Dos cubanos en el exilio
Rosa de la Cruz repite una y otra vez, del otro lado de la línea, que conocer a Félix González-Torres le cambió la vida. Cubanos en el exilio, ambos venían de mundos distintos y de experiencias diversas, pero compartían la vivencia entrañable de la pérdida y el desarraigo. Para Félix, la infancia era la foto congelada de la familia en una isla lejana, que con el tiempo convertiría en el rompecabezas de sus obras.
Cuenta Rosa que él había salido de niño de Cuba gracias a un programa llamado Pedro Pan, auspiciado por los padres franciscanos, y liderado por fray Antonio, para instalarse en una casa cerca de El Escorial, en España. Tiempo despúes se mudó a Puerto Rico y se conocieron en Nueva York, cuando Rosa y Carlos, su marido, grandes coleccionistas con base en Key Biscayne, Miami, habían decidido dar un giro copernicano en sus compras y volcarse de lleno al arte contemporáneo.
Ella recorría las galerías del Soho con Cristina Delgado, quien le presentó a Félix. Desde entonces fue su mecenas y gran amiga. Tal como recuerda Sonia Becce en el prólogo del catálogo imprescindible -editado por Malba-Fundación Costantini-, algunas de las obras más importantes proceden de la colección De la Cruz. Fue Rosa quien le acercó, en 1996, "con emoción y entusiasmo", el mundo del artista a través de algunas de sus obras, cuando Becce estudiaba en el Bard College de Nueva York. Esa misteriosa fascinación que González-Torres supo irradiar a lo largo de su corta vida es lo que deslumbró también a Robert Storr. Quien fuera curador por años del MoMA y director general de la última edición de la Bienal de Venecia, eligió la obra de Félix González-Torres para exhibir en el pabellón de Estados Unidos, además de incluir trabajos suyos en el Pabellón Internacional; esa doble presencia fue un privilegio que sólo compartieron la francesa Sophie Calle y el argentino Guillermo Kuitca.
Rosa de la Cruz insiste en la "nostalgia repetitiva" como una condición constitutiva de la obra de FGT, una especie de pájaro en vuelo que nunca llega a destino; sin otra huella que la efímera pisada en la arena. Además del amor por Cuba y por el arte, Rosa y Félix amaban la cocina. Cocinar era un placer compartido, e intercambiaban los ingredientes de la sopa de bacalao. En el exceso de esa obra generosa y "distributiva", Rosa de la Cruz advierte los riesgos asumidos por alguien dispuesto a producir en los bordes, en el límite. El último acto de amistad hacia Félix fue la edición de cien libros que celebraban la vida, una tirada especial que en una noche inolvidable en casa de los De la Cruz, Félix firmó de puño y letra... con lápiz.