Diarios íntimos de Adolfo Bioy Casares
Es uno de los acontecimientos literarios más importantes del año. La publicación de Descanso de caminantes (Sudamericana) revela aspectos poco conocidos del gran escritor argentino. El autor de La invención de Morel, que en su vida social siempre fue considerado como el arquetipo del gentleman local, ofrece en esas páginas un testimonio a menudo implacable y feroz sobre sí mismo, sus colegas, el amor y la sociedad argentina. La edición, de la que se anticipan algunos fragmentos, ha estado al cuidado de Daniel Martino, que firma el posfacio
Niñez y familia
Descubrimiento muy tardío . Hoy, después de cincuenta y tantos años, he descubierto que el Negro Raúl no me conocía. El Negro Raúl era un popular mendigo de Buenos Aires; aunque tal vez popular en el Barrio Norte, pues me parece que componía el papel de una suerte de bufón de los chicos de la clase alta. Se congraciaba por la risa cordial que blanqueaba en su cara tosca, por algunos pasos de baile, más o menos cómicos, y, sobre todo, por su negrura. Yo siempre creí (sin indagar mucho las causas) que el Negro Raúl me conocía. El hecho