Diversidad racial: ¿nueva piedra de toque para representar los clásicos?
Un duque negro, en plena Regencia inglesa, se convierte en objeto de deseo; un joven latino diseña el Tesoro de los Estados Unidos; un niño indio busca recuperar su status de Lord en plena Revolución Industrial. Hay múltiples modos de dar vida a los clásicos de la literatura o de revisitar la historia de un país. “Sé daltónico (al menos mientras dure la historia que te quiero contar).” Este es el pacto que el espectador acepta o rechaza con su control remoto, un contrato de tipo ideológico, antes que estético. Cada vez más realizadores audiovisuales apuestan por este modo de narrar y de construir un relato que, en la cáscara, es quizá mero entretenimiento, pero que posee una sólida capa intelectual que se impulsa desde los estudios postcoloniales y multiculturales.
“La raza es una idea, no un hecho”, sostiene Nell Painter (y también Toni Morrison, Henry Louis Gates y, con otras palabras, Michael G. Cooke). Los conflictos raciales y las asimetrías en los Estados Unidos han sido desde siempre retratados por la literatura, desde La cabaña del tío Tom¸ los relatos sureños de William Faulkner, o los cuentos de Flannery O´Connor (¿existen relatos más atroces que “Todo lo que asciende tiene que converger” o “El negro artificial”). La violencia policial contra la población afroamericana ya había sido denunciada hace décadas por Carson McCullers (El corazón es un cazador solitario), mucho antes que en This is Us o Your Honor, la nueva serie de Bryan Cranston. El corpus es extensísimo y muchas de estas obras fueron llevadas al cine o al teatro, como Matar a un ruiseñor, de Harper Lee, que tendrá este año una nueva versión en el West End londinense. Broadway y Hollywood también proponen, sin importarle los puristas, versiones de clásicos o lecturas originales de la historia nacional desde una perspectiva de inclusión racial.
El lenguaje, en su arcón, busca palabras para describir nuevos momentos y adecuarse a nuevas necesidades léxicas. “Colorblind” [daltónico] es un término que surge en el contexto de Black Lives Matter. Como en la cata de vinos, donde los expertos beben en copas opacas, sin mirar la apariencia de aquello que se disponen a saborear, se busca la perfección y la emoción sensorial producida por el talento y no por la apariencia. Con este criterio se tomaron las audiciones de Hamilton, la obra de Lin-Manuel Miranda, ganador del Pulitzer. Es decir, los aspirantes debían saber cantar, bailar y actuar. Punto. Su color de piel sería totalmente irrelevante. “Soy el inimitable, soy el original”, canta en su aria rock Leslie Odon Jr., el actor afroamericano que obtuvo el Tony por interpretar a Aaron Burr, un prócer blanco. Miranda, estadounidense, de padres portorriqueños, presentó en la Casa Blanca en un jam de poesía frente a Barack y Michelle Obama las primeras canciones del que luego sería un musical del off-Broadway. Del circuito independiente al mainstream teatral y finalmente, otrora musical “de culto”, con la decisión de Disney+ de ofrecerlo a sus televidentes, esta propuesta llegó a una audiencia global.
Son los expertos quienes aportan otras palabras y otras definiciones a este escenario. La premio Nobel de Literatura Toni Morrison se sentaba hace algunos años en el sillón del late night show de Stephen Colbert y, por unos segundos, dejaba en silencio al histriónico presentador. “No existe aquello que algunos llaman «raza». Solo existe la raza humana. El racismo es un constructo social que tiene beneficiarios. Hay personas que no se gustan a sí mismas y se pueden sentir mejor a causa de esto. Es decir, esta construcción sí tiene una función social y se llama racismo”. Estas ideas están, por ejemplo, recogidas en El origen de los otros (Lumen).
El lenguaje es un motor central para comprender el racismo, pero aceptar la diversidad implica también ser tolerante con las acepciones y evitar fenómenos de torpe ultracorrección. Es un ejemplo de decodificación aberrante, en términos de Umberto Eco, el caso del futbolista Edinson Cavani, quien saludó a su amigo con el hoy polémico “Gracias, Negrito”. ¿Cuántas obras de la literatura rioplatense debieran “cancelarse” si se considerara este epíteto un insulto racista? Claro está, también hay una atolondrada traducción. El erudito Paul Fry, profesor de Literatura Comparada en la Universidad de Yale [sus lecciones se encuentran en Youtube], cuando enseña crítica afroamericana, se refiere a la “N-Word” que, sí es ofensiva en los Estados Unidos.
