Dos escritores y una conversación que ya lleva casi medio siglo
Sylvia Iparraguirre y Abelardo Castillo, que hoy recibirán un Konex a las Letras, cuentan delicias (literarias y de las otras) de la vida de a dos
Reciben cada uno un premio Konex; después de la ceremonia, se lo llevan a la misma casa. No es una escena fácil de imaginar, pero este año les pasó a Abelardo Castillo (79) y Sylvia Iparraguirre (67). En la edición 2004-2014 del galardón que se entrega esta tarde ganaron, respectivamente, el premio de Brillante de las Letras Argentinas, y uno de Platino, en categoría novela.
Iparraguirre y Castillo viven juntos desde hace cuarenta y tantos años. Aunque se consideran "individualidades absolutas", bajo el mismo techo escribieron libros como La tierra del fuego, Crónica de un iniciado, El Parque, El que tiene sed, La orfandad o Las maquinarias de la noche. Castillo no vacila en despertar a su mujer para leerle un poema de Rilke; ella, a veces, prepara una bandeja para compartir un picnic a las cinco de la madrugada. Son la clase de pareja que, en una fiesta de cien personas, prefieren conversar entre ellos. Lo que sigue intenta captar algo de esa conversación que lleva casi medio siglo. El entrevistador pregunta; ellos se divierten, hablan de literatura, juegan a acusarse mutuamente de robarse los libros y, por momentos, parecen olvidar que el resto del mundo existe.
–¿Qué fue lo primero que cada uno leyó del otro?
Castillo (a Iparraguirre): –Cuando vos llegaste por primera vez a la revista El escarabajo de oro, yo estaba leyendo Noche para el negro Griffiths. Estaba totalmente concentrado en mi lectura.
Iparraguirre: –Y yo estaba en otra cosa. Estaba en la facultad y ahí no se veía a ningún escritor vivo; leíamos a escritores del Siglo de Oro. Pero tuve una gaffe: me vestí como para una gran ocasión y estaba todo el mundo vestido muy normalmente. Me sentía como en examen, pensaba que todos me iban a preguntar: "¿Qué te parece?". Y yo no sabía qué decir.
A. C.: –La primera narración de ella que leí fue el cuento "Toda una tarde de la mano, al costado de la vía". Que me asombró por la habilidad formal y por cierta gracia del personaje del chico, que en lugar de hobby decía "obi". Sigo creyendo que es uno de los mejores cuentos de Sylvia.
–Vos, Sylvia, eras más joven. Sin embargo, no se nota influencia de Abelardo en tu escritura.
S. I.: –En realidad tengo una inmensa influencia de Abelardo, pero en el sentido del oficio de escribir. En un sentido profundo estamos totalmente de acuerdo, pero en otro somos muy diversos. Por ejemplo, en La tierra del fuego perseguí el tema de Jemmy Button durante meses; Abelardo no lo habría hecho. Él tiende a un punto más existencial, con una prosa más tensa. Yo tiendo a ver fragmentos, tranches de vie, como dicen los franceses.
A. C.: –Además, yo tengo cierta resistencia a eso que se llama novela histórica. Creo que ésos son temas que se deben tratar en el teatro. Por fortuna, además de ser, probablemente, la mejor novela de Sylvia, La tierra del fuego no es una novela histórica. Es una novela contemporánea que narra un hecho histórico.
–Abelardo, usted dijo una vez que Sylvia puede ser demoledora en sus críticas.
A. C.: –Cuando le leí por primera vez Crónica de un iniciado, Sylvia me demolió literalmente tres capítulos. Me dijo: "Pero esto es muy sesentista". Y tenía toda la razón. Eso me sirvió para reducir esos tres capítulos a uno.
–Sylvia, ¿qué entendías por "sesentista"?
S. I.: –Abelardo me lleva algunos años, no demasiados, pero sí algunos, y había vivido la etapa de los 60 de un modo diferente; yo veía esa época con cierta distancia. Digamos que soy un poco alérgica a las grandes palabras.
A. C. (a S. I.): –Vos escribiste un cuento que me parece espeluznante. Es terrorífico, pero sucede en tres días. Y Sylvia creía que tenía que contar lo que sucede en el primero, el segundo, el tercero. Le dije: "Sylvia, uno impone el tiempo. Podés hacer pasar un año en una línea; lo único que tenés que saber es qué pasó en ese año que no le contás al lector".
