Dos historias de parejas
Entre 1951 y 1960 Nelson Rodrigues publicó en el diario Última Hora casi dos mil relatos que lo convirtieron en el autor más popular en Río de Janeiro. Adriana Hidalgo edita ahora en español La vida tal cual es, una selección de esos textos, que lleva el título de la serie creada por el escritor brasileño, de la que aquí ofrecemos un adelanto
Era bonita, aunque empalagosa. Asdrúbal la veía, por primera vez, en una fiesta, en casa de familia. Le preguntó a Penaforte:
-¿Te suena esa carita?
-¿Cuál de todas?
-La que está de verde. ¿La conoces?
Penaforte, que se daba con todo el mundo, la identificó:
-Sí. Se llama Odete. Buena chica, pero tiene un defecto.
-¿Cuál?
Y el otro:
-Se prende como garrapata. Y no se suelta más. No te la recomiendo.
Aunque advertido, Asdrúbal se dejó llevar por la apariencia, realmente simpática, de la muchacha. Linda de cuerpo y de cara. A la primera oportunidad, la sacó a bailar. Listo. Hasta que se acabó la fiesta no se separaron. Y cuando Asdrúbal se despidió, a las dos de la mañana, tenía la dirección, el teléfono y un encuentro marcado para la tarde. Penaforte, que se marchó con el amigo, dijo bostezando:
-¿Qué tal?
Asdrúbal resumió:
-Más o menos.
Amor
La verdad es que le había gustado la manera de comportarse, las ideas y los sentimientos de la muchacha. Además, le dijo al amigo bajando la voz:
-Tiene lo que yo llamaría una colita para todos los premios.
Al caer la tarde, tenían su primer encuentro. Y al otro día fueron al cine, a ver una película de acción. Una semana más tarde, Asdrúbal iba a buscarlo al trabajo a su amigo Penaforte. Se sienta, busca un cigarrillo y resume:
-¡Estoy hinchado!
El otro no entiende:
-¿Hinchado de qué?
Enciende el cigarrillo y se larga a hablar:
-De Odete. ¡Es una auténtica patada al hígado! ¡Ya no la soporto más!
Penaforte sonríe:
-¿No te lo dije? ¡Tal cual!
Asdrúbal se pone de pie. Va de una punta a la otra, con una amargura terrible, al tiempo que describe su tragedia:
-Lo peor, lo verdaderamente triste, es que es hermosa, es un ángel entre los ángeles, ¡pero pesada como no hay otra! Todo lo que quiero lo hace, nunca dice que no, es capaz de tirarse debajo de un tranvía por mí. Quiero terminar con esta historia pero no sé qué excusa darle. Dime algo. ¿Qué tengo que hacer?
El otro sacude la cabeza, inseguro:
-¡Yo qué sé! Tal vez lo mejor es que le mientas, que inventes una patraña bien retorcida.
-¿Y cómo?
El amigo explica:
-Una mentira que haga que la relación sea imposible. Odete es una chica muy seria, honesta y demás. Dile, por ejemplo, que estás casado. Alguien como Odete no va a aceptar a un hombre casado, evidentemente. Y listo, ¡con eso se acaba!
Asdrúbal, que había tomado asiento, vuelve a pararse. Se frota las manos:
-¡Qué buena idea! ¡Voy a aplicar esa llave!
La gran pequeña
Cuando se retiró, para encontrarse con la muchacha, iba seguro de que el consejo de Penaforte era genial. No se le ocurrió pensar en el golpe, la desilusión brutal de Odete. Quería liberarse de una historia que, pasado el encanto de las primeras 48 horas, lo hinchaba de aburrimiento y de una indiferencia mortal. Pero cuando la vio, más tierna que nunca, más abandonada e indefensa, tuvo un cierto escrúpulo. Logró, sin embargo, dominar su propia conciencia. Suspiró:
-¿Sabes que este va a ser nuestro último encuentro?
Asombro:
-¿Por qué?
