Entrevista publicada en la revista dominical de LA NACION en marzo de 2004.
¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la Rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua. (Rayuela, de Julio Cortázar, 1963)
Ya no es la Rue de Seine ni el Pont des Arts, sino un pequeño departamento en el elegantísimo barrio londinense de St. John’s Wood, a pocos metros de la Abbey Road que hicieron famosa los Beatles y cerca del magnífico zoológico de la ciudad. Pero la Maga sigue siendo la misma. Sí, porque la musa de Julio Cortázar, la misteriosa protagonista femenina que deambula por Rayuela, el personaje más famoso de su libro más famoso y con el cual les rompió el corazón a sus lectores existió y existe. Y es Edith Aron, una encantadora señora de 80 años que vive en el más completo anonimato, escribiendo en las madrugadas silenciosas, entre las cartas y los recuerdos del hombre que la inmortalizó para la literatura.
"Una sola vez, cuando en el almacén cercano a mi casa una chica mexicana me dijo que era una gran admiradora de Cortázar y que la Maga era su ideal, como era tan simpática pensé en decirle quién era yo. Pero no lo hice. No es un tema del que me guste hablar, no lo necesito y, además, a los ingleses nunca les interesó. Pero ahora, bueno, digamos que soy una señora mayor. Quizá no esté para el próximo aniversario de Cortázar", aclara suspirando.
Cortázar dejó grabada la imagen de la Maga a los veintipico de años, con medias negras y zapatos colorados, fumando Gitanes y con el pelo despeinado. En 1963, en pleno furor de Rayuela, "todas las muchachas de la facultad querían ser la Maga –recuerda Julio Ortega, editor de la edición crítica francesa de Rayuela y profesor de Literatura de la Universidad de Brown–; y todos los hombres querían buscar su Maga, la fantasía masculina de la mujer enigmática que se relaciona con las fuerzas más intuitivas con una sabiduría inocente".
Hoy, los amigos de Aron siguen fascinados por ella y la describen como una extraña belleza, alta e imponente, de nariz aguileña, ojos brillantes que miran muy fijo y el pelo corto color azabache.
"Nadie me da mi edad, ¿sabe?", aclara con evidente coquetería y un dejo de acento alemán en su castellano bien porteño, y en el cual se le escapa cada tanto un macanudo.
"¿Qué me vio Cortázar? No sé, ¡yo era simplemente una chica buena y agradable!", aclara risueña.
Edith Aron nació en el Sarre, una región en el límite entre Francia y Alemania, "que de no haber sido lamentablemente anexada por los alemanes hoy sería un pequeño país independiente como Luxemburgo", explica. De familia judía, poco antes de la Segunda Guerra Mundial emigró con sus padres a la Argentina, donde ya tenían parientes.
"Fui al Colegio Pestalozzi, a cuyos profesores les voy a estar por siempre agradecida. Me permitieron mantener una identidad alemana como la de ellos, profundamente distanciada de la política e ideología nazi".
En un barco de vuelta a Europa, en 1950 y con 23 años, conoció a Cortázar. "Yo estaba en tercera clase, no pasaba nada demasiado interesante y, de pronto, vi a un muchacho tocar tangos en el piano. Una chica italiana con la que compartía la cabina me dijo que me miraba y que, como era tan lindo, por qué no iba a invitarlo a nuestra mesa. Pero estábamos sentadas con gente muy rara, el mozo era muy viejo y no me animé."
Al poco tiempo, ya en París, entrando en una librería, Edith vio una cara conocida. "Cortázar me reconoció también, e intercambiamos unas palabras. Nos volvimos a cruzar en el cine, viendo Juana de Arco. Luego, en los Jardines de Luxemburgo. El estaba muy influido por los surrealistas, que creían que las coincidencias eran algo importante, así que me invitó a tomar algo, me leyó un poemita y hablamos de amigos comunes en Buenos Aires".
Claro que no todo fueron encuentros casuales. "Cortázar trabajaba en una exportadora de libros en la esquina de mi casa en París, y venía a verme para almorzar. Era muy entretenido. Por ejemplo, me decía que le hiciera una ensalada azul. Yo no tenía idea de qué era eso. Entonces él tomaba cualquier ensalada y la llenaba de estampillas azules. Hacía todo el tiempo ese tipo de juegos, en los que yo nunca me sentí a la par. ¡Me acomplejaba porque él sabía tanto y yo sabía tan poco! No me decidí a irme a vivir con él justamente porque quería estudiar. Además, sabía que él admiraba mucho a Aurora Bernárdez, que estaba en Buenos Aires", confiesa con un susurro.
Nunca sentí celos por Aurora. Más adelante, ellos insistieron en que, de tanto en tanto, fuese a comer a su casa. Yo era la chica que había aprendido junto a él.
–¿Usted estaba enamorada?
–No lo sabía. Cierta noche Cortázar me dijo que Aurora vendría a pasar fin de año a París, y me preguntó qué era más importante para mí, Navidad o Año Nuevo. No sé por qué le dije que Año Nuevo, que Navidad la iba a pasar con mi papá. Cuando nos volvimos a ver, él había pasado Navidad con Aurora y se había decidido por ella. Fue solo al perderlo que me di cuenta de que lo quería.
–Pero usted está para siempre asociada a él por Rayuela. ¿Se siente identificada cuando lee el personaje de la Maga?
