirse que no le quedaban mal. Pero solo a él. En cualquier otro quedaría como la burda imitación de un guarango.
Se sabe que Lanata fue el creador de la figura de “la grieta” para señalar, supuestamente, la división entre kirchneristas y antikirchneristas. Había que escucharlo en largas conversaciones para conocer la profundidad de su pensamiento. Tuve el privilegio de escucharlo cuando éramos vecinos y vivíamos en el mismo edificio. La grieta, para él, no era solo política, como se creía, sino también, y fundamentalmente, social y cultural. Era una hendidura honda y vasta en el tejido social que no se limitaba a mirar bien o mal al kirchnerismo en clave vernácula; la grieta diferenciaba maneras dramáticamente irreconciliables de observar el mundo, sus corrientes ideológicas y sus problemas más dolorosos. Esa división social (el abismo, la llamó más tarde el periodista José Claudio Escribano) duraría más allá de los Kirchner y continuaría durante mucho más tiempo, anunciaba Lanata. No se equivocó. Lanata entreveía conflictos sociales, políticos y económicos que abarcaban a las sociedades de todo el mundo, conmovidas por la inmigración descontrolada, la pobreza estructural y la desigualdad social, consecuencias, tal vez, de una globalización tan benefactora como arrolladora. Estas cosas las decía antes de la irrupción de Donald Trump en los Estados Unidos, de Jair Bolsonaro en Brasil o -por qué no- de Javier Milei en la Argentina. Tal vez haya tenido un olfato especial para percibir el futuro en las cosas del presente, aun en las que pasan inadvertidas, como lo tenía para descubrir una información que existía, pero que nadie veía. Lo cierto es que la grieta, la fractura o el abismo siguen entre nosotros y también en gran parte del mundo.
Dicen que no le importaba la vida y que por eso la despilfarró con distintas adicciones, y fumando hasta el final varios paquetes de cigarrillos por día. Nadie podía negarle el derecho a fumar, ya fuera en una fiesta familiar, en una reunión de amigos, en un canal de televisión, en el estudio de radio donde tenía su programa diario o en un bar. Si no se lo permitían, directamente se retiraba del lugar o anunciaba que no iría. “Entre vivir diez años más sin fumar o vivir cinco años fumando, prefiero el cigarrillo”, me dijo hace varios años. ¿No le importaba la vida? ¿O era otra pose de hombre duro? En primer lugar, en los últimos años el cigarrillo no era un capricho alegre de Lanata, sino una adicción de la que no podía zafar, ni siquiera después del trasplante de un riñón. “Pude salir de varias adicciones, pero no puedo salir del cigarrillo”, se lamentó hace ya poco tiempo. Unos días antes de su muerte, le pregunté a su amigo más cercano en los años recientes, Gabriel Levinas, por qué Lanata había descuidado tanto su vida. Levinas me dijo algo que me convenció: “Lanata es como un combo. Era el genio acompañado por sus defectos. No hay genios perfectos”. Pero, ¿fue cierto que no le importaba la vida? Dudo de esa certeza. Buscó un amor nuevo cuando ya tenía más de 60 años; amó intensamente a sus hijas Bárbara y Lola, y se aferró a la vida desesperadamente en los últimos seis meses crueles de su larga agonía. Nadie a quien la vida no le importa, como hacia creer en su momento, lucha tanto para no irse, ya con el cuerpo de un gladiador cansado, definitivamente condenado a decir adiós.