Y él, colorado de la mentira cruel:
-Por lo siguiente: estoy casado, ¿te diste cuenta? Casado y... -de ahí en más tartamudea-: Sería una indignidad de mi parte crearte más ilusiones... Porque, lógicamente, no vas a querer estar de novia con un hombre casado... ¿No es así?
Silencio. Asdrúbal abre los ojos de par en par. Ella, con la cabeza recostada sobre su hombro, llora en silencio hasta que responde:
-Si pudieras casarte conmigo, excelente. Si no puedes, paciencia. Yo te necesito, necesito tu cariño.
Con una incomodidad monstruosa, Asdrúbal alcanza a decir:
-Pero... ¿y los demás? ¿Qué van a decir tus parientes, tus conocidos, los vecinos?
Odete, en su heroísmo de enamorada, parece desafiar al mundo: "No me interesan los demás. Me interesas tú, tú y ninguna otra persona". Tiembla, al decir eso, como si la atacara una súbita infección. Y, de repente, se aferra a él, en un arrebato que lo intimida y abruma:
-Lo único que quiero de ti es lo siguiente: que digas, ahora, en este mismo momento, que yo te gusto. No hace falta que te guste mucho. Con un poquito alcanza. ¡Dime! ¿Te gusto un poquito?
El pobre diablo capitula y concede:
-Un poco, sí.
Fue suficiente. Ella se estremece en una de esas sacudidas que a las mujeres las electrizan.
-¡Gracias, tesoro! -llora de felicidad-: Para mí, ese poquito es mucho. Es todo, ¿me oíste?
El torturado
La dejó en la puerta de la casa y se marchó, fuera de sí. Caminando, inmerso en la noche, hablaba solo: "¡Esto es increíble! ¡Increíble!". A eso de las diez, fue a golpearle la puerta a Penaforte. De casualidad, el amigo se había acostado más temprano, engripado. Asdrúbal rugía:
-¡Me salió el tiro por la culata! ¡Quedé más pegado todavía!
Metido en un pijama de no sé cuántos colores, lidiando con una mucosidad inagotable, Penaforte se permitió una ocurrencia siniestra:
-¡Estás frito! ¡La única es que emigres a la China, a la Cochinchina! ¡Y que te ayude el diablo!
El otro, sin embargo, atravesaba una desesperación sincera y profundísima:
-Te digo algo: la convivencia con ciertas mujeres trae cáncer. No es broma, es la pura verdad. Y si yo sigo con esta chica, si sigo viéndola y hablando con ella, voy a acabar con un cáncer o, como mínimo, con una úlcera. Toma nota.
El ángel
Al comienzo, Penaforte no le dio entidad a la angustia del amigo. Pensó que Asdrúbal exageraba para divertirse. Unos quince días más tarde, sin embargo, lo encuentra en la avenida preso de una terrible depresión. Lo interpela: "¿Cómo fue? ¿Cortaron la relación?". La respuesta fue un hondo gemido: "No". Se sentaron en un bar, los dos, y Asdrúbal soltó la lengua: "¡Soy un cobarde! ¡Un miserando!". Penaforte, curioso e impresionado, indagó: "¿Y ella?". El otro ríe sórdidamente:
-Odete está cada día peor. No tiene ni un defecto, ni una sola falla. Es la única mujer perfecta, cien por ciento, en serio. Y a mí ya me convenció de que nunca voy a poder sacármela de encima. ¡Nunca! Penaforte trató de llamarlo al orden:
-¡Pare el carro, amigo! ¡Tampoco es así! Nadie está obligado a amar a nadie, ¡caramba! ¡Desaparece, piérdete de vista!
Casi llorando:
-¡No puedo! ¡Vendría detrás de mí! ¡Sería capaz de perseguirme hasta el quinto infierno!