La teórica Gayatri Chakravorty, profesora de la Universidad de Columbia, se pregunta, desde hace décadas, parafraseando su famoso ensayo, ¿de qué modo deben hablar los subalternos? Algunos subalternos piensan que no existe otro modo más que alzando su voz furiosa. Una dicción nítida no es suficiente. Es necesario exponer quizá de modo radical, grotesco o ensordecedor un mensaje. Fue probablemente Jordan Peele, un actor adjetivado como popular (popular, en este caso, como sinónimo de cómico sin prestigio), que sorprendió con su propuesta Get Out (2017). Para muchos críticos esta fue la primera película de la “era Trump”, cuando irrumpía un discurso del odio hacia el Otro, un guion ganador del Oscar, que muta hacia el gore, la distopía y el sadismo de una raza que quiere dominar a otra. Pero hay, más allá de esta fantasía, una propuesta arriesgada y combativa, mucho más eficaz que un espejo. No basta ya con un reflejo cuyos tiempos para sacudir una conciencia se asemejan a los tiempos en los que el agua horada la piedra. Es necesario un micrófono que transmita una propuesta que catalice el cambio.
Edward Said, en el ya clásico Orientalismo, exponía el modo en el que Occidente retrataba a Oriente través de un lienzo lleno de clichés y reduccionismos (la sensualidad de sus mujeres, por ejemplo), y sintetizaba un argumento que puede trasladarse a este contexto racial: la representación conduce al poder. De este modo resulta interesante que, por ejemplo, Dev Patel (Slumdog Millonaire), un personaje indio, protagonice The Personal History of David Copperfield, basada en la picaresca de Charles Dickens. Esta versión de Armando Iannucci es, como explicita desde el título, una lectura personal, diferente, que no busca entronizarse como la única. Como en el realismo mágico, donde es solo el lector sacudido (y no los personajes) por la inclusión de un elemento ajeno a determinado universo, las demás criaturas del Londres victoriano que cincela Iannucci no sienten extrañeza ante este joven indio.
Ahora bien, yendo un poco más allá en las ideas de Said, la representación no es suficiente si no existe una voz. Es decir, mientras sea un narrador o un fotógrafo de la clase dominante quien documente, visite o retrate a una minoría habrá lecturas incorrectas, pero además un afán por perpetuar su poder desde el discurso. En Bridgerton, la serie de Netflix basada en las novelas de Julia Quinn –”de trama nupcial”, parafraseando a Jeffrey Eugenides en su relectura de las novelas de Jane Austen y las hermanas Brontë–, ambientadas en Inglaterra a comienzos de siglo XIX, hay un tejido social armonioso entre la población blanca y negra. Lady Danbury, aristócrata negra, es probablemente, la vocera más destacada de una sociedad amalgamada y armoniosa, donde antes sí hubo un cisma. No es aquí un mérito de Quinn, sino de Shonda Rhimes, la creadora de la serie. Danbury, no públicamente, pero ante su protegido, le recuerda la igualdad y el status que han adquirido gracias a la reina Charlotte, también negra.
“Deben saber, seguro que ya lo saben, a lo que se enfrentan. Habrá cientos de millones de personajes en este país que estarán shockeados, ofendidos e indignados con ustedes. Y ustedes deberán enfrentarse a eso”, decía el personaje de Spencer Tracy, en un sensible 1967, un año antes del asesinato de Martin Luther King, a la pareja de Sabes quién viene a cenar. En este sentido, la versión de Rhimes propone una historia diferente, un punto de partida edulcorado, una eutopía, un escenario que, en caso de haber existido, hubiese cambiado los designios de la humanidad sin tanta sangre aún derramada.
El anacronismo, es decir, la inclusión de un elemento ajeno –de invención o descubrimiento posterior– a determinado periodo histórico es uno de los argumentos centrales que distancian estas apuestas de puristas. Estas lecturas tradicionales tampoco toleran que se modifiquen los géneros de los personajes, a pesar de que los clásicos sean textos porosos, versátiles, elásticos, que permiten estos juegos. La versión de La tempestad, dirigida por Julie Taymor, proponía a Próspera, una versión femenina del mago, es un ejemplo. Hace algunos años Javier Marías escribía una polémica columna el diario El País [”Ese idiota de Shakespeare”] donde disparaba contra estas versiones teatrales. Sin embargo, no hay firmas que se alcen contra el racismo. Ser considerado misógino pareciera ser menos grave que ser acusado de racista.
En definitiva, estas versiones ponen de relieve la misma cuestión: la identidad. ¿Cuáles son los estereotipos que se le atribuyen a distintos colectivos? ¿Qué nos define como individuos? ¿Qué nos distingue de los demás? Y, más específicamente, y es aquí donde nos interpela el realizador si hizo bien su trabajo, ¿en qué modifica nuestra percepción –de la historia, de la trama, de la existencia– la raza de un personaje?
El crítico literario Michael G. Cooke hace varias décadas desarrollaba el concepto de “intimidad” mientras recorría la historia de la literatura afroamericana. Esta sería la última fase más evolucionada a la que podrían arribar dos tradiciones. Algo equiparable a lo que ocurre en Hamilton, o en la última versión de David Copperfield, donde ningún personaje explica o justifica quién es desde una perspectiva racial. No se trata de desnudez ni de exhibición, sino de un encuentro voluntario y placentero al que lentamente, sin ánimos de caer en un excesivo optimismo, despliegan con sus candelabros, banquetes y melodías algunos relatos actuales.
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