Dos espárragos y un viaje al Siglo de Oro
El plato no llegaba a ser del tamaño de los de postre, pero para traer a la mesa una típica “tapa” española, que nunca llega a “media ración” ni a nada que pueda considerarse “entero”, se veía tentador. Exhibía cruzados dos tallos verdes coronados con sendos huevos como respuesta definitiva al anzuelo que había dejado colgando ante nuestras bocas la carta del pequeño puesto de Madrid, que ponía entre sus especialidades: “Espárragos… como los comía Lope de Vega”.
-”¿Y cómo comía los espárragos Lope de Vega?”, pregunté enseguida.
-”Pues pídalo y verá”, nos había desafiado el mozo del mercado Antón Martín.
El caso es que ahí estábamos, un grupo de periodistas en un alto de la agenda de trabajo, a la salida del Museo Reina Sofía, donde sin ser Mick Jagger nos habían dejado fotografiar con el Guernica de Picasso, que nos enseñaron a leer “como se debe”, de derecha a izquierda (desde septiembre de este año, están permitidas las selfies con la obra cumbre del pintor, para todos, ya no sólo para celebridades). Pedimos una tortilla (entera), un pulpo casi completamente teñido de rojo de tanto pimentón (media ración), las primeras croquetas de serrano de un largo desfiladero semanal y este dúo de vegetales que –para mí– son una perdición. Tal vez sea por el cambio climático o algún otro motivo completamente alejado de mi escasa sabiduría agrícola, pero –de vuelta en Buenos Aires– hace pocos días encontré que todavía algunas verdulerías los estaban vendiendo en atados que aparecen hacia octubre y que con suerte duran dos meses. Fue entonces que planee cocinarlos. Busqué la receta en Internet, sin pensar que eran un verdadero clásico y, como pasa muchas veces cuando uno busca, encontré un trampolín al Siglo de Oro Español.
Resultó que Lope de Vega, además de prolífico poeta y dramaturgo, era a finales del mil quinientos un buen jardinero, y cuentan que entre rimas y romances (también de los otros, porque vaya si ha sido un hombre de amoríos, con al menos quince hijos documentados) cuidaba en un rincón privilegiado una huerta con alcauciles, frutillas y hierbas aromáticas con las que sazonaba varios de sus manjares. Remarcan en la casa museo que lleva el nombre del autor, que la importancia social y la situación económica de alguien ya entonces se podía notar en lo que comía y bebía. Y la gastronomía de la época muy comúnmente saltaba de la mesa a los óleos y a las páginas; Cervantes, Góngora, Tirso, Calderón, Quevedo y, por supuesto, Don Felix, hacían continuas referencias a las comidas, los vinos, las frutas o los dulces. Aquí cuentan que Lope desayunaba torreznos (lo que nosotros podríamos conocer como chicharrón), una confitura de cortezas de naranja sumergidas en miel y aguardiente. Que para el almuerzo era habitual la olla podrida, receta estrella del Siglo de Oro que mezcla verduras y carnes de todo tipo, y finalmente sí, a la hora de la cena, se pasaba al bando frugal: elegía los espárragos de su propia huerta y los comía cocidos, aderezados con limón y pimentón, y acompañados de huevos escalfados o poché.
Nada especificaban las recetas sobre si Lope –o quien se los preparara– los cocía al agua, al vapor o a la plancha, si los comía crujientes o blandos, si prefería los gruesos o los más delgados. En algunos casos recomendaban servirlos en cazuela, ya cortados en cubos, en lugar de los tallos enteros como los había traído el mozo aquel mediodía, aunque de ese modo me resultó una comida muy invernal para nuestro almanaque. De pronto los espárragos cobraron para mí un protagonismo inusitado en la biografía del escritor. Me demoré –tampoco tanto– lo suficiente como para que la curiosidad se convirtiera en distracción y se me fuera el tren: ya no hay espárragos en mi barrio. Será el año que viene, justo después de que florezca la orquídea, puntual organizadora de mis primaveras. Así lo recordaré.