Dickens, el humor y los excompañeros
Nora Catelli me habló del síndrome de Pickwick. Lo había descubierto traduciendo un manual de neurología –o frenología– del siglo diecinueve. No me atreví a preguntarle quién era el editor. Me explicó de qué trataba, apelando a mi recuerdo del personaje de Dickens: una narcolepsia breve o prolongada, que dura hasta que la víctima –el durmiente– oye pronunciar su nombre. Y me dio el ejemplo de un conocido que olvidé de inmediato. Hacíamos tiempo en Rosario. Por indicación de Nora, algunos viajamos hasta Victoria, de donde traje souvenirs. Un monedero de surubí y mondongo, por ejemplo. Nos convocaban para una conferencia o una mesa redonda.
A partir de la noticia del síndrome de Pickwick cambió mi vida. Empecé a recordar las personas que creí lo padecían y a darme a conocer a otras que de ninguna manera me interesaban, con el propósito de encontrar a alguien con síndrome de Pickwick. Además, no sé si el síndrome es algo que le pasa a Pickwick solo o que comparte con el grupo, y que justificaría, entre otras cosas, el pase de lo individual al conjunto, de síntoma a síndrome, ya que Tupman o Weller, pero sobre todo Winkler y Snodgrass, están todo el tiempo quedándose dormidos. Si es que lo hacen, no me acuerdo cómo los despiertan.
Llama la atención el registro abrupto de un mal en medio de ese desfile de personajes, que el propio Dickens reconoció era frenético. Un motivo de distracción más que de regocijo, al punto que tenía que renunciar a describir personajes para seguir contando qué le pasaba a los que había presentado una página atrás. Es cierto también que en otros libros de Dickens las afecciones aumentan de volumen hasta alcanzar un nivel estentóreo, como la combustión espontánea de Krook en Casa desolada: el dominio de la exageración, la frecuencia ideal en Dickens, su método para facilitarnos jirones espeleológicos de tiempo real. Por lo demás, no es raro despertarse cuando a uno lo nombran.
Lo raro es que el apellido sea el despertador… A uno en general lo despiertan –en la infancia y después, a menos que duerma en una cuadra del ejército– por el nombre. A Pickwick, por el nombre de pila creo que nadie lo llama, como a Gulliver. Tendría que revisar el libro, pero me parece que es así. (Ahora que me fijé, riman los nombres de los apellidos: Samuel Pickwick, Lemuel Gulliver. El único que parece no haber sido bautizado en la literatura inglesa es un historiador, no un personaje: Gibbon). ¡Edward!
Por esos días recibí una llamada. Me invitaban a una reunión de ex compañeros de la escuela secundaria. Podíamos celebrar de paso, dijo Moncloa, el fracaso de mi primera novela –Las de Caín–, donde –me recordó– yo ridiculizaba a cada uno de ellos (a los chicos de la división, y a él en particular). Por un descuido espontáneo como la combustión de Krook, dije que sí. Para colmo, el lugar de reunión era en el restaurante donde más de treinta y pico de años atrás nos habíamos despedido (pensé que definitivamente), lejos, muy lejos de casa. Quedó (aunque eligió el plural, no sé por qué: quedaron) en que me pasarían a buscar.
* * *
Osvaldo "Lalo" Sabatani, hombre de barba entrecana, de esos que, recuperándose de una enfermedad que amenazó ser terminal, dan la impresión de participar en un safari o rally interminable, escribió Vivir igual, libro de recetas y aforismos, apreciado en el género llamado autoayuda. Tuvo un éxito de ventas impresionante. Cada ciudad, cada pequeño pueblo tenía una sociedad, un club, un sindicato, un ateneo que pedía a gritos su presencia. Por trabajar en la editorial que impulsaba su carrera, debí acompañarlo en su gira de provincias. Nos hicimos amigos, condición que le permitía aplazar consejos y aforismos con anécdotas sobre sus proezas sexuales, de una variedad y una vitalidad fuera de lo común. Se llegaba a su intimidad muy rápido. No era posible darle a sus relatos un valor moral equivalente o relacionado a su programa de vida posterior, de modo que decidí coleccionarlos sin método. El de Lalo para caracterizar a sus partenaires era invariable, respondía a un gusto desmedido por la desmesura mamaria. "Tenía unas gomas así…", y se señalaba el cinturón que sostenía sus pantalones de combate cum camuflaje. Las tetas habían sido, al parecer, el tema absorbente de esa vida de ejercitación intensa, y garantizaban, sin otro tipo de pesquisa ni comprobación anatómica, la excelencia del rendimiento de Lalo, la exactitud afanosa y paulatina de su performance. El otro aspecto de la confidencialidad de Sabatani, una prolongación postiza del primero, o acaso un recurso destinado a hacerlo verosímil, consistía en un glosario de servicios eróticos bautizados de manera artística, que revelaba con delectación una cultura sentimental y venérea poco menos que incomparable. ¿Sabía yo cómo se decía en los burdeles de antaño "bajar al pesebre"? ¿Y cómo se llamaba entonces a los muy aficionados al cunnilingus? Una vez, redundaba en una bolilla anterior –beso negro, lluvia dorada, paloma heroica– cuando súbitamente se quedó dormido. Se había bajado una botella de pinot noir después de rendir honores a la especialidad de la casa (cordero a la cerbatana en arneses de sésamo y laurel, con alamares de hinojos y rúcula, sobre chichones de azafrán). Pasaba el rato rebañando salsa e hilachas de cordero, acorraladas en el litoral del plato (una vez ingeridas, le parecieron "indigeribles"). Hay personas que no saben congraciarse y que luego, por temor a la obsecuencia, resultan estúpidas, aunque en un primer avance parezcan solo arrogantes.
