Dorrego y la voluntad popular
Un libro de la investigadora Inés Calceglia rescata la figura del jefe federal que defendió el sufragio universal un siglo antes de la ley Sáenz Peña
En estos tiempos electorales es bueno recordar a alguien que ¡un siglo antes de la ley Sáenz Peña! insistía en que los sectores populares, a través del voto, debían intervenir en los asuntos públicos de nuestra patria recién nacida.
El título del libro de Inés Calceglia, Dorrego, el primer asesinato político de la Argentina (Ediciones Fabbro), acierta al afirmar que su muerte, decidida por frías razones políticas, fue la que inició la infausta serie de genocidios, sangrientos golpes de Estado y letales atentados que desde entonces vertebraron la historia nacional.
Un punto de interés del texto de Calceglia es su reflexión sobre la importancia de "los tibios" y su complicidad con hechos con los que aparentemente no concuerdan. Es que hubo quienes se oponían al ajusticiamiento del jefe federal. El almirante Brown, gobernador interino de Buenos Aires, y también su ministro de Gobierno, el general Díaz Vélez, abogaron por desterrarlo a Estados Unidos. Pero sus débiles intentos sucumbieron ante la decisión de quienes estaban convencidos de que era necesario deshacerse de ese hombre que abogaba por los derechos de los humildes, lo que le había dado gran popularidad en los extramuros porteños.
No fue casual, entonces, que hiciera su aparición en nuestra historia una palabra que cobraría especial significación a mediados del siglo XX: en sus apasionantes memorias, el general Iriarte cuenta que cierto día, acompañado por Carlos de Alvear, se cruzaron con Dorrego en una de las calles céntricas de Buenos Aires. "Caballeros -les dijo el jefe federal-, les aconsejo que no se acerquen mucho... Como quien no quiere contaminar." Don Manuel tenía un traje ostensiblemente desaliñado y su apariencia era desprolija. Iriarte anotó entonces: "Excusado es decir que esto era estudiado para captarse a la multitud, los descamisados".
El asesinato -que eso fue y no fusilamiento, pues no se cumplió con los rituales castrenses correspondientes- se decidió en torno a una mesa, en un conciliábulo del que participaron el sacerdote Julián de Agüero, Valentín Gómez, Juan Cruz Varela, Salvador María del Carril, Martín Rodríguez, José Díaz Vélez y Bernardino Rivadavia (representado por el francés Hector Varaignes), que era, en realidad, el líder en las sombras. No en vano San Martín, en rabiosa carta a O'Higgins, habló de "Rivadavia y sus satélites". Todos ellos son homenajeados en avenidas y calles de ciudades argentinas.
Si bien no es un tema axial en su texto, lo más valioso del libro de Calceglia es la prolija investigación acerca de las intervenciones de Dorrego en el Congreso Constitucional de 1826, que parió la carta elitista, porteñista, europeísta y antiprovincial que consagró a Rivadavia como nuestro primer presidente. De la lectura de los dichos de don Manuel emerge su pertinaz insistencia en el respeto a la voluntad popular, lo que estaba en las antípodas del proyecto de los "decentes" porteños. "¿Qué reproche no podría resultar contra el Congreso si diese una Constitución que dijese ?ésta ha de ser la forma de gobierno' cuando ésta no estuviese en consonancia con la opinión de los pueblos?".
Como la Constitución, cortada a medida de los intereses antinacionales y antipopulares de la oligarquía unitaria, negaba el derecho a votar a "los criados a sueldo, peones jornaleros y soldados de línea", es decir, a los sectores populares, Dorrego denunció en el recinto dominado por sus adversarios: "¡He aquí la aristocracia del dinero! Sería entonces fácil influir en las elecciones porque no es fácil influir en la generalidad de la masa, pero sí en una corta porción de capitalistas. Y hablemos claro, ¡en ese caso el que formaría la elección sería el banco!". Ese mismo banco dominado por comerciantes británicos y sus socios criollos que, tiempo después, fue activo partícipe de su derrocamiento al negarle los generosos créditos de los que había disfrutado su antecesor Rivadavia, cuyas tropelías y venalidades había denunciado el jefe federal desde su banca y desde El Tribuno.
Cuando hubo de asumir como gobernador de Buenos Aires, no como presidente, pues la Constitución unitaria había caído junto con su inspirador y beneficiario, Dorrego no olvidó, en su discurso de asunción en la Sala de Representantes, su respeto por la voluntad popular: "Resignaré gustoso el mando desde que el verdadero concepto público no secunde mis procedimientos".
Algunos lectores podrán objetar la insistencia de la autora en trazar paralelos, sobre todo en el último capítulo, entre las circunstancias de principios del siglo XIX y las actuales, siendo los vectores sociales, culturales, políticos y económicos diferentes, pero ello no oscurece un texto que vale la pena leer, que se ocupa con respeto, buena letra e investigación de una figura extraordinaria de nuestra historia, a quien el odio de la oligarquía liberal denigra, hasta el día de hoy, erigiendo el monumento a Lavalle de la capital supuestamente federal en el que fuera el solar de la familia Dorrego.
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