En pocas líneas esbozadas con gran velocidad, registró en sus cuadernos de viajes múltiples paisajes en distintos países; un ejercicio que no requiere materiales costosos ni moverse de la propia ciudad
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“Miren que esto va a valer mucho”, bromeaba Eduardo Zemborain cuando se levantaba de la mesa de un restaurant y dejaba un dibujo de regalo sobre el mantel de papel. “Era un dibujante compulsivo. Mientras hablaba, dibujaba algo en menos de diez minutos. Me retrataba seguido y también a la gente en los aeropuertos, o las personas que veía por televisión. En casa también dibujaba verduras”, recuerda Elvira Diehl, viuda de este arquitecto y artista fallecido en 1985.
Tres años antes, en uno de los tantos viajes que realizaron juntos, llegó a llenar un cuaderno con más de sesenta dibujos realizados en un mes. Es decir, más de dos por día. Están incluidos en un libro que le dedicó Alberto Bellucci, ex director del Museo Nacional de Arte Decorativo, publicado por Eudeba en 1988. Paisajes de Italia y Portugal, plazas parisinas y hasta un interior del Pompidou se ofrecen como postales de una vida corta pero muy intensa.
Egresado de la UBA –donde fue docente-, socio fundador del estudio Antonini-Schon-Zemborain, coleccionista y campeón de golf, tuvo cuatro hijos y muchos amigos. Meses después de su muerte, Jorge Glusberg organizó la primera exposición de sus cuadros en el Centro de Arte y Comunicación (CAyC). Y en 1992 fue reconocido con el prestigioso Premio Konex de Arquitectura.
“El último croquis elegido –escribe Bellucci- nos muestra al autor dibujándose a sí mismo con foco en el cuaderno de viajes: una curva caprichosa parece consolidar las volutas de humo del cigarrillo que no se ven y la firma de Zemborain que no existe (él no acostumbraba firmar sus obras). Todo un símbolo del mundo, que va cobrando existencia a medida que aprendemos a mirarlo desde nosotros mismos. De esa forma un viaje puede empezar en el preciso momento en que levanto la vista y me dispongo a mirar alrededor con suficiente amor y alegría”.
Según este arquitecto, que rescató también dibujos de colegas del siglo XX como Le Corbusier y Alvar Aalto, no hace falta mucho más que lo que solía llevar Zemborain: lápices, lapiceras y cuadernos de varios tamaños. “Casi es posible viajar sin moverse”, asegura Bellucci, en una invitación a “revisitar los ámbitos cotidianos” que vale la pena rescatar en tiempos de fronteras cerradas. “El resto es ejercicio constante –afirma-: abrirse a las personas y a las cosas con un ojo que sepa registrar, una mente capaz de elegir, una sensibilidad atenta a la vibración y una mano que aprenda a poder decirlo con unas pocas líneas”.
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