Eduarda Mansilla, una mujer entre dos épocas
Aunque hoy es menos conocida que su célebre hermano Lucio Victorio, fue en su tiempo una escritora alabada por Sarmiento, que logró hacerse lugar en un ámbito cultural todavía renuente a la presencia femenina
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Eduarda Damasia Mansilla nació en Buenos Aires en 1834 y murió en la misma ciudad en 1892. Perteneció a una familia prestigiosa, de gente llamativa: su padre fue el general Lucio Norberto Mansilla, guerrero de la Independencia y héroe de la batalla de la Vuelta de Obligado; su madre, Agustina Ortiz de Rozas, tuvo el raro privilegio de ser celebrada, aun por sus enemigos políticos, como la mujer más hermosa de su tiempo. Más tarde, su hermano Lucio Victorio –dandy, militar y escritor– cultivó el arte de la provocación con notorio éxito personal y literario.
Sin embargo, sobran los motivos para recordar a Eduarda únicamente por sus propios méritos. No exageraríamos al caracterizarla como la personalidad creadora femenina más completa y más compleja en la Argentina del siglo XIX. Fue una pionera tanto en la literatura como en la música: cantante lírica y talentosa compositora amateur (cuyas obras se estudian aún en el Conservatorio Nacional); intelectual y periodista aguda. Escribió ficciones que inauguraron géneros y tendencias en la literatura argentina. A ella se le deben los primeros relatos (Cuentos, 1880) para niños y jóvenes de nuestro país; ella es también la adelantada del gótico-fantástico, que tan larga descendencia (y en varios sentidos) tendría en la tradición rioplatense, y que plasmó en un libro excepcional: Creaciones (1882).
En su primera novela escrita, Lucía Miranda (1860), se ocupó de los pueblos originarios desde una valoración histórica y cultural que reconoce también el mestizaje como matriz fundadora de una nueva sociedad. El médico de San Luis, publicada en el mismo año, muestra una vida posible del otro lado de las tolderías para aquellos arrojados de la sociedad blanca por la violencia política. Con su novela de madurez: Pablo, ou la vie dans les Pampas (1869), elogiada por Victor Hugo, se propuso explicarles la Argentina a los franceses desde su propia lengua y, sin perder nunca el equilibrio, imaginó en ella a un villano unitario que balanceaba la entonces habitual demonización posrosista del federalismo.
Fue más allá del simplificador pensamiento dicotómico y desarmó en sus libros las antinomias ciudad
campaña, civilización/barbarie. Antes que Lucio Victorio en una Una excursión a los indios ranqueles (1870) y antes que el Martín Fierro (1872) contó en esta novela y en El médico de San Luis las desventuras del gaucho perseguido. Se situó en la perspectiva de los llamados “bárbaros” para denunciar, desde ellos, las marcas de la opresión y de la exclusión. Dotó de una fuerte visibilidad reivindicatoria a los personajes afroargentinos que aparecen en sus libros.
Uno de sus aportes más singulares como narradora radica en haber enfocado desde adentro, en subjetividades plenas de matices, el otro lado de la épica gauchesca, del coraje viril: la lucha inadvertida de las mujeres del pueblo, condenadas al abandono y a la espera de los hombres que parten a guerras fratricidas, así como la ignorancia que las priva de la educación más elemental y las convierte –dice– en “parias del pensamiento”, “almas prisioneras”, “verdaderas desheredadas” sujetas a las “luchas desgarrantes de las pasiones humanas”, sin contar con las herramientas culturales para comprenderlas y dominarlas.
En general, su abordaje de la condición social femenina, ya sea en el paisaje rural o en el medio urbano, pone críticamente de relieve las limitaciones del papel impuesto por los mandatos imperantes, que las sofocan y las llevan a buscar vías de escape.
Como periodista, Eduarda Mansilla logró publicar en la prensa nacional de primera línea, no ya solo en las revistas femeninas (escritas por mujeres o para mujeres) que comenzaban a despuntar en la época. Dijo Sarmiento (que recomendó fervorosamente Cuentos): “Eduarda ha pugnado diez años por abrirse las puertas cerradas a la mujer, para entrar como cualquier cronista o repórter en el cielo reservado a los escogidos machos, y por fin ha obtenido un boleto de entrada, a su riesgo y peligro...” (El Nacional, 1885). En ese cielo, no fue un ángel sumiso, ni se limitó a opinar sobre los temas propios de su sexo. Habló de modas y de grandes fiestas, pero también de crítica teatral y musical (un rubro en el que era verdaderamente experta); analizó las costumbres, sostuvo posiciones políticas, debatió cuestiones educativas, sociales y religiosas, siempre sin abandonar las marcas de un estilo profundamente literario y un enfoque personal.