–Él me escribió diciéndome que había basado su personaje en mí, y nos pasaban, es verdad, cosas espontáneas como las de la novela. También hay algunos episodios, como ese en el que encontramos un paraguas viejo en las calles de París y le damos una ceremonia de entierro, que ocurrieron más o menos como los cuenta. Pero la Maga es un personaje literario.
–¿Cortázar era tan buen mozo como se ve en las fotos?
–Bueno, de chico tuvo un problema en las glándulas que hacía que pasara el tiempo y se viera siempre igual; sus enemigos le decían Dorian Grey, como el personaje de Oscar Wilde, porque su aspecto nunca cambiaba. Tarde en la vida se hizo operar y solo entonces, por ejemplo, le creció la barba. Me parece que le costó tanto tenerla que nunca más se la sacó. Por otra parte, no podía tener hijos. Tuvo otro tipo de hijos, los libros, pero no de los de carne y hueso, que son los que humanizan. Y él era demasiado intelectual. Incluso usaba anteojos de joven sin necesidad, hasta que Aurora lo convenció de que se los sacara.?
–¿Sintió celos por Aurora?
–Nunca sentí celos por Aurora. Más adelante, ellos insistieron en que, de tanto en tanto, fuese a comer a su casa. Yo era la chica que había aprendido junto a él. Después de todo, eso era lo que más le gustaba hacer, por algo en la Argentina había sido maestro de escuela. Pero la primera vez reconozco que me levanté de la mesa, me encerré en el baño y lloré. Yo había estado sufriendo sin darme cuenta. Y sé que él estaba un poco preocupado. Con el éxito que le trajo Rayuela, sabía que un poco me usó. Y ganó.
La decepción
Edith Aron asegura que a pesar de no haber sido la elegida, siempre le guardó un enorme cariño a Cortázar. Hasta que cierto día le sacaron las traducciones que ella estaba haciendo de sus libros al alemán y, peor aún, se enteró de una carta del escritor a su legendario editor, Paco Porrúa, en que criticaba ese trabajo.
"Me hizo muy mal profesionalmente. ¡Yo trabajé en el Instituto Goethe de Londres, en el Imperial College! Creo que Cortázar me confundió con el personaje. La realidad es que para entonces mi madre –a quien yo no veía desde hacía diez años– estaba gravemente enferma en Buenos Aires. Tuve que ir a cuidarla y me demoré en entregar las traducciones. Eran textos muy buenos, los hice ver por expertos. Cortázar estuvo muy mal en hacérmelos sacar. Luego se arrepintió, pero yo ya tenía una rabia infinita".
–¿Nunca más volvió a verlo?
–Él decía que por el azar nos volveríamos a encontrar. Nos cruzamos en una Feria del Libro de Fráncfort. Y luego, un día en el metro londinense me lo encontré en el mismo vagón. Ya estaba con otra mujer, muy joven, llena de anillos de plata en los dedos, pero igual se sentó a mi lado y me preguntó de dónde venía. "De mi trabajo", le dije orgullosa. El me respondió: "¿No crees que este encuentro tiene algún sentido?". Y pidió que nos viésemos al día siguiente. Pero me había lastimado mucho, y yo ya no creía en la casualidad. Así que al llegar a la estación Picadilly le dije: "Me voy", y me bajé. Nunca imaginé que las próximas noticias que tendría de él serían las de su muerte, en 1984.
–¿Por qué no creía más en la casualidad?
–Una vez un rabino me dijo que ser judío es como una vacuna: funciona como defensa ante un momento crítico. Yo siempre fui muy liberal, nada religiosa, pero me parece que eso es verdad. Fíjese: yo acababa de leer a George Steiner respecto de una teoría del judaísmo que no acepta la coincidencia, y eso me sirvió para justificar no volver a verlo. Además, aparte de Cortázar yo tuve una vida muy linda. Soy la viuda de un artista inglés que trabajó un tiempito como corrector en el Buenos Aires Herald. Y tengo una hija, Joanna, que es cantante. Llegó a tener pasaporte argentino, que guardo con cariño. Como ella tenía dieciocho meses, le tomaron la foto y le hicieron estampar su dedito, aclarando, debajo: "No firma aún". Es el último recuerdo que tengo del país, al que me encantaría volver, pero ya no puedo viajar mucho.
–Una última pregunta que me desvela. El personaje de la Maga andaba despeinado, cocinaba mal y fumaba Gitanes. ¿Y usted?
–No sé, creo que en una carta le escribí a Cortázar que estaba despeinada. Nunca fui una gran cocinera. Crecí en la Argentina, así que me sigo basando en el bife con ensalada. Y los Gitanes, bien fuertes, sí, me encantaban. Pero ahora, ¡solo me dejan fumar Philip Morris Ultra Light!
¿Por qué la elegimos?
Pocos personajes tan enigmáticos como la Maga, aquel personaje femenino que Julio Cortázar incluyó en Rayuela y que se transformó en la divisa de más de una generación de lectores. Modelo de otros tiempos, que personificaba el desparpajo, pero también una sabiduría inocente e intuitiva, la figura literaria se inspiraba en una joven argentino-alemana a la que el escritor conoció en el barco que lo llevó a Francia, donde se quedó para siempre. A sus ochenta años, Edith Aron, la musa cortazariana aceptó recordar aquellos días de bohemia juvenil y aprovechó para distinguirse de su doble imaginaria.