Disparen (también) sobre el artista
La música no será política en primera instancia, pero sí lo son quienes la hacen; el problema es en qué medida una cosa puede separarse de la otra
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El del director de orquesta Valery Gergiev es un destino auténticamente ejemplar. Otrora convencido partidario de Vladimir Putin y amigo suyo desde los viejos tiempos de la KGB, paga ahora el precio de su partidismo. Se dio de baja su actuación en el Carnegie Hall y fueron rescindidos sus contratos con las Filarmónicas de Múnich y Rotterdam. Es cierto que la música no porta significados referenciales y que, por lo tanto, para atribuirle una condición política hace falta la mediación de la estética musical y el análisis. La música no será política en primera instancia, pero sí lo son quienes la hacen. El problema es en qué medida una cosa puede separarse de la otra. Otros posibles blancos: la soprano Anna Netrebko, ya cercada, y la pianista Valentina Lisitsa, a salvo por lo que se sabe.
A Putin lo comparan con Hitler. Hitler vampirizó, para pervertirla, toda la gloria musical y poética del prerromaticismo y del romanticismo alemanes. Ajustó su infinitud y su trascendencia a la finitud crasa de sus fines políticas. Incluso en el caso de Richard Wagner, no debería creerse que su asociación con el nazismo se debió únicamente al antisemitismo de su opúsculo Das Judentum in der Musik (El judaísmo en la música, panfleto que empieza con la frase “No necesitamos confirmar la judeización del arte moderno; salta a los ojos por sí misma”). Después de todo, y aunque por causas meramente cronológicas, Wagner no fue nazi, ignoramos si lo hubiera sido y por lo tanto tampoco fue el compositor oficial de ningún régimen. Hitler era asiduo visitante del templo de Bayreuth por otras razones: “Richard Wagner -decía- es más que un gran artista; en su persona y en su obra se realiza el anhelo alemán de una unidad infinita de la forma simbólica”. Emerge aquí la profanación nazi de la herencia romántica. Aun así, en Israel Wagner es todavía maldito. Una maldición que ni el mismísimo Daniel Barenboim pudo anular.
Sin embargo, hay en la estrategia de la interdicción (termino más apropiado que “cancelación”) algo artísticamente enrarecido. “No debemos juzgar a los artistas por sus opiniones políticas”, parece que le dijo Hitler al arquitecto Albert Speer en una ocasión. Desde luego, eso no impidió un cuidadoso sistema de exclusiones en el repertorio, donde, desde ya, Felix Mendelssohn, Giacomo Meyerbeer, Gustav Mahler y Arnold Schönberg fueron excluidos por judíos, y otros, como Ernst Krenek o Alban Berg, por cultivar una estética “degenerada”.
Sin embargo, caído el régimen nazi muchos de los músicos cómplices consiguieron rápidamente trabajo en los países aliados. Fue el caso de Wilhelm Furtwängler, que asumió la dirección de la Filarmónica de Berlín en 1922 y allí siguió hasta el final del nazismo, aunque es verdad que su adhesión no fue nunca muy apasionada; tocaba ante los jerarcas pero no hacía el saludo. Dirigió y grabó después en Londres y París.
No pasó lo mismo con Elly Ney. La excepcional pianista, admirada entre muchos otros por Wilhelm Kempff, nunca se desdijo, y ya casi que no grabó ni actuó hasta su muerte en 1968.
Pero una cosa era la tarea de selección casi racial que el nazismo realizó sobre la música del pasado y otra, muy distinta, las obras cuya escritura fue permitida; obras que apenas han sobrevivido y que se oyen como meras excrecencias del régimen. Entre 1933 y 1944, se estrenaron en Alemania alrededor de 174 óperas de compositores alemanes. Con la notable excepción de las últimas óperas de Richard Strauss, nadie las representa ahora y nada ha quedado de ellas.
La coerción consiste, desde hace tiempo, en la exigencia de inmediatez: arte para aquí y para ahora, artistas del lado que es correcto aquí y ahora. Se regía de ese mismo modo la Unión Soviética (basta leer las penurias de Dmitri Shostakovich). ¿Era ilícito perseguir a Shostakovich pero es lícito despedir a Gergiev? Despunta en esto una inconsecuencia de tipo moral: la de que la interdicción artística sea legítima, o no lo sea, según nuestra adhesión a la causa a la que sirve la interdicción.
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