¿Dónde están los intelectuales?
Durante la dictadura militar argentina de los años ‘70, confrontados a atrocidades que hubieran parecido inconcebibles hasta hacía una década, varios escritores intentaron analizar y denunciar los hechos que estaban presenciando. Las suyas no eran solo denuncias puntuales, sino hondas reflexiones sobre la naturaleza de la violencia sancionada por el Estado y la corrupción moral subyacente al discurso oficial. El 24 de marzo de 1977, Rodolfo Walsh, escritor de ficción y periodista de investigación, publicó una "Carta Abierta a la Junta Militar" en que la inculpaba por los "quince mil desaparecidos, diez mil presos, cuatro mil muertos, decenas de miles de desterrados". La carta de Walsh terminaba con estas palabras: "Estas son las reflexiones que en el primer aniversario de su infausto gobierno he querido hacer llegar a los miembros de esa Junta, sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumí hace mucho tiempo de dar testimonio en momentos difíciles."
Esto ocurrió hace cuarenta años, y si los "momentos difíciles" cambiaron de protagonistas y de trama, están lejos de haber terminado. Cada día los noticieros reportan un sinfín de eventos atroces, y en varios países (Rusia, Siria, Turquía, Venezuela, China), se siguen encarcelando, torturando y a veces asesinando a periodistas y escritores por darlos a conocer públicamente. Pero en muchos otros países, sobre todo en aquellos cuyos gobiernos disimulan sus atrocidades bajo el pretexto de procedimientos aparentemente democráticos, hace falta algo más que informes esporádicos y desperdigados discursos políticos.
¿Dónde están, en nuestras presuntas democracias, las voces claras, coherentes e irrefutablemente críticas de nuestra época, no sólo denunciando sino analizando en profundidad las causas de tantas atrocidades? Paul Nizan, en su ensayo Les chiens de garde (Los perros guardianes), de 1932, denunció el silencio de muchos pensadores de su época: "Qué hacen los pensadores profesionales en medio de esta conmoción? Se mantienen en silencio. No hacen advertencias. No denuncian. No se transforman. No cambian de opinión. La distancia entre su pensamiento y el universo sacudido por las catástrofes aumenta cada semana, cada día, y eso no los alerta." Y agregó: "Todos los que tenían la ingenuidad de esperar sus palabras empiezan a rebelarse, o a reír."
¿Dónde están, en nuestras presuntas democracias, las voces claras, coherentes e irrefutablemente críticas de nuestra época, no sólo denunciando sino analizando en profundidad las causas de tantas atr
Al menos desde los tiempos de la antigua Atenas, dar testimonio en momentos de abuso estatal se considera un deber ciudadano, parte de la responsabilidad cívica de mantener la sociedad más o menos equilibrada. Ante las leyes y normas oficiales, al individuo le cabe cuestionarlas sin cesar: es en esta tensión (o diálogo) entre lo que se ordena desde el trono y lo que se contesta desde la calle que debe existir una sociedad. Es esta actividad cívica, que Marx, en sus Tesis sobre Feuerbach, de 1845, llamó actividad "crítica práctica", lo que Walsh consideraba ser el rol definitorio del intelectual.
Desde la Antigüedad, los intelectuales han asumido este papel en todas las sociedades que constituimos. Ya sea cobrando honorarios profesionales para moverse en el "mercado público de las ideas", como los sofistas, o por amor a la verdad y la justicia, como Sócrates; ya sea oponiéndose a los rigores de la Iglesia o a los abusos del Estado; ya sea honrados por sus conciudadanos o vilipendiados y perseguidos por sus posiciones públicas, en casi todas las épocas los intelectuales han ejercido la función de voz crítica de la sociedad. Según algunos historiadores, la figura del intelectual moderno nació en Rusia a mediados del siglo XIX, como miembro de la intelligentsia durante las protestas contra el régimen zarista; otros encontraron sus raíces en los dreyfusards franceses liderados por Émile Zola; o bien en la Inglaterra de Coleridge, quien acuñó el término clerisy para definir la clase intelectual que, como responsable por preservar la cultura nacional, se convierte en voz y espejo de sus lectores; mientras otros encuentran los orígenes del intelectual público en los escritores de la Ilustración, como Locke, Voltaire, Rousseau y Diderot. Agreguemos el nombre de Mariano Moreno al prestigioso catálogo.
Este papel, sin embargo, no es una prerrogativa exclusiva de escritores reconocidos como Zola o Locke: cada ser humano debe ser capaz de un pensamiento universal. A menudo el intelectual notable es gente común y corriente que no posee lo que podríamos llamar una voz profesional. Son hombres y mujeres que pueden no ser conscientes (en general no lo son) del papel que asumen, personas comunes que hablan desde un núcleo ético, testigos críticos naturales de su tiempo. Y aquí es útil esta observación de Gramsci: "No hay actividad humana", escribió en su Cuaderno 12, "de la que se pueda excluir toda intervención intelectual, no se puede separar el Homo faber del Homo sapiens." Todos los Homo sapiens podemos, en ciertos momentos, levantarnos y hablar por todos aquellos que están condenados a permanecer anónimos. Poco antes de los acontecimientos de Mayo del 68, Edward Said había definido al intelectual en estos términos claros: "El intelectual, en el sentido que yo lo entiendo, no es un pacificador ni un constructor de consenso, sino alguien que compromete y arriesga todo su ser sobre la base de un sentido crítico constante, alguien que rechaza a cualquier precio las fórmulas fáciles, las ideas preconcebidas, las confirmaciones complacientes de las opiniones y actos de los poderosos y otras mentalidades convencionales."