Solución
Y, de hecho, Asdrúbal no hacía nada que ella no supiera o no vigilase. Durante el día, Odete lo sometía a un implacable cerco telefónico. Había llegado al colmo de llamar, cierta vez, a su casa a las cuatro de la mañana. Y si él la trataba mal, casi a puntapiés, ella se volvía más dulce, humilde y cariñosa que nunca: "No hace falta que me ames, basta con que te ame yo". Ese amor incondicional, ese fanatismo de mujer, generaba en él un colapso de la voluntad. Frente a ella se sentía indefenso, derrotado. No podía verla sin que su estómago se contrajera. Y le negaba cualquier caricia. Pero Odete, cada vez más enamorada y sumisa, susurraba: "No es nada, no es nada". Hasta que cayó enfermo, muy enfermo. Viendo a su alrededor caras asustadas, sospechó. Tanto le insistió al médico, que este acabó pronunciando la palabra: "Cáncer". En ese momento, Asdrúbal se sacudió entre las sábanas, en una euforia hedionda:
-¡Gracias, gracias!
Entendía la muerte como una liberación. Morir era quedarse solo, libre de Odete, de sus cariños, libre. Pero se engañaba. A horas de su muerte, todavía lo acompañaba un resto de lucidez. Entonces ve cómo Odete se arrodilla ante él para decirle: "¿Ves este frasquito? Es veneno. Moriré contigo". Devorado por la fiebre, Asdrúbal ya no razonaba bien. Se imagina una muerte doble, de él y de ella, un cajón y una tumba igualmente dobles, donde comienzan a pudrirse juntos, unidos en la vida como en la muerte. Murió con ese pavor.
EL PADRE
El padre, Don Alfredo, tenía una flota de trescientos ómnibus, que circulaban día y noche por la ciudad. Era un hombre rico, muy rico, millonario. El día en que la hija se puso de novia, él, con una satisfacción bárbara, la llamó:
-Ven aquí, hija querida, ven.
Dígase, de paso, que Don Alfredo, a pesar de su fortuna inmensa, no había hecho más que la escuela primaria y era de origen muy humilde. Sabía tres de las cuatro operaciones: sumar, restar y multiplicar. Dividir, no; a los cincuenta años, no sabía dividir. Por otro lado, sus modales o, mejor dicho, su falta de modales saltaba a la vista. Tenía una educación más que discutible. Y no faltaba quien, envidioso de su prosperidad, rezongara: "¡Es un burro!". En fin, lo cierto es que el día en que su hija, Dorinha, pasó a ser la novia del Dr. Fernando, él la llamó: "¿Todo bien, hijita? ¿Todo ok?". La pequeña respondió: "¡Todo bien!". Masticando un cigarro infecto, el viejo miraba alrededor: "¿No falta nada?". En un gesto grosero, se golpeó los bolsillos e insistió:
-¡Mira que dinero hay! Si quieren alguna cosa, con pedir alcanza. ¿Qué es lo que quieres? ¡Vamos! ¿Quieres alguna cosa?
Dorinha vacila. Y entonces, delante del padre, sueña en voz alta:
-Papá, usted sabe qué es lo que más deseo en la vida. Lo sabe, ¿no?
-¿Qué?
Y ella:
-Un hijo. Es lo que siempre quise: un hijo.
Don Alfredo se frotaba las manos:
-¡Pero eso es seguro, mi hija! ¡Eso es pan comido! -y repetía-: Es lo de menos. Tú te casas y listo, ¿entiendes? ¡En serio!
