Diez años de una ausencia
El 1° de enero de 1994 murió Oscar Hermes Villordo, escritor y periodista, redactor de esta casa y hombre de una gran generosidad que supo alentar y abrir camino a las jóvenes generaciones
Si hubiera que definir con una sola palabra a Oscar Hermes Villordo, de cuyo fallecimiento se cumplen diez años en estos días, la más adecuada sería "amistad". Para "el Negro" (como lo llamábamos campechanamente los amigos, por el tono mate de su piel), atento a las preocupaciones, los estados de ánimo, los amores y amoríos y los procesos creadores de quienes lo rodeábamos de afecto y de confianza, se trataba de un sentimiento hondo y constante, cultivado con fervor. Uno sabía que en él encontraría siempre el estímulo (y a veces también la reconvención, más o menos severa, ante el menor síntoma de indolencia) para perseverar en la obra emprendida; o el consejo oportuno en una situación riesgosa, o el cariñoso abrazo de consuelo en las inevitables horas de prueba.
Nacido en el Chaco, en 1928, desde muy chico mostró condiciones de escritor, que volcó al comienzo, como lo hacen tantos adolescentes, a la poesía. Estudió en Resistencia y en Catamarca, fue maestro primario y muy joven vino a Buenos Aires, donde aplicó sus dones al periodismo. Largo tiempo trabajó en la hoy legendaria revista infantil Billiken y también, durante muchos años, en el diario La Prensa, del que fue enviado especial a Bolivia cuando la muerte del Che Guevara (fue uno de los pocos periodistas argentinos a los que se confió esa tarea). En 1977 ingresó en LA NACION, que lo contó, hasta poco antes de su fallecimiento, entre sus colaboradores más estrechos, en especial, del suplemento literario de los domingos. Fiel a su vocación inicial, puso particular empeño en alentar y difundir a los poetas jóvenes, a los que generosamente abrió a menudo estas páginas.
Como escritor, sin embargo --y sin desmerecer sus virtudes líricas--, se destacó sobre todo en la prosa y singularmente en la novela, a partir de El bazar (1965), donde mostró la pulcritud de una escritura veloz, sugestiva en los detalles y dotada de un peculiar humor irónico que le permitía burlarse sutilmente de algunos personajes notorios y reconocibles. Consultorio sentimental, en la misma vena, es la sarcástica pintura de la redacción de una revista "del corazón" (de las muchas que conoció en su dilatada carrera). En cambio, en La otra mejilla y La brasa en la mano mostró, con insólita franqueza, la sordidez de los ambientes marginales de la gran ciudad, sin ahorrar detalles y comprometiendo su propia experiencia. Abordó igualmente la crónica: El grupo Sur, historia de esa revista y de sus creadores, fue su libro póstumo, que parecía exigirle no morir hasta haberlo terminado; él mismo --trabajador tenaz, laborioso-- sostenía, con aquella inolvidable sonrisa, entre maliciosa y tierna, que le achinaba los ojos, la conveniencia de dilatar la redacción de esas páginas. Como biógrafo, recreó con emoción y exactitud documental la vida de su gran amigo y maestro de vida, Manuel Mujica Láinez: la tituló, naturalmente, Manucho, en memoria de quien le había dedicado estos versos: "En este mundo de vermes/ es mejor hacerse el sordo/ ¿No te parece, Oscar Hermes/ Villordo?". Tal vez no comprendimos el oculto sentido de una reflexión de Villordo, cuando visitamos juntos la tumba de Manucho en el tranquilo cementerio de Cruz Chica, en Córdoba: "¡Cómo me gustaría descansar aquí, cuando me vaya!". El ya sabía, nosotros no.
Porque una enfermedad terrible se abatió sobre él en plena madurez vital y creadora. El querido Negro ascendió en esos momentos, con entereza ejemplar, a una cima de espiritualidad nada común. Asumió valerosamente su destino y convirtió su calvario en una prédica luminosa, como lo muestra la página admirable, titulada "A mí no me va a tocar", que por entonces publicó en este diario, en la que sin ambages ni eufemismos, le puso nombre y apellido a la enfermedad que se lo llevaría: el sida. Con las fuerzas menguadas por la enérgica terapia a la que era sometido, multiplicó su presencia en los medios gráficos y audiovisuales, para transmitir a todos, y en especial a sus compañeros de infortunio, un mensaje de solidaridad y de esperanza. La única respuesta al mal que lo aquejaba, así como a la presencia del Mal --con mayúscula-- en la existencia humana, era la lucha, el no dejarse vencer por el desánimo, el no bajar los brazos. A medida que su cuerpo declinaba, su alma generosa se expandía. Así lo vimos, entre admirados y consternados, hasta que exhaló su último aliento, el 1° de enero de 1994.
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