Edgardo Cozarinsky:“Me interesa lo nacional y lo popular pero detesto lo nac & pop”
Este año publicará dos libros nuevos, presentará un film autobiográfico ?en el Bafici y estrenará una ópera basada en una de sus novelas. Diálogo con un artista polifacético
Cuando hacia 1985 publicó Vudú urbano, Edgardo Cozarinsky había filmado ya varias películas, entre ellas, ... (Puntos suspensivos), de 1971, y La Guerre d’un seul homme, de 1981. Había escrito también El laberinto de la apariencia, un ensayo sobre Henry James, y Borges y el cine. Vivía en París desde 1974. El arte de Cozarinky estaba en ciernes. Esos antecedentes, que se leen también como verdaderas preparaciones, no anulan por eso la condición inaugural de Vudú urbano, acaso uno de los mejores primeros libros de la literatura argentina y el inicio de una de la aventuras artísticas más singulares. La palabra "literatura" resulta en realidad insuficiente para comprender el arte de Cozarinsky. Los prólogos que escribieron Susan Sontag y Guillermo Cabrera Infante celebraban la novedad de ese libro breve e inagotable, mezcla de tarjeta postal, miniatura, cita, ficción y confesión, que venía de la tradición de Borges y de Juan Rodolfo Wilcock, pero la enloquecía, la situaba en relación con otros territorios, que eran los de la biografía del autor.
Sontag justamente hacía una observación según la cual Vudú urbano era "ante todo cosmopolita, por lo tanto transnacional". Es como si en esa definición (especie de metáfora mayor) ella hubiera acertado ya con toda una poética cifrada en el primer libro. Vudú urbano sería un libro fundacional en todos los sentidos posibles.
Cozarinsky desconfía un poco de todo aquello que suene definitivo, aun de su cosmopolitismo. "No sé muy bien qué alcance tienen las palabras de Sontag –dice–. Con cada nuevo libro, ficción o ensayo o crónica, intento partir en una dirección distinta: como mi vida, que ha sido un ininterrumpido zigzag. Pasa el tiempo y me doy cuenta, ay, de que han trazado una línea bastante, bastante recta… Me interesa mucho lo nacional y lo popular pero detesto todo lo nac& pop, esa cadena de fast food supuestamente cultural."
Pero el cosmopolitismo de Cozarinsky, su manera personal de conectar Buenos Aires y Europa, no fue nunca aquiescente, no traficó jamás con la indistinción; más bien, buscó siempre el roce, la fricción de lo diverso, de lo alto y lo bajo, de aquello que está lejos en el tiempo y lejos en los mapas y que él acerca y pone en relación. El de Cozarinsky, maestro del montaje, es un arte al que no se le puede dar jaque mate porque se sale siempre del tablero.
El 27 de abril, Cozarinsky estrenará en Hasta Trilce Ultramarina, la ópera basada en algunos episodios de su novela El rufián moldavo que hizo en colaboración con el músico Pablo Mainetti y el director de escena Marcelo Lombadero. Antes de eso, el martes 8 a las 20.30, presentará en el Bafici su película Carta a un padre, una indagación de sus orígenes familiares en Entre Ríos, y durante el resto del año saldrán dos nuevos libros suyos: En ausencia de guerra (una novela que revive los años setenta bajo las máscaras de un escritor escéptico y su amante anarquista y, como fondo, los escenarios de Ginebra y Montecarlo) y una antología de ensayos y crónicas preparada por Ernesto Montequin que publicará la Universidad Diego Portales, de Chile. Son todos avatares de una misma œuvre. Las películas de Cozarinky iluminan sus libros, del mismo modo que sus libros iluminan sus trabajos para el teatro. Esto sucede también por esa manera tan original, tan idiosincrásica incluso, en la que Cozarinsky vulnera deliberadamente los límites entre documento y ficción, entre atribución falsa y autobiografía. "Lo que a mí me gusta es poner cosas propias y otras que no lo son. Eso es lo que me divierte, ésa es mi perversidad", dijo una vez.
–Tratándose de Ultramarina, tal vez lo mejor sea empezar por El rufián moldavo. Pero en lugar de preguntar por algún pormenor de la trama, sería mejor detenerse en el narrador de la novela. ¿Cuánto, si es que algo, hay tuyo en ese hombre que investiga documentos del pasado?