Flor de muchacha
Había entre padre e hija un contraste de temer. Mientras Don Alfredo representaba una suerte de gángster, un Al Capone del transporte público, Dorinha era una belleza frágil, delicada, o, como decían, un biscuit. Había estudiado en los mejores colegios, hablaba correctamente el francés, el inglés, bordaba con un gusto de hada y era una eximia pianista. A los dieciséis años se había sentido atraída por el abogado de la empresa del padre, el Dr. Fernando, un joven bonito, vagamente afectado, que besaba en la mano a las señoras y andaba siempre con el aire de alguien que acaba de lavarse la cara. Pero la característica que más impresionaba y deslumbraba al suegro era esta: lloviera o hiciese sol, el Dr. Fernando iba de chaleco y polainas. Por lo demás, un hombre que sabía vivir. Don Alfredo, en su contundente falta de tacto, en su bestial espontaneidad, decía abiertamente:
-Me gusta mi futuro yerno porque es muy bueno para adular. ¡Generalmente de un lamebotas sale un gran marido! -Presunción, como se ve, un tanto precaria. Pero el hecho es que el noviazgo iba viento en popa. Don Alfredo vivía provocando a las mujeres de la familia:
-¡Quiero un casamiento de tirar la casa por la ventana! ¡Gasten sin culpa ni piedad! -y mostraba la cartera, hinchada-: ¡Miren que dinero hay!
El nieto
La actitud inadecuada no estuvo ausente el día de la boda. Don Alfredo, sin la menor noción de sus inelegancias, le daba enormes manotazos en la espalda al yerno:
-Quiero un nieto, ¿entendiste? ¡Un nietito bien logrado! ¡Y volando!
Festejaba sus propias picardías. Y tenía, si se presta la comparación, la risa gruesa y gemebunda de un perro de dibujo animado. Los invitados se reían, también. Pero un vecino, por lo demás un fracasado, le cuchicheó al oído a otro: "¡Qué bestia!". Se refería, claro está, al desubicado jefe de familia. Muy bien. A eso de la medianoche parten los novios a su luna de miel. Y antes de que el auto entrara en movimiento, Don Alfredo metía la cara por la ventanilla:
-¡Mira que quiero mi nieto, eh!
Y el yerno, grave:
-Por supuesto, por supuesto.
Calamidad
Después de unos veinte días, vuelve la pareja. La madre, Doña Eduarda, quiere saber: "¿Todo bien, hija?". Todo bien, sí. Pese a todo, la muchacha parece inquieta: "Mamá, el único tema es que todavía no estoy sintiendo nada". Doña Eduarda sonríe: "Todavía es temprano. Con calma, hija, con calma". Al otro día, Fernando va a la empresa a retomar sus tareas. Pero el suegro, casi enojado, lo manda de vuelta:
-¡No, señor! ¡En absoluto! ¡Tu lugar es al lado de tu esposa!
El otro insiste: "¿Y el trabajo?". Don Alfredo ya está tronando:
-¡Tu trabajo ahora es el de marido de mi hija! ¿Estamos de acuerdo?
¿Cómo ir en contra de un suegro que tiene trescientos ómnibus en circulación, además de terrenos, apartamentos y quién sabe qué más? El viejo fue a acompañarlo, cordialmente, hasta la entrada. Mira a derecha y a izquierda, baja la voz:
-El asunto de mi nieto va en camino, ¿no? ¡Excelente! Y mira: el día que el médico diga que la cosa marcha, ese día te pasas por aquí, que yo te firmo un cheque por cien mil cruzeiros, para que tengas para tus caprichos.
Decepción
El tiempo pasó. Después de cuatro meses, la decepción era trágica: nada, absolutamente nada. Dorinha regresaba de sus visitas mensuales al médico con una depresión terrible: "¡Mis amigas tienen hijos hasta de parado! ¿Por qué yo no?". El suegro perdió la paciencia con el yerno: "¿Qué es lo que te pasa? ¿No estarás durmiendo mucho?". Enfundado en su eterno chaleco, en sus indescriptibles polainas, Fernando abría los brazos: "No sé, no lo entiendo". Con la intención de aguijonearlo, le recordó, guiñando un ojo:
-Soy un hombre de palabra. Te dije que te daba cien contos, ¿no? Ya puedes ir contándolos. ¡Es plata en el bolsillo!
Desesperado, Fernando corre a ver un médico: se hace todos los exámenes. Y recibe un impacto cuando el doctor, golpeándole suavemente el hombro, anuncia:
-No puedes tener hijos. No puedes.
