Eduardo Stupía sale a la reconquista del paisaje perdido
El pintor inaugura esta semana una muestra en la que revisa, en sus propios términos, la tradición paisajística; a la vez, colaboró con un poeta en un nuevo libro
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Habría que empezar preguntándose si es cierto que el objeto del paisaje es anterior a que se lo observara como paisaje o si el paisaje es, sin más, una invención de la pintura que educó después nuestra sensibilidad para verlo en la naturaleza. No resulta sencillo decidirlo. Para no abrir demasiado el arco, fijémonos en Inglaterra nada más. El paisaje no es un tema de por sí en los Discourses On Art de Sir Joshua Reynolds; apenas en uno de ellos, fechado el 10 de diciembre de 1788, dice del recién muerto Thomas Gainsborough que no miraba la naturaleza “con ojo de poeta” sino de pintor y que daba una “representación veraz, aunque no poética, de lo que tenía delante de sí”. Pero pasadas poco más de cuatro décadas, en 1833, John Constable ofreció también en Londres seis conferencias sobre la historia del paisaje que muestran ya la voluntad de recortarlo como “una clase distinta y separada de pintura, standing alone”. Este itinerario que va la inexistencia al descubrimiento o la invención puede comprimirse en el itinerario de un único artista. Es lo que pasa en la obra de Eduardo Stupía.
Hubo desde siempre paisajes en el trabajo de Stupía, aunque a veces el paisaje caía más del lado del observador que completaba imaginariamente aquello que el artista había preferido dejar alusivamente. Escribió una vez que había perdido el paisaje, pero que no tenía más remedio que seguir yendo al encuentro de él. El encuentro llegó. Explica Stupía: “Cuando en algún momento de todas estas décadas pongo de título ‘paisaje’ no lo pongo en un sentido escénico. Era un pretexto para decirme: es un paisaje de signos gráficos; es un paisaje de fenoménica, no de geografía. Una fenoménica gráfica que podía tener adentro retóricas visuales del paisaje: perspectivas, puntos de fuga, horizontes. Así era antes. Se podía mezclar lo que se veía con lo que decía que se veía. ¿Qué pasó ahora? Yo tenía un block chiquito, súperhorizontal, de 8 x19 cm. Hago acuarelas, así al pasar. Hice como 70, elegí 35. Se las mostré a Jorge Mara. Las hice escanear y las imprimí en 80 x 190, diez veces más. Pero Jorge me dijo que las hiciéramos realmente a ese tamaño.”
Así, de ese tamaño, se verán en la muestra Caprichos en el Paisaje, desde esta semana en la Galería Jorge Mara-La Ruche. Observar estos trabajos de gran tamaño depara el mismo efecto que cuando vuelve a escuchar la voz de un ser querido muerto. Es un saludo a la pintura romántica, de la única manera en tiene históricamente permitido hacerlo quien no reniega del romanticismo. “En la medida en que surge algún elemento del linaje del paisaje, te relacionás inmediatamente con otras épocas de la historia del paisaje”, dice Stupía. “Literalmente, yo puedo aceptar que haya acá más del romanticismo paisajístico o del orientalismo de lo que había antes.”
Había señalado el filósofo Friedrich Schelling que, con el paisaje, la luz se había convertido por primera vez en tema de la pintura. Tal vez se también una conclusión de su tiempo, el romanticismo; tal vez esa conclusión sea también la del nuestro. “El paisaje era visible, y la luz era un instrumento para ver, como lo fue siempre. Pero con Turner, se produce una disolución escénica que convierte a la luz en un actor, ya no solamente representativo, sino conceptual. En un actor del fenómeno. Hasta cierto punto, el paisaje era una rendición escénica, que podía tener toda la dimensión metafísica que se quiera, pero Turner lo convierte en un fenómeno”. La referencia es inmediata: Lluvia, vapor y velocidad, esa pintura de Turner de 1844. “¿Cómo va a poner este tipo un título así en esa época?”, levanta la voz Stupía. “¡Velocidad! ¡Es casi futurista! Él estaba con eso en la cabeza, y ahí cambia la idea de la luz. Aun el impresionismo, con toda su examinación óptica y de la molécula óptica, no obstante tiene una relación con la luz trascendentalísima, es menos fenoménico que Turner. Ahora bien, hoy la luz es una conciencia constructiva: tenés que tener presentes las proporciones de luz y sombra, siempre, en cualquier cuadro, porque no es sólo la luz y la sombra; es el contraste y la vibración de opuestos, y sobre todo la zona intermedia, que es la más difícil de todas”.
Es la línea quien piensa
El trabajo, para Stupía, parece construirse desde el trabajo. Jorge Mara, que lo vio trabajar muchas veces, innumerables, confirma esta impremeditación. “Lo que va haciendo Eduardo –cuenta Mara- es construir a partir de pequeños núcleos, generalmente aislados en el papel o la tela, una organización rizomática, aparentemente caprichosa, que va estructurándose sobre la marcha hasta cristalizar en una obra. Su génesis se parece mucho a los solos improvisados de un músico de jazz: un acorde por aquí, una melodía por allá, un riff, un corte van conformando una trama más amplia. La obra va haciendo su camino al andar. Es muy interesante ver el proceso. ‘Se empieza por cualquier lado’, suele decir Eduardo. Y así es: empieza por un puñado de notas y termina con una sinfonía. Es como si la obra hiciera la obra, no el artista”.
