Dos niños y ningún monstruo
Quizás no sea tan rígida ni tan infranqueable, pero está ahí: la distancia entre infancia y adultez. La zona que nos distancia de nuestros hijos, ese territorio difícil de aceptar donde los seres que más queremos se nos vuelven opacos. Es imposible –y está bien– saberlo todo sobre ellos. No hay manera –y está bien– de conocer al dedillo esa otra vida que tienen cuando no están con nosotros: de chicos, en la escuela, en algún cumpleaños, en el club o donde sean que hicieran lo suyo lejos de nuestra mirada. De adolescentes, ni qué hablar.
Hace unos días vi una película del director japonés Hirokazu Kore-eda cuyo título se transformó, a efectos de su circulación en la Argentina, de modo poco feliz. Monster se llamaba originalmente; La inocencia es el nombre con el que se la estrenó aquí.
En la película hay dos niños a los que les pasa algo y unos cuantos adultos que –incluso los mejor intencionados– no tienen la más pálida idea de cómo hacer para entenderlos, acercarse, franquear esa brecha que de golpe se revela demasiado profunda (no solo no entienden lo que les pasa a los chicos; en ocasiones empeoran todo).
"Vemos al mundo, armamos vínculos, juzgamos, amamos u odiamos en base a una mirada que siempre, –fatal, estructuralmente– será estrecha"
Kore-eda es un enorme cineasta y por eso, al contar lo que podría ser una pequeña historia en una escuela japonesa, cuenta muchísimas cosas más. Por lo pronto, el tema de los puntos de vista. El relato de La inocencia tiene algo de rompecabezas (el eco de Rashomon está ahí); parte de la película está narrada desde el punto de vista de la madre de uno de los niños, otra parte desde el punto de vista de un maestro, otra desde el de los chicos. En el ensamble de esas piezas se ganan algunos detalles, otros se pierden. Kore-eda nos lo recuerda: vemos al mundo, armamos vínculos, juzgamos, amamos u odiamos en base a una mirada que siempre, –fatal, estructuralmente– será estrecha. Entre nuestra percepción y lo percibido, la vida desborda, inapresable. Nunca sabemos nada, ni siquiera acerca de las personas más cercanas. Y eso es fuente de dolor, de mil equívocos. También, de libertad.
Sin ningún tipo de originalidad, quien esto suscribe adoró, casi inmediatamente, al personaje que interpreta Sakura Andō, la madre de uno de los chicos. Mujer que a la mañana deja a su hijo en la escuela y recién lo vuelve a ver por la noche, luego de cumplir nutridas horas de trabajo, pasar por el supermercado, hacer algún trámite y llegar a casa cargada hasta la cabeza para saludar al niño un poco a las apuradas porque hay que hacer la cena... Hasta que un día percibe que algo no anda del todo bien. Y a todo ese trabajo enorme, cotidiano y solitario, se agrega la pesquisa, la angustia, las elucubraciones, las visitas continuas a la escuela, las hipótesis de conflicto (todas, por supuesto, equivocadas).
También amé al pequeño Yori, interpretado por el niño Hiiragi Hinata. El “monstruo” del título original: actor adorable, personaje adorable, no solo a cargo de algunos de los momentos más luminosos del film sino también de una de sus revelaciones más inesperadas.
Yori, bello y pequeño como un angelote, parece haber nacido para ser amado. Pero recibe, en cambio, una considerable dosis de la crueldad que suele habitar este mundo. Podría haber optado por la cohibición o el resentimiento, pero no lo hace. Se construye un mundo propio, descubre –como en un cuento de hadas reversionado– que no solo los lobos son parte del bosque, y anima a su amigo Minato a adentrarse con él en una zona de fantasía no exenta de riesgos ni de impactos en la vida real.
La película mereciera verse solo por la luz que Kore-eda captura en las escenas finales, mientras los dos amigos corren por entre matorrales, próximos a la ciudad y a la vez lejos. O por la música de Ryuichi Sakamoto, que murió dos meses antes del estreno, en 2023, del que terminaría siendo su último proyecto artístico.
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