Desesperación
Fernando no quería ni imaginarse la reacción de la mujer, de los suegros. No le comunicó a nadie los resultados. Con un descaro impuesto por las circunstancias, se mostraba asombrado: "¡No sé, no consigo entender!". Y era algo que todos constataban: la dulce, lánguida y diáfana Dorinha tenía esa única y salvaje pasión, la maternidad. Quería ser madre, eso era todo. Arrinconado por el suegro, Fernando se refugiaba en esta disculpa: "¡Pero yo no puedo hacer milagros!". Don Alfredo lo encaró con el dedo en alto:
-¡Hacer un hijo no es milagro! ¡Nunca fue milagro, animal!
El fin
Transcurrió un año. Fernando iba por los rincones de la casa con su humillación. En cuanto a Dorinha, había perdido la alegría de vivir, petrificada en su angustia. Y, de un día para otro, ocurre el milagro. Dorinha vuelve del médico con la gran noticia: "¡Estoy, estoy!". Al delirio general sólo le faltó una voz: la del presunto padre que, sentado, las manos sobre las rodillas, abría grandes los ojos, incapaz de articular palabra. Finalmente, se pone de pie y le dice a su mujer: "Voy a darle la noticia a tu padre, personalmente". Y sale volando, en auto, para la empresa de ómnibus. Llega y corre al despacho del viejo. Don Alfredo tuvo una tremenda alegría. Lo abrazó, llorando, al yerno; le ofreció que esa semana se tomara un descanso. En fin, un auténtico carnaval. Llegado un momento, dice: "¿Cuánto era lo que te prometí? ¿Eran cien, no es cierto?". Entonces el yerno se le acerca y, con una media sonrisa innoble, lo pone al tanto de los estudios que se había hecho tiempo atrás: "No puedo ser padre, ¿me entiende?". Respira hondo y concluye:
-Así las cosas, quiero más. Cien me parece poco. Trescientos, como mínimo.
El viejo se puso de pie, asombrado. Y súbitamente entró a gritar:
-¿Así que no es tuyo? Entonces, olvídate: no vas a ver un centavo. Y ahora, ¡a la calle! ¿Me oíste? ¡A la calle!
El yerno salió de allí a las bofetadas.
FIN
Traducción: Cristian De Nápoli
Ciclo de cine paracelebrar
Con el fin de conmemorar los cien años de Nelson Rodrigues, que se cumplen el 23 de agosto, la Embajada de Brasil programó un ciclo de films sobre obras del autor:
7/8: La fallecida (1965). Historia de una mujer pobre obsesionada con recibir a su muerte un entierro de lujo. Dirección: Leon Hirzman
14/8: Boca de Oro (1963). Tres versiones sobre el asesinato de un bandido. Dirección: Nelson Pereira dos Santos
21/8: Toda desnudez será castigada (1973). Amor y tragedia en el seno de una familia conservadora. Dirección: Arnaldo Jabor
28/8: Vestido de novia (2006). Recuerdos y alucinaciones de una mujer al borde de la muerte Dirección: Joffre Rodrigues.
Los films serán exhibidos los martes, a las 19, en Cerrito 1350, con entrada gratuita y subtítulos en español.
Adn Rodrigues
Recife, 1912 - Río de Janeiro, 1980
Dramaturgo, cronista y narrador, hizo de Río de Janeiro el escenario de sus cuentos más exitosos. Fue el quinto de catorce hermanos y a los 13 años ya trabajaba como cronista de policiales en el diario carioca de su padre. El golpe de Estado de 1930 sumió a la familia en la pobreza, y en 1940, por consejo de un amigo, comenzó a escribir teatro para ganar dinero. Diez años después, gracias a piezas como Vestido de novia, La fallecida y El beso en el asfalto se lo señalaba como el renovador de la escena brasileña. Sostuvo opiniones políticas controversiales, conquistó amores y odios. Caetano Veloso lo recordó como el escritor que "captó el alma lírica del brasileño"