El acomodador
En la calle la fila es tan extensa. Envuelve dos cuadras con la tibieza de las telas que se montan sobre los muebles de las casas de campo abandonadas por meses para cuidarlos del polvo. Parece cosa de otra época. no la fila, la forma. Es tan calma. El aire en Buenos Aires acompaña. adentro, él lo sabe pero no le importa. Su ritmo es propio e independiente. Viste uniforme: pantalón negro, saco negro, corbata negra, anteojos de marco negro, mocasines negros, la camisa blanca. Y se mueve con la certeza del tiempo vivido, allí. En este teatro de la escena porteña. Va y viene por los pasillos angostos casi sin dudar, es veloz a pesar de lo innegable, su cuerpo, el tiempo, y da órdenes más allá de la bienvenida. Y eso que su tarea bien podría no existir.
Las butacas son numeradas, las filas también, el espacio está iluminado. Los asistentes a esta función en que una escritora leerá algunos de sus textos, los recordará, explicará momentos de esa hechura, mientras también en escena tocarán música y dibujarán esas historias, podrían llegar sin ayuda a sus asientos y sin embargo todo esto es todo suyo. Nadie lo ignora. No dice nunca por favor. Cuánto poder.
En el ingreso a la sala él es quien habla, el primero: hola qué tal, entrada en mano, a ver yo miro, síganme, vamos rápido, hay mucha gente. Apenas alto, un poco ancho, el cabello canoso, el movimiento tosco y el tono sin reparos lidera el rumbo a una velocidad que de pronto lo aleja tanto de quienes lo siguen. Si no fuera él, podría perderse. Los anteojos en el precipicio de su nariz, las gotas de sudor por la adrenalina de quien solo sabe hacer la tarea de este modo, señala con su brazo (el dedo índice en la punta) el lugar de llegada, repite siempre es ahí, entrega un folleto, promete un programa y tal vez recibe una propina. Tal vez no. Y eso que su tarea bien podría no existir.
De pronto, cuenta en voz alta. avanza o retrocede según el caso. 69, 67, 65, 63. alguien ya sentado lo interrumpe, le muestra el número de su butaca, hay un error, lo acepta y vuelve a empezar deprisa. Puede equivocarse. 53, 55, 57, 59, 61, acá. no. De nuevo, 53, 55, 57, 59, 61. Estos tres que siguen. Entonces cumple, acomoda, hace la pirueta del caso, la dirección con la mano, el folleto pequeño, el adiós en un gesto de cabeza hacia abajo breve y continúa.
Prestarle atención es también un espectáculo.
Cuánto habrá visto en el pasado. El hombre es hombre grande y parece hombre de oficio y este oficio unos años atrás... Los vestidos, los peinados, los tapados de piel, los tacos en forma de aguja, de esos que pisan y dejan rastro, los smokings, los cigarros, ese olor, el pelo engominado hacia atrás porque la libertad no era siempre garantizada. El montaje de una noche en el teatro como una de esas noches. Si alguien comparara la ocasión de antes con la de ahora qué diría. Restan solo de aquel estilo los abanicos –aunque no son los mismos– porque el aire en Buenos aires sigue cálido. Dentro y fuera. Los abanicos y él, un marqués de la nada.
Las luces se apagan porque la escritora está por hablar pero él trabaja de igual forma. Recibe a quienes llegan tarde con su rutina pero agrega una pequeña linterna para ignorar la oscuridad. Su voz quiebra ese silencio previo y macizo que se consigue cuando algo está por comenzar porque entiende que cuando hace lo que hace eso que hace es lo único que importa. Y eso que su tarea bien podría no existir.
El hombre es una cuestión estética. Un paréntesis que se abre y se cierra y que deja una duda: ¿hay lugar para más? En estos días, los días como estos, demenciales, en que todo tiene que ser único y útil porque para qué si no, su existencia parece un gusto que se da el mundo. Hola, qué tal, entrada en mano, a ver yo miro, síganme.
Temas
Otras noticias de Manuscrito
Más leídas de Cultura
“Un clásico desobediente”. Gabriela Cabezón Cámara gana el Premio Fundación Medifé Filba de Novela, su cuarto reconocimiento del año
“Enigma perpetuo”. A 30 años de la muerte de Liliana Maresca, nuevas miradas sobre su legado “provocador y desconcertante”
“Me comeré la banana”. Quién es Justin Sun, el coleccionista y "primer ministro" que compró la obra de Maurizio Cattelan
Martín Caparrós. "Intenté ser todo lo impúdico que podía ser"