Didier Fassin: "Encarcelar a personas por delitos menores hace crecer la inseguridad y debilita la sociedad"
Es la cuarta vez que Didier Fassin (1955) visita el país. Este médico francés, que trabajó en Calcuta junto con la Madre Teresa y en Sudáfrica durante la epidemia del sida, en Palestina con grupos de jóvenes hostigados por el ejército israelí y en Venezuela durante las catastróficas inundaciones de 1999, se comenzó a interesar en la sociología y en la antropología como modos alternativos de entender y transformar la realidad. Mediante el estudio de la moral en los discursos políticos, el accionar de las policías y las formas de castigo de las sociedades contemporáneas, el pensamiento de Fassin se anticipó a encendidos debates sociales sobre temas que ocupan hoy el centro de la conversación pública.
Es, además, un intelectual comprometido: fundó la Unidad Villermé para las personas sin amparo social en Francia, fue vicepresidente de Médicos Sin Fronteras de 1999 a 2003 y luego presidió el Comité para la Salud de los Exiliados, organización no gubernamental que otorga seguro médico, social y jurídico a inmigrantes y refugiados.
Invitado por el Instituto Francés en Argentina, la Fundación Medifé y el Centro Franco Argentino, el autor de La razón humanitaria. Una historia moral del tiempo presente (Prometeo), La fuerza del orden. Una etnografía del accionar policial en las periferias urbanas (Siglo XXI) visita el país para presentar Castigar. Una pasión contemporánea (Adriana Hidalgo), trabajo en el que se ocupa de analizar el régimen de castigo en el sistema penal francés. Es una pieza casi etnográfica: para escribirla, y en una prueba de su rigor intelectual, Fassin escuchó durante cuatro años las voces de los actores de esa escena, es decir, las de miembros de las fuerzas policiales y la justicia, y las de los presos.
Cumplió 63 años en el vuelo que lo trajo de Nueva York a Buenos Aires. El viernes, a sala llena, se presentó en la sede de Marcelo T. de Alvear de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, con el apoyo de dos de sus casas editoriales en el país: Siglo XXI y Adriana Hidalgo. Esa primera conferencia se centró en "el momento punitivo" que atraviesan varias sociedades, la argentina entre ellas. Ayer se presentó en el ciclo "Democracia, diversidad y ciudadanía", en la Universidad Nacional de San Martín.
Fassin es profesor del Instituto de Estudios Sociales de la Universidad de Princeton y director de estudios en la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales (EHESS, por su sigla en francés) en París. Realizó investigaciones en países como Senegal, Congo, Sudáfrica, Francia, Ecuador y Venezuela. Atento a las situaciones de desigualdad e injusticia social, Fassin alerta sobre el giro autoritario que se manifiesta en países europeos y americanos.
–¿Cómo fue su paso de la medicina a las ciencias sociales?
–Después de haber terminado la carrera y de practicar la medicina en un hospital público en París, trabajé en la India, en Calcuta, en el centro de la Madre Teresa. Allí, el encuentro con las enormes diferencias culturales y las increíbles desigualdades sociales me hizo querer explorar de manera diferente la realidad y empecé a interesarme en la antropología y la sociología. Estudié en la Sorbona y en la EHESS e hice mi tesis sobre cuestiones de salud en Senegal. Fue un cambio progresivo de una profesión a la otra. Diría que lo que me dio la medicina fue cierta visión realista del mundo, que enriqueció la que es para mí la contribución más importante de las ciencias sociales: la dimensión crítica. El tipo de crítica que trato de hacer es respetuosa del trabajo de los agentes sociales y sus restricciones.
–¿A veces en las ciencias sociales hay una visión poco realista?
–Existe una visión hecha desde arriba. Utilizando la alegoría de la caverna de Platón, el trabajo crítico que trato de hacer es situarme en el umbral de esa caverna. Es decir, paso tiempo como etnógrafo con la gente para entender y reconocer su inteligencia social y, al mismo tiempo, estoy listo para moverme fuera de la caverna para ofrecer un sentido crítico más amplio de la situación, que aquellos que están dentro no pueden tener. Las personas no son actores ingenuos, son muy reflexivos sobre las circunstancias que viven. Reconozco la inteligencia social y al mismo tiempo reivindico la independencia intelectual de los científicos.