–En casi toda mi ficción escrita, novelas y cuentos, hay un investigador, ya sea libresco, ya sea un private eye derivado de Raymond Chandler. El mecanismo de la busca detrás de apariencias engañosas, la posibilidad, a veces la imposibilidad, de llegar a una verdad oculta, me ponen en movimiento como narrador.
–Chandler y la busca detrás de la apariencia engañosa hacen pensar en el policial. Sin embargo, no es un protocolo de lectura con el que tus libros suelan ser vinculados. ¿Qué relación tenés con el género?
–La mención de Chandler es metafórica: me refiero menos a la escritura que al motor que me lleva siempre a meterme adonde no me llaman y descubrir algo sobre mí mismo. En mi nueva novela, aun inédita, En ausencia de guerra, resucito los "años de plomo" argentinos vistos a través de la corrupción generalizada del presente. Mi editor dice que parto de Henry James para llegar a una transfiguración de Patricia Highsmith…
El rufián moldavo es una novela que convierte la discontinuidad en procedimiento. El narrador sin nombre investiga la historia de Samuel Warschauer, bandoneonista y modesta estrella del teatro yddish de los barrios de Abasto y Villa Crespo recluido ahora en un asilo, y de Teófilo Auerbach, autor de una pieza teatral del mismo título que el libro, que quizás fuera algo más (algo más oscuro, habría que decir) que un simple autor dramático. Pero a la vez la novela se abre a una ensoñación sobre ese hombre, una especie de nouvelle dentro de la novela. Aunque los hilos finalmente se anudan, el modo en que ese ovillo tendría que devanarse escénicamente podría resultar arduo.
"La novela tiene muchas historias, unas dentro de otras, como muñecas rusas, y por ejemplo la segunda parte es la imaginación que el narrador de la primera construye a partir de unos pocos indicios. Para el libreto elegí despojar esa trama intrincada y armar una continuidad casi lineal a partir de algunos episodios y personajes. Y terminar con algo distinto: si en la novela las últimas páginas son una especie de réquiem, en el libreto el final arranca de la representación para arrojar al espectador a la actualidad, donde el tráfico de personas se ha convertido en delincuencia impune, sin el aura pintoresca que podía regalarle la distancia de un siglo pasado."
–Tal vez Ultramarina no resulte una ópera en el sentido convencional, y ya sería difícil definir la convención de la ópera. Pero de todas maneras quería preguntarte qué relación mantuviste y mantenés con la ópera.
–Reconozco que no tuve una iniciación tradicional. La primera ópera que vi y escuché fue Wozzeck en el Colón cuando tenía trece años. En mi familia no había melómanos y fue por haber leído en LA NACION que se trataba de un acontecimiento extraordinario que mi curiosidad me llevó a pedirle a mi padre el precio de una entrada. Aun hoy recuerdo mi deslumbramiento. Nunca había escuchado música parecida ni visto un espectáculo semejante. Volví caminando a casa, como para no contaminar esa impresión con algo tan cotidiano, tan familiar, como un viaje en colectivo. Sin embargo, esa experiencia no tuvo una continuidad. No me convertí en aficionado. Prefería escuchar, por radio, más tarde en discos, antes que ver una representación. Soy incapaz, por ejemplo, de apreciar la ópera francesa, con la excepción de Carmen. Muchos años más tarde, hice un film de largometraje, El violín de Rothschild, que incluye, entera, una ópera en un acto, pero lo que me interesaba era la historia de Shostakovich, que en medio de la guerra decide completar la obra inconclusa de un alumno judío, muerto defendiendo Leningrado; la obra iba a ser prohibida por "cosmopolita" pero el gesto generoso del compositor irá dejando huellas sutiles en su propia obra.
–La prehistoria de Ultramarina se remonta a Raptos, la microópera que hiciste con Mainetti en 2005 en el Centro de Experimentación del Teatro Colón.