Pasábamos la noche en Rada Tilly, después de detenernos en Madryn en una reserva de cultoras de la autoayuda (con una de las cuales, la de apariencia más cetácea, él parecía haber tenido una relación bastante submarina). Me quedé mirándolo dormir. Uno podía calcular así la desproporción entre la dinámica especulativa de su vigilia y esa desplomada inocencia, un efecto más de lo que él llamaba "mi falta de diplomacia". Lalo serio daba el tipo del Doctor Daktari después de haberle curado al león Clarence el estrabismo. Esa noche, no: sonreía por cualquier cosa. Alguien que lo conocía o lo reconoció se acercó sigilosamente. "Sartoris", gritó primero, y se retractó: "Sabatani", modulando una melodía posible. Mi amigo salió ileso a la superficie de la realidad sin residuos de embriaguez ni de sueño, y reanudó la conversación que interrumpió, minutos después, una llamada internacional. El celular de Lalo tenía el ringtone de Il sorpasso.
* * *
Si hubiera recordado el lugar (celebramos en él la fiesta de egresados), tal vez las reformas y refacciones que "Chamaco" Ingrao me contó le hicieron –propiedad ahora de tres socios ex compañeros, Sufeito, Moncloa e Ingrao–, me habrían provocado asombro, remordimiento o algún tipo de admiración, pero… había tomado la precaución de no guardar recuerdo de esa noche, y menos de la escenografía. Ingrao me miraba con cara de fanático, los ojos exoftálmicos acuosos, las aletas de la nariz anhelantes, el labio inferior caído: una convergencia de humana insuficiencia para emular el tipo de babuino que debería de haber sido y de aptitud animal para reemplazarla con algún atisbo de gruñido.
Me habían llevado con el propósito de la reunión de egresados, pero empecé a sospechar que se trataba de una trampa. Ingrao me pasó a buscar en su Mondeo azul y me condujo a los pedos por lo que parecía una autopista ascendente, oyendo a todo volumen Escalera al cielo. Cuando Plant , y sobre todo Bonham, se entusiasman, soltaba, para mi desesperación, el volante. Moncloa, que vivía a pocas cuadras, llegó pisándonos los talones.
–¿Qué tal? Qué placer tenerte con nosotros otra vez –dijo Moncloa e intercaló el apodo vergonzante con que me llamaban en la escuela.
–Vamos a ver si podemos ir aclarando algunas de las cosas que dijiste en el libro…
–Pero si nadie las leyó… –me defendí.
–¿Qué importancia tiene? No tiene ninguna importancia. A mí me las leyó mi suegra por teléfono, por ejemplo –dijo Ingrao–. O sea que alguien las leyó. A Moncloa…
–Mi segunda mujer me las leyó, es licenciada en letras y me explicó…
Cerré los ojos. Anoté mentalmente: "Cosas que nunca aprendí: ponerme gotas en los ojos, santiguarme de la manera compleja, cebar mate, expulsar un proyectil de una cerbatana, hablar con el peluquero…".
Se oyó una sucesión de notas sin desenlace, como la que se usa en los contestadores de las clínicas, con algunos vértices apicales muy agudos. La usaban para bailar tomando éxtasis. Se los conseguía el D. J. de la Galería del Este. Yo, cuando éramos chicos, los había llevado.
–A veces lo hacemos con nuestras mujeres y a veces no –se atrevió a confesar Sufeito. Empezaron a mecerse.
