Hace mucho, mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana, había un director de cine llamado Pedro Almodóvar que resultaba muy divertido. Se reía un poco de todo, aunque se tomaba bastante en serio los sentimientos de sus personajes. Al mismo tiempo, hijo del final del franquismo y personaje colorido de algo llamado la "movida madrileña" (reacción explosiva de libertad de la juventud española después del Tejerazo), que se burlaba de las taras de esos españoles que, como diría el personaje de José Sacristán, no podían pasarse otros 40 años hablando de los 40 años. Hizo entonces muchas cosas: escribió, cantó con bandas punk e hizo películas que tenían mucho de cómico y de grotesco. Que tenían, además, un diseño bien reconocible lleno de colores y azulejos y kitsch consciente (le dicen "camp"), pero, además, un amor por el habla popular que muchas veces derivaba en burla amable. También había melodrama. Porque siempre Almodóvar (las películas de Pedro Almodóvar comienzan con un cartel gigante que dice: "Un film de Almodóvar") no esquivó nunca el gran tema: la pasión enfermiza que a veces –y a veces, no– encuentra cauce en lo cotidiano. La pregunta del arte, la única válida.
Después de ser un señor divertido, el drama creció y creció y la comicidad, aunque presente por secuencias cada tanto, dejó de dominarlo todo. El cambio empezó en Átame (1990) y cristalizó en su oscarizada –y probablemente una de sus peores, más subrayadas, más charladas, más explicadas películas– Todo sobre mi madre (1999). De allí en más, Almodóvar ha tenido éxitos y no tanto (nunca fracasos, especialmente no en la crítica), y ha convertido el estilo desprolijo y urgente de sus inicios en una maestría suntuosa en puesta y movimiento. Sus películas siguen bailando, solo que en vez de pogo, hacen una pavana.
Lo que viene es Dolor y gloria. Esta columna se escribe antes de que comience Cannes, donde compite, disculpe el viaje en el tiempo: quizás Almodóvar ya tenga la Palma de Oro que desea desde siempre con pasión, como Scorsese codiciaba el Oscar. La película es una ficción autobiográfica sobre un realizador que mira hacia atrás en un momento liminar de su vida. De hecho, parece un perfeccionamiento de Los abrazos rotos (2009), que homenajeaba a Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988). El protagonista es ese actor al que Almodóvar hizo estrella mundial, Antonio Banderas. Y aparecen Carmen Maura y Cecilia Roth, fetiches desde la primera película, y esa actriz a la que Almodóvar hizo estrella mundial, Penélope Cruz. Está el mundo provinciano, están los amores, las alegrías y el cine. Sobre todo el cine.
Porque Almodóvar es de esos cineastas que vive a través de las películas que ha visto y las que ha hecho. Posmoderno en un sentido amplio del término, citar otros filmes no es en su trabajo un acto de erudición nerd, sino la construcción de un refugio seguro. El realizador, en realidad, no cita películas: cita las conversaciones o las versiones o el recuerdo de tal o cual escena de tal o cual película tal cual las comentaba –o hubiera comentado– con acento manchego en un pueblito perdido de España. Esa idea de que el arte popular nos incluye en un mundo más grande y sin fronteras y brillante, pero que entrar allí nos deja la nostalgia de perder el patio, el delantal de mamá, la comida casera en loza cachada. De eso está hecho Dolor y gloria, eso explica su título.
Ahora bien: Almodóvar no es ni Iñárritu (un señor envarado que aprendió a mover una grúa y se cree artista por eso) ni Spielberg (otro que se refugiaba en el cine y que solo salió de él en el final de La lista de Schindler). Almodóvar cree menos en el cine que en el amor (por el cine, pero esa es una forma del amor por el resto de las personas y de las cosas). Amor que se confunde con obsesión. Obsesión que se desintegra en tragedia o en burla, aunque siempre alguien es feliz en el último fotograma, como queda claro en Mujeres... o en La piel que habito, su película técnicamente más perfecta. O, volvamos al borrador de Dolor y gloria, en las risas que cierran amables Los abrazos rotos. En Dolor..., le preguntan al personaje de Banderas si el film es una comedia o un drama y dice que no sabe, que eso se sabe al final. El guiño de toda la filmografía de don Pedro, cuyas películas siempre terminan con un accidente feliz y mínimo, es que sí se sabe: la vida es una comedia en la que se llora un poco. La vida es una película de Almodóvar.
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