–Hay escritores que les gustan a ambos: Tolstoi, Faulkner, Kafka, Poe. ¿Hay alguno que sea motivo de disenso entre ustedes?
S. I.: –André Gide. Abelardo me ha conminado a leerlo. Me lee cosas de Gide en voz alta. Y yo una vez, para su ofensa total, le dije: "Eso es moho francés".
A. C.: –Pero no leíste La puerta estrecha. Además, Gide fue uno de los hombres más honestos que existieron.
S. I.: –Pero se iba de turismo sexual a Marruecos.
A. C.: –¡Pero eso no tiene nada que ver con la literatura de Gide!
S. I.: –Yo te comprendo, pero ese amor por la mujer, y después se iba con el marinero...
A. C.: –Eso se llama contradicción existencial.
S. I.: –Entiendo, pero no me gusta.
A. C.: –Lo que pasa es que vos estás más formada en la literatura inglesa.
S. I.: –Eso es cierto. Punto a favor [risas].
A. C.: –A mí lo contrario me pasaba con Virginia Woolf. Pero soy más flexible que mi señora [risas]. A veces me aburre inmensamente, pero ha escrito libros notables.
S. I.: –Yo leo mucha teoría de la literatura y Abelardo, mucha filosofía. Vuelvo siempre a Mímesis, de Erich Auerbach, Bajtín, El campo y la ciudad, de Raymond Williams. Todo lo sólido se desvanece en el aire, de Marshall Berman. Son libros en los que siempre encontrás algo.
A. C.: –La teoría de la literatura va hacia lo abstracto, y cuando yo hablo de literatura voy a lo concreto. Sin embargo, el pensamiento abstracto se me da en la ciencia o la filosofía. Me interesan más los apriorismos kantianos respecto del tiempo que un ensayo sobre el tiempo en la novela.
–Ustedes tienen dos bibliotecas. ¿Tienen libros repetidos?
A. C.: –Cuando nos conocimos, tenía ya la biblioteca formada y ella consideró que eso era bien ganancial [risas].
S. I.: –Bueno, Mímesis, que tengo desde la facultad, vivió mucho tiempo en tu biblioteca.
A. C.: –Está en mi biblioteca.
S. I.: –No; lo recuperé [risas].
–Los escritores tienden a manejar su vida cotidiana con bastante independencia del mundo exterior. ¿Cómo lo hacen ustedes?
A. C.: –Al principio podía influir la diferencia de horarios, aunque Sylvia también es trasnochadora y tiene horarios insensatos, si uno los juzga desde la normalidad. Pero como no le importa almorzar a las dos de la mañana, eso se solucionó casi de entrada. Y después, no sé si es un defecto o una mera característica, pero yo no puedo planear ni siquiera una lectura seria si no dispongo de todo el día. Si sé que algo va a ocurrir a las ocho de la noche, ese día ya está perdido para mí. Si estoy escribiendo, no quiero interrupciones. Pero creo que el secreto de una relación entre dos escritores es justamente uno que es muy difícil de mantener si no son ambos escritores: poder mantener la individualidad absoluta dentro de ese minicolectivo que es el matrimonio.
S. I.: –Completamente de acuerdo: somos dos individualidades. Yo a veces estoy todo el día sola en casa porque Abelardo está durmiendo: estoy acompañada por él, pero estoy sola. Si uno está escribiendo, por ahí no comemos o comemos a cualquier hora. A veces hacemos picnics a las cuatro de la mañana.
A. C.: –Sylvia es más meticulosa con la comida; sin ella, yo habría muerto de inanición.
S. I.: –Cada uno tiene sus ritos. Abelardo me persigue para leerme cosas. Me gusta que lea poemas en voz alta.
A. C.: –Es que hay cierto tipo de lectura que no podés no compartir. Una vez te desperté para leerte uno de los Sonetos a Orfeo de Rilke. De golpe cayó sobre mí el unicornio y tuve que despertarte. Sylvia es fanática del tapiz La dama y el unicornio. Y hay un soneto de Rilke que no lo nombra, pero va formando al unicorno. Dice que los hombres lo necesitaban y que había un hueco en la realidad donde necesitaba existir ese animal –al que no nombra– y que el amor de los hombres, no el alimento, lo formó, hasta que de la frente le surgió un cuerno. Y vos sentís: es el unicornio, que está naciendo acá, en este momento. Naturalmente, ¿cómo no vas a despertar a tu mujer?