–¿A qué llama usted la razón humanitaria? Entiendo que hay un aspecto crítico en esa designación.
–Al final del siglo XX hubo un movimiento internacional, con diferencias entre los países, que se originó en las organizaciones no gubernamentales, pero que pronto se adoptó en organismos de gobierno de los países. Para ese entonces, en los discursos y en las políticas de los gobiernos se incluyó una dimensión de sentimientos morales, sobre todo de compasión hacia los pobres, los refugiados, los inmigrantes, las víctimas de desastres o de guerras, los enfermos de epidemia del sida. Era una dimensión nueva a tal punto que ese lenguaje y esa razón humanitaria se incluyó en los discursos de los líderes más conservadores como una justificación de su acción. Hice una serie de estudios etnográficos con inmigrantes, refugiados, huérfanos de sida para ver cómo se desarrollaba esa razón humanitaria y también cuáles eran los problemas que eso ocasionaba. Por ejemplo, a los adolescentes palestinos se los presentaba como víctimas de un trauma y no se les reconocía su condición de miembros de la resistencia. Eran resilientes en vez resistentes, que era como ellos se veían. Se presentaba de una manera moral y emocional una lucha política. Con la compasión hacia los niños víctimas de sida en Sudáfrica, pasaba algo similar. La individualización de los casos impedía discutir la justicia social, que era inexistente en ese país. No hago una crítica de la razón humanitaria como tal sino un razonamiento crítico de los efectos. Todos queremos reconocer el sufrimiento de los otros; tal vez no todos, pero sí mucha gente. Y eso es positivo pero al mismo tiempo hay que abrir un espacio crítico para reflexionar sobre causas y efectos.
–¿Hubo un cambio desde entonces? El libro fue publicado a inicios de los años 2000.
–Ya pasaron más de diez años de su publicación y lo notable es que en los años siguientes hubo un cambio de una presencia de lo humanitario hacia una centralidad del discurso sobre seguridad. Eso lo vimos claramente en Europa y entiendo que también pasa en América. El espacio para una razón humanitaria en Europa se ha restringido mucho. En el caso de los inmigrantes, los gobiernos europeos no solo no siguen con ese discurso, sino que además instrumentan leyes en contra de los que tratan de cruzar el Mediterráneo. La ley internacional obliga a los Estados a salvar las vidas de los que intentan cruzar, pero no siempre se cumple esa obligación. Estamos en un momento de ansiedad social, pero también de manipulación de esa ansiedad de la población que es muy confusa, y que tiene una dimensión socio-económica a causa del desempleo, la pobreza, la incertidumbre ante el futuro. Los partidos de derecha transforman esa ansiedad legítima en una intolerancia social hacia el inmigrante, el extranjero y, de manera más general, el otro. Eso tiene consecuencias negativas. A partir del éxito de los partidos de extrema derecha, la derecha incluyó ese discurso en sus políticas e incluso la izquierda empieza a tener un discurso sobre la seguridad y los inmigrantes. Es una desviación progresiva desde la extrema derecha hacia todo el espectro político.
–¿Y los gobiernos cómo actúan?
–Se ve claramente que hay una alianza de los gobiernos de derecha europeos para instrumentar una política antiinmigrantes. Y en los países de centroderecha , como Francia y Alemania, también se adoptan medidas en ese sentido. Actualmente, los gobiernos no son una protección contra la xenofobia y el racismo; por el contrario, muchos de los gobiernos los utilizan. La protección proviene de la sociedad civil, de ONG y organismos de defensa de derechos humanos y proasilo, de abogados e intelectuales, pero también de comunidades de pequeños pueblos y ciudades que desarrollan programas de solidaridad con los inmigrantes que son extraordinarios.
–¿Qué es el populismo penal?