Lo que nos hace falta en este momento son intelectuales comprometidos que hablen alto y claro sobre nuestra actual situación suicida.
Lo que nos hace falta en este momento son intelectuales comprometidos que hablen alto y claro sobre nuestra actual situación suicida. Necesitamos que nos recuerden, día tras día y noche tras noche, que la esencial característica de una utopía es su inexistencia, y que la responsabilidad de los intelectuales no es soñar con planes de una sociedad utópica que jamás se realizará, sino alzar su voz para mejorar la sociedad que tenemos ahora, tan endeblemente arraigada en esta tierra. Algo que se puede lograr, al menos en parte, con enfrentarnos el espejo del mundo a todos los que lo habitamos y avergonzarnos de nuestra inacción. El periodista del New York Times Charles Blow preguntó a sus conciudadanos en un editorial reciente: "¿Dónde estaban ustedes cuando flotaban los cadáveres en el Río Bravo? ¿Qué dijeron cuando este presidente se jactó de abusar de mujeres y defendió a los hombres acusados de hacer lo mismo? ¿Cuál fue su reacción cuando dijo que entre los nazis había personas excelentes? ¿Dónde estaba su indignación cuando la gente moría a millares en Puerto Rico? ¿Qué hicieron? ¿Qué dijeron? Y a mis colegas profesionales, ¿qué escribieron?"
Quizás estos intelectuales comprometidos estén entre nosotros pero aún no escuchamos sus voces claramente ni los vemos en su verdadera estatura. Quizás, por ser sus contemporáneos, estemos demasiado cerca de ellos, cuando se necesita la distancia de un siglo o dos para reconocer a los Voltaires y Sócrates del presente. Además de esta desventaja de la cercanía, hoy padecemos otra más grave, que amortigua estas voces dondequiera que, como quiero creer, existan.
El siglo XXI es la era de la falta de fe en la palabra. Prácticamente por primera vez en la historia se ha dejado de considerar en general el lenguaje como un instrumento de la razón que nos permite valorar y transmitir la experiencia de la forma más exacta posible. La ambigüedad, la falta de precisión, la aproximación siempre han sido elementos inherentes al lenguaje humano, pero a pesar de estas flaquezas (que los poetas convierten en fuerzas literarias) fuimos capaces de construir puntales, como son el tono, la gramática y una infinidad de recursos retóricos, que hasta ahora habían sostenido el sentido y el significado de la palabra, de manera más o menos eficaz. Hoy en día, sin embargo, el discurso público parece basarse casi exclusivamente en el llamado a la emoción, y la incoherencia ya no se considera una flaqueza del pensamiento, sino una prueba de autenticidad, fruto no de las maquinaciones de una mente fría y calculadora, sino de un impulso sincero "que sale de las entrañas". Un tweet o un eslogan publicitario tiene hoy más peso que un ensayo profundamente meditado. En este clima de irracionalidad, el acto intelectual pierde su prestigio ancestral y, como hemos visto, da lugar a que prevalezcan las fake news y las mentiras públicas. Desde las tarimas del poder, a los intelectuales se les tilda de "enemigos del pueblo", como si estuvieran siempre en contra del ciudadano común, a quien se les acusa de despreciar. En medio de estas imputaciones de negligencia y arrogancia, es más urgente e importante que nunca que voces como la de Rodolfo Walsh den su testimonio cabal, como él lo hizo en su momento. Ninguna excusa puede justificar el titubeo intelectual.
El siglo XXI es la era de la falta de fe en la palabra. Prácticamente por primera vez en la historia se ha dejado de considerar en general el lenguaje como un instrumento de la razón
Ante las Puertas del Infierno, Dante ve la multitud arremolinada de los Indecisos que el Infierno rechaza y el Paraíso no quiere, corriendo en círculos, perseguidos por tábanos y avispas. "Es la suerte ignominiosa", le dice Virgilio (en la traducción de Bartolomé Mitre,) "de las míseras almas que vivieron,/ sin infamia ni aplauso, vida ociosa." Debemos elegir, y la elección a la que todos los intelectuales nos enfrentamos es entre ser o no testigos críticos de nuestro tiempo infame: no cerrar los ojos ante el destino de los débiles, los desamparados, los desterrados en el olvido arrastrados a la costa de Lampedusa o a las orillas del Río Bravo. Pero también de entablar una discusión racional con los que tienen en sus manos las decisiones estratégicas sobre la suerte de aquellos a quienes se les niega la voz. En una palabra, la elección insoslayable entre hablar o callar.
(Traducción de Sérgio Molina y Rubia Goldoni)
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