Fue una gran viajera y dio cuenta de esos periplos en sus artículos, en sus cuentos y en Recuerdos de viaje (1882), que relata su estada en Estados Unidos, donde conoció a Lincoln y asistió a los comienzos de la Guerra de Secesión. No pasó inadvertida en el país del Norte. Las crónicas de Washington describen a “Madame García” como un ícono de cultura y glamour. Brilló en todos los salones donde puso el pie y afinó la voz. Melómana desde niña, pudo luego estudiar en Europa con grandes maestros (Gounod y Massenet), conoció a Rossini y fue amiga de célebres cantantes como la contralto Marietta Alboni y el tenor Enrico Tamberlick.
Compuso y estrenó también obras de teatro, de las cuales solo se han conservado La marquesa de Altamira y Similia Similibus, una pieza que quedó integrada al libro Creaciones. En un caso (Los Carpani), ha quedado una crítica, no muy favorable, pero que demuestra algo: probablemente la autora había abandonado el romanticismo aún imperante en el teatro rioplatense, y estaba intentando (siempre a la vanguardia) una apertura aún incomprendida hacia el realismo que ya se imponía en Europa.
La intensa actividad social y cultural no le impidió dar a luz seis hijos (Manuel José, Eduarda Nicolasa, apodada Eda, Rafael, Daniel, Eduardo y Carlos), mientras acompañaba en sus funciones diplomáticas a su marido, el jurista Manuel Rafael García Aguirre. Conoció la corte de Eugenia de Montijo y Napoleón III. Residió también en Bretaña donde vivía Eda, su hija ya casada, y en Florencia y en Viena con su hijo Daniel.
Después de diecisiete años de ausencia volvió a la Argentina en 1879 (el mismo año del estreno de Casa de muñecas), acompañada por sus hijos menores, Eduardo Antonio y Carlos, y permaneció por lo menos hasta 1885 o 1886. El retorno le permitió reencontrarse con su madre y también afirmarse como intelectual y artista en una patria siempre presente en sus libros. Después de regresar a Europa se instaló en París con su hijo Daniel (entonces estudiante de Derecho y Ciencias Morales y luego diplomático al que Eduarda seguiría en sus primeros destinos), mientras que Eduardo y Carlos residirían con su padre en Viena.
En 1890 decidió establecerse en Buenos Aires junto con sus cuatro hijos menores, que habían pasado a vivir con ella después de la muerte de Manuel Rafael García en 1887. Sus últimos años fueron de casi absoluto silencio literario y de actividad musical privada, acompañada por algunos músicos notables como Alberto Williams y Julián Aguirre. Murió después de haber sobrellevado una larga enfermedad cardíaca, en 1892, dejando entre sus últimas voluntades el paradójico pedido de que no fuesen reeditadas esas obras por cuya difusión tanto había luchado. Las preguntas que desencadena esa extraña decisión final me llevaron a escribir la novela Una mujer de fin de siglo (1999), inspirada en su vida.
Eduarda Mansilla es un punto de cruce, una bisagra entre siglos y a la vez una síntesis. Heredera de la Ilustración, cultivada y erudita (incluso cuando escribe para los niños), es también una mujer romántica. Anticipa la mujer moderna a la vez que reafirma un legado de autoridad femenina. Descendiente de verdaderas matriarcas (su abuela Agustina López de Osornio, su madre Agustina Ortiz de Rozas), sobrina de Encarnación Ezcurra, prima de Manuela Rosas, no duda de la capacidad de su género para moldear la sociedad y la historia. Su fuerte carácter y la libertad de su conducta, a la vez que su protagonismo público, delinean un tipo de mujer que, en los comienzos del siglo XX, sería cada vez más resistido por la élite dirigente de la que ella misma era vástago.
Cosmopolita y criolla, porteña y universal, aún está esperando recibir el homenaje de sus conciudadanos: quizás una calle que la recuerde en el mapa de Buenos Aires.
María Rosa Lojo escribió la historia de Eduarda Mansilla en Una mujer de fin de siglo (DeBolsillo)
PARA SABER MÁS
En la serie de canal Encuentro Pioneras, Mujeres que hicieron historia, la actriz Muriel Santa Ana le pone el cuerpo a la vida de pedagogas, activistas y escritoras que, desde los inicios de la Argentina moderna, marcaron un camino en relación a la igualdad de género. A lo largo de cuatro capítulos de media hora cada uno, divididos en cuatro temáticas, (viajes, escritura, deseo, trabajo), Santa Ana interpreta a Mariquita Sánchez de Thompson, Juana Manso, Herminia Brumana, María Abella, Raquel Camaña, Gabriela Laperrière y Fenia Chertkoff. Las problemáticas que cada una de ellas afrontó en el período que se extiende entre finales del siglo XIX y principios del XX, resuenan en la mirada actual. De este modo, con bellos recursos visuales, lenguaje ágil y la precisión del documental, la serie traduce el modo en que los logros históricos se encadenan unos con otros. En encuentro.gob.ar, a través de la plataforma cont.ar.
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