–En las últimas décadas, en casi todos lo países del mundo aumentó la población carcelaria. En Estados Unidos, se multiplicó por siete en tres décadas el número de presos. En Francia, por más de dos. Y eso sin que haya aumentado el crimen y la delincuencia. Hay una criminalización de ciertos hechos menores y contravenciones, como el uso de drogas o conducir sin licencia, y correlativo aumento en las penas. Estos dos hechos, criminalización excesiva y una evolución en condenar a prisión y por más largo tiempo, explican por qué hubo un incremento de la población carcelaria. Es verdad que existe mayor ansiedad y sensiblidad social ante disturbios y desviaciones, pero por otra parte hay una manipulación política de esas ansiedad por razones electorales. En ciencia política lo llamamos "populismo penal". Es un fenómenos que se ve también en América Latina. Las cifras en los años 2000 son elocuentes. En la Argentina, la población carcelaria aumentó un 170%; en Chile, un 200%, y en Uruguay, un 300%. Es un fenómeno general en un contexto de desigualdades. Sin ser demasiado mecanicista, se puede decir que la respuesta del Estado al crecimiento de las desigualdades sociales ha sido un aumento del Estado penal.
–En algunos países, las sociedades parecen alentar ese proceso de populismo penal.
–Hay alternativas. Habría que tener líderes con coraje y honestidad para decir que un Estado más severo y punitivo produce más desigualdad y más inseguridad. Son los sectores populares y los inmigrantes los blancos de estas políticas, no los delincuentes financieros y económicos. La condena a prisión por robo, tenencia de drogas y otras infracciones de los sectores desfavorecidos, paradójicamente, hace crecer la inseguridad, porque encarcelar a personas por pequeñas infracciones las desocializa, desestructura las familias y aumenta la reincidencia. Una sociedad más desigual y con más inseguridad es una sociedad más débil para encarar el futuro. Hace falta un discurso honesto y lúcido sobre la situación. Y, por supuesto, más educación, una justicia que equilibre las sanciones, respeto a los derechos, programas sociales y campañas de prevención del delito. No hay que ser ingenuo: la delincuencia molesta pero, como se ve en la Argentina, los niveles de desigualdad social no van a desaparecer por el castigo a los delitos menores.
–¿Su nuevo libro, Castigar. Una pasión contemporánea, es una versión conceptual de sus trabajos etnográficos sobre la policía francesa y la vida carcelaria?
–Fue el tema de tres conferencias que di en la Universidad de Berkeley. Me pidieron que hablara sobre un tema a elegir y pensé que era el momento para hacer una síntesis teórica de lo que había estudiado sobre la policía, la prisión y la justicia. Lo hice a través de una crítica de las teorías filosóficas y jurídicas del castigo. Los filósofos y los juristas tienen una visión del castigo que es normativa. Eso es necesario, por supuesto. Lo que trato de hacer no es negar la pertinencia de esa aproximación sino de destacar sus limitaciones. No estudio cómo debería ser el castigo sino cómo es el castigo. Al hacer un trabajo de campo se nota la diferencia etntre lo que debería ser y lo que es. Hay mucha diferencia entre la realidad y la norma. En el libro, trato de responder a tres preguntas: qué es el castigo, por qué se castiga y quién es el castigado, o sea, la distribución social del castigo. La realidad es diferente de la normativa. Se dice que el castigo lo debe ejecutar una institución legal, pero muchas veces la policía es la que se ocupa de castigar, casi siempre a personas de sectores populares y a inmigrantes. La sociedad se refugia detrás de la definición normativa, pero no nos damos el espacio para criticar la violencia institucional. La policía suele castigar por dos razones: creen que los pobres son todos delincuentes y se merecen el castigo y, además, piensan que los jueces son demasiado permisivos. Las dos afirmaciones son falsas. La mayoría de los pobres no delinque y los jueces son cada vez más severos. Así se legitiman moralmente las policías represivas. Muchas veces es el Estado el que pide que la policía castigue físicamente y por medio de la humillación y el hostigamiento.