Está en esa definición el ilusionismo mayor del artista, que la obra conquiste semejante objetividad (es decir, semejante condición necesaria) que el artista sea irrelevante, resto inasimilable, escoria de la invención que el metal no precisa. Pero no es el caso, porque es “como si” la obra hiciera la obra, pero no la hace.
Por otro lado, en este caso, ese “cualquier lado” fue una sola línea. “Yo trato de enfriar las cosas como en un laboratorio. No es que yo elija fórmulas: están las fórmulas, no hay manera de que no estén. Yo hago una pincelada horizontal con una atmósfera, claramente estoy haciendo una especie de cita de una estructura de horizonte, que trae enseguida alguna referencia. Ya no puedo hacer otra cosa sino asumir esa conducción de la obra”. Stupía podría estar de acuerdo con Constable, para quien el non plus ultra de la historia del paisaje era La muerte de San Pedro Mártir, pintura perdida de Ticiano que conocemos ahora por copias; la condición ejemplar procedía para Constable precisamente de su horizonte bajo, que le confería “grandeza”. Esa parte superior es el campo de maniobras. “Yo aconsejo siempre llegar al mayor negro al final, porque si se empieza por ahí no se puede volver”, dice Stupía. “Ahora, aunque yo diga esto, la primera mancha tiene un valor, y por ahí ya se excedió. Entonces no tengo más remedio que asumir esa mancha como el canon, y a partir de ahí sigo. Si sucedió, yo acato. Después hay manera de morigerar ese exceso. Pero yo trabajo siempre un poco con el backstage: en el trabajo se ven siempre los errores de la producción, de la factura. Yo trabajo con la acción. Confío en que la totalidad va a ser mayor que la suma de las partes. Pero en este caso, el horizonte me dio ya una estructura. Hay una franja que señala lo que queda arriba; a partir de ahí, whatever happens.”
¿Es simbólico el paisaje? “Habría que pensar qué quiere decir simbólico. Las turbulencias que aparecen en Constable respecto de la tradición del paisaje, ¿serían un aporte a lo simbólico o metamorfosis del paisaje en el sentido representativo? La respuesta es difícil porque uno cuando habla es taxativo y la pintura es móvil. Ni vos ni yo sabemos, y la pintura tampoco sabe. Si vos tomás el paisaje como documento, en un momento en que la pintura era un procedimiento documental, en el sentido de fijar una escena del mundo, Kubrick, cuando hace Barry Lyndon, no toma como modelo a Constable para construir el verosímil de época sino a paisajistas menos apegados a lo simbólico. El paisajismo clásico remite a una imagen representativa. El paisajismo romántico empieza a quebrar la homogeneidad de esa imagen”.
No hay ya nada determinado. Se pinta para mostrar lo que no está pintado. La verdad de la pintura es lo que no se ve. Stupía aprueba la sospecha, pero no consiente en decir qué es lo que no se ve. Probablemente, no lo sabe. Probablemente lo sepa su pintura. Nadie más.
Para agendar
Caprichos en el Paisaje, de Eduardo Stupía puede visitarse desde el jueves hasta el 30 de diciembre, de lunes a viernes de 15 a 19, en la Galería Jorge Mara-La Ruche (Paraná 1133). Trabajos de Stupía podrán verse también esta semana en el stand de la galería en arteba.
La palabra dibujada
La relación de Eduardo Stupía con la palabra viene de lejos. Será muy pocos los artistas que escriban también. Pocos son además los que hayan colaborado tanto con escritores y poetas. Después de sus años en el Diario de Poesía, después de su trabajo con los Diarios de Ricardo Piglia, Stupía colaboró ahora con Guillermo Saavedra en el libro Vidas del poema (CienVolando). “A partir de cierto momento, empecé a ponderar más detenidamente las relaciones entre la escritura y letra manuscrita, el trazo, el signo gráfico, la caligrafía y el lenguaje del dibujo propiamente dicho –dice Stupía-. Me di cuenta que mi adhesión a un derrotero no representativo inexorablemente hacía que, cada vez que la producción de dibujos se emparentaba con determinados textos, me convenciera de que texto e imagen pueden eventualmente coexistir en una proximidad muy proactiva, pero que su cercanía produce fatalmente una tensión divergente e interrogativa. Y, más aún, pensé que si no se produjera naturalmente, habría que estimularla. Eso fue así tanto en las experiencias en Diario de Poesía, cuando aportaba dibujos para determinadas obras, como en oportunidad de mi vinculación con Piglia, y ahora en el caso de Saavedra en Vidas del poema. En cada caso, el poema, el texto, la prosa emiten sus señales y movimientos, enunciativos o metafóricos, elípticos o explícitos, y el territorio gráfico aledaño, digamos, hace lo propio con su peculiar arquitectura, tu metabolismo. El fenómeno es, entonces, siempre inestable y volátil, y de ida y vuelta entre un territorio y otro, en un rango tan amplio de efectos que puede incluir las confluencias como los contrapuntos extremos, la interrelación poética como una especie de mutua astringencia íntima, la fidelidad a un determinado imaginario como su subrepticia desmentida. Bajo cualquier aparente homogeneidad que pueda exhibir este estatuto binario siempre tan inductivo, acecha ahí nomás la natural intemperancia de cada campo, esa fanática y silenciosa autonomía donde cada cosa tiende cada vez más a querer ser lo que es, y no otra cosa.”