–Conocí a Mainetti gracias a un CD: su grabación del Concierto para bandoneón y orquesta de Piazzolla, con la Orquesta del Teatro Lliure de Barcelona. Años más tarde, cuando Martín Bauer me invitó a proponer una microópera para el CETC, le escribí, nos encontramos, le di a leer El rufián moldavo como espacio imaginario, no como anécdota. Compuse un libreto en tres escenas breves, para un actor y una bailarina, con Mainetti tocando en vivo. De allí surgió la suite Raptos, que luego grabamos, y mi amistad con él. Más tarde, Marcelo Lombardero, cuando era director artístico del Colón, meses antes de ser desplazado por la llegada de un tal Sanguinetti, nos encargó una ópera de cámara para el centenario del teatro. Allí nos lanzamos, con el respaldo de la entonces Fundación Szterenfeld. Marcelo fue el motor de Ultramarina y Mainetti y yo le confiamos el destino de nuestra obra, por haber sido encargo suyo y por la confianza y admiración que sentimos por su trabajo.
–Hay un género que parece de tu entera invención, que deriva de la intersección entre el documental y la autobiografía, y que hermana películas y novelas. ¿Cómo se integra Carta a un padre en esa genealogía?
–Es una película que se me fue haciendo necesaria a medida que avanzó, penosamente, durante dos años, su preproducción. Es un film de voces donde las imágenes comentan ese relato verbal, algo que el cine sonoro pocas veces intenta. Aquí no es la palabra lo que presta sentido a las imágenes sino lo contrario. El lugar del nuevo film en una posible genealogía es algo que podrán ver los demás, yo estoy demasiado cerca y no tengo perspectiva suficiente.
–¿Cuándo y por qué sentiste la curiosidad de investigar la vida de tu padre?
–Las razones que me llevaron a intentar este trabajo palpitan, oscuras, no formuladas, muy adentro. Si quisiera darles la palabra, creo que se me muere el film.
–La música tiene en tus películas una significación muy especial. ¿Cómo resolviste la banda de sonido de Carta a un padre ?
—Después de haber trabajado dos veces con Ulises Conti, y montado mis dos "films de cámara" anteriores sobre su música, en éste decidí no incluir música hasta los cinco penúltimos minutos (elegí la del Chango Spasiuk), sobre la toma del cielo donde se apaga la última luz del día. De ese modo creo que permito mirar y escuchar más concentradamente ese momento irrecuperable. En el resto del film hay una espléndida partitura de sonidos naturales y pocos efectos sonoros, creada por Julia Huberman, cuyo trabajo mereció muchos elogios en París.
–Una atención no menor que la que le prestás a la música es la que te reclama el uso de la cita
–En Nocturnos, mi film anterior, incluí citas de poemas sobre la noche como monólogo interior del protagonista a todo lo largo del film. Desde Hölderlin y Novalis hasta Alfredo LePera. En Carta a un padre solo intervienen cerca del final, cuando el narrador-investigador pisa finalmente tierra de Entre Ríos. Los elegidos fueron Arseni Tarkovsky, Georges Perec y Wilcock.
–En tus películas, en tus libros y en tus trabajos para la escena se nota un solapamiento entre el mundo de Europa Central y el mundo del tango. Ambos parecen compartir una especie de sensibilidad extraterritorial, si me permitís esa aberración conceptual. ¿Cómo se articulan esas dos sensibilidades?
–Europa Central, el tango, lo nacional y lo popular… Todo esto fue brotando en mi sensibilidad cuando me mudé a Europa. Joseph Roth se convirtió en mi autor de cabecera, Schnitzler me sugirió argumentos, Karl Kraus me resultó un espejo y podría seguir. Al mismo tiempo, empecé a escuchar el tango con el oído limpiado de localismo porteño. Hubo letras que, descubrí, me decían cosas que yo había vivido: Homero Espósito, Enrique Cadícamo, imprevistamente el Amadori de "quién hubiera dicho". La música siguió. Hoy es un lugar común ser devoto de Pugliese, pero yo lo "descubrí" tarde. O no. Como dijo Horacio Salas, "el tango te espera"… Cómo se articulan Mitteleuropa y el dos por cuatro, no sé. Tendría que analizarme, algo que he evitado toda mi larga vida. Debo ser el único judío argentino de clase media que nunca se analizó.