Me arrepentí de los malos ratos que les había obligado a pasar por el simple hecho de redactar una composición escolar en disidencia, en disonancia con el curso de la memoria compartida. Entonces llegó Sufeito con una camiseta de la Selección –la del 86– cantando We' re the champions: Sufeito llevaba consigo siempre algo portátil. De joven era desproporcionado pensar tan mal de él: aparte del complemento portátil, uno le atribuía al sujeto un predicado impredecible. Ahora el predicado había estallado, como si hubiera sido víctima –Krook en otro libro– de combustión espontánea. La falta de dignidad se derramaba sobre su persona. Curiosa redundancia, había traído una radio.
–Es una Noblex Karina, ¿te acordás? –se dirigía a mí casi con ternura. Increíble la variedad de sentimientos afines que son capaces de provocar los objetos cobijados por la nostalgia.
–Otro clavó la sintonía… –dijo, remedando, por el cambio de voz, algún viejo aviso–. ¿Te acordás?
–Pará, pará, que este seguro estaba escuchando un concierto…
–Decís que a los tres lo único que "nos convocaba" –y pellizcó el aire con las comillas, un gesto que había aprendido tarde– era el silbato del profesor de gimnasia, dando a entender que no teníamos aptitud para otra cosa… En la página seis lo decís. Mi compañera actual es licenciada en letras de la UCA. Dice que abusás, a ver, me lo anotó acá: de la intertuali...
Uno de los gestos memorables de Moncloa consistía en fingir, cuando se trababa al hablar, que extraía la inasible palabra en cuestión de la boca y la arrojaba a un lado; otro, de elegancia equivalente, en sacarse de un costado de los labios un cigarro imaginario y expulsar con suficiencia el humo invisible, en demostración de superioridad y, supongo, de desprecio. El resguardo de secretos banales –que eran los que podía proteger– lo convertían en una de las criaturas más lastimosas de la Tierra.
–Sí, la conocí yo a tu mujer –dije.
–Mirá que no es la madre de mis hijos –invalidó.
–¿Y esta descripción, a ver? –leyó con dificultad Ingrao (si imitara el gesto de Moncloa, un diccionario completo yacería a sus pies, a causa de su dicción pedregosa)–: "Era bastante difícil establecer cómo superaba la distancia entre lo humano y lo animal; me atrevo a decir que lo hacía a la inversa de como se podía suponer".
¿Cómo había adivinado Ingrao que me refería a él? ¿Quién se lo habría dicho?
¡Qué trabajo pedagógico el de la compañera de Moncloa! ¡Y cómo me repito escribiendo!
–Muy fino y delicado, eh –y repitió el mote ridículo que utilizaban para llamarme.
–Vamos a poner la radio más alto –dijo Ingrao. Y se oyó ese himno represivo, Rapsodia bohemia. La música del extasy quedó derrotada por esta iniciativa.
–Teníamos quince o dieciséis y este era tan distinto, tan superior –dijo Moncloa– que leía a Borges y a Cortázar, escuchaba a Kincrinson y –oí– Shénesis.
–Y nosotros, los nabos, a Barri Guait, en los boliches… Te mandabas la parte porque eras amigo del Mono, el monto.
Raro que a esta altura les pareciera prestigioso el monto, el Mono. Se llamaba Baltasar Remigio Gutiérrez, aunque ocultaba los dos nombres. Prefería ser el mono de la militancia. Éramos amigos, claro, pero él me despreciaba por intelectual, por pasatista, por tener "gustos foráneos". Hoy diría yo, obligado: "que otras veces negué, amar no puedo". ¡Cómo cambian las cosas los años! En eso, se oyeron ruidos en el fondo. Parecía que un animal jurásico había llegado a la cocina. La atención que prestamos a esos ruidos le permitió a Moncloa cambiar de tema.
–Mi compañera quería primero un shar pei, después un caniche toy, pero el veterinario nos convenció de que la raza del futuro era esta.
Ante nuestros ojos se presentó una criatura milagrosa, apenas más chica que un San Bernardo, del que se distinguía entre otras cosas por carecer de barrilito en el pescuezo. Empezó a lamer mi cara con brío.
–Un boyero de Berna –dijo Moncloa–. Les garanto que la mejor compañía para los pibes. ¿A que no oyeron el silbato? Vienen en negro y fuego, nada más, no como los labradores y los retrievers, que hay bayos, golden, negro y chocolate…
Si bien los tres tenían un sentido de la competencia inextinguible, Moncloa se destacaba. Tratando de salvarme, pensé en La raza futura, de Bulwer-Lytton, que tantos problemas le había traído a Samuel Butler.
–¿Viste esa de Tarantino que al quía le prenden fuego? Bueno, primero lo atan a una silla, que es lo que Marcelo te va a hacer…
–Después le vamos a bajar los grilos –se informaban las cosas casi sin tenerme en cuenta, pese a haberme ido a buscar.
No sé quién los llamó "fenómenos de simetría inversa" –¿Lévi-Strauss?–, pero desde joven sentí que las palabras me estaban dedicadas de un modo oblicuo, que se adecuaban, se adherían a mí como una descripción de comportamientos inherentes e inevitables pero de un modo indirecto. A veces, debido a ciertas características personales –al predominio en mí de la histeria (aunque en apariencia me tomaran por inofensivamente obsesivo)–, la enunciación de un desperfecto, un síntoma o un mal me obligaba –obligaba, claro, involuntaria, inconscientemente– a remedarlo de manera contraria, inversa, insuficiente. Antes, en el umbral de una pausa, antes de hablar del advenimiento del inconsciente, me veía a menudo forzado a decir: "involuntaria, inconscientemente". Ahora, tantos años después, me parece que llegó el momento de repetirlo.
Sufeito había traído una camarita digital.
–Dale, hay que amucharse. Acá la foto la tengo que sacar yo, sí o sí –y buscó el ángulo más conveniente–. Después la subimos al blog.
Como para demostrar que tenía hijos adolescentes, Moncloa repetía:
–A este lo vamos a descansar hasta que no le queden ganas de escribir boludeces.
Entonces Ingrao pronunció mi apellido y me desmayé.
Había tenido un día difícil, que empezó mal cuando la jefa de prensa de la editorial me avisó que Lalo Sabatani se había muerto. No del cáncer, que revirtió, no de las metástasis que combatió la quimioterapia, sino de un súbito, definitivo infarto. Como para seguir impresionándome, como para que la suya –su leyenda– mantuviera la certeza de la superioridad sexual , había muerto en un albergue transitorio. "Hotel alojamiento se decía", me dijo, carancheando un sábalo en alguna ciudad del litoral, "en mi juventud". Sí, había tenido otro día difícil, que mi breve aparición en la sala donde velaron al muerto sirvió para acentuar.
Estaban allí los hijos del primer matrimonio de Sabatani. El varón no se parecía en nada al padre, salvo en la vestimenta. En hombre sin achaques, el atavío solo podía corresponder al gusto por la aventura. Efectivamente, a lo largo de nuestra corta conversación, me dijo que era fanático de Lost. La hija, en cambio, llevaba un vestido de luto entallado, con un profundo escote, que le hubiera gustado a Lalo. Psicóloga, tenía el pelo teñido color remolacha, algo que su padre justificaba, me acordé (una vez había hablado de ella, pensando en mí como candidato), por el divorcio y la falta de pacientes. En la carne un poco vapuleada se veían, para seguir con Dickens, pecas como las que tenía la Peggotty de Copperfield. Pecas grandes, gruesas. Por la pendiente fácil de la asociación de ideas me acordé del nombre y apellido de la persona con síndrome de Pickwick que Nora me había mencionado la primera vez: Sergio Ramírez. ¿O por discreto debería yo callarlo? En mí, tan vacilante, ambas categorías se confunden, relevan y cobran vuelo sin intención. Involuntaria, inconscientemente.
Lo cierto es que cuando oí a Ingrao decir mi apellido, después de tantos años –ellos los habían contado mejor que yo–, no me quedó más remedio que desmayarme. Dormido no encontré sueños que relatar. Una serie de nubes insípidas o islas irisadas no constituye ni compone un trofeo, ni siquiera un pretexto de digresión.
–Yo, Claudio María. Este, Aníbal Laureano y "Chamaco"…
–Yo tengo tres –dijo "Chamaco"–: René Cecilio Altemar. Por un cantante que le gustaba a mi vieja.
–¿Vos también tenés segundo nombre, no? Qué le vamo' hacer : lo imponía la época. Dale, che, despertate.
Cuando lo logré, los tres se tranquilizaron. Habían llamado al médico de la obra social. Ingrao devolvía la credencial a mi billetera. No debía de haber pasado mucho tiempo inconsciente porque sentía aún la humedad inmunda del perro en la cara. Es cierto que uno no termina de acostumbrarse –a expensas de la primaria, en mi caso, y después de todo lo que pasó– al apellido que le toca en suerte.
- Luis Chitarroni. Nació en Buenos Aires en 1958. Es escritor, editor y crítico literario. Inició su carrera como redactor de críticas literarias, y en 1986 ingresó a la Editorial Sudamericana como editor. Su primera novela, El carapálida, apareció en 1997.
- La noche politeísta. Estos cuentos toman una forma cíclica, donde el error y el concepto del continuo son parte del propósito, de las circunstancias y de la relación entre los personajes. Chitarroni propone una experiencia de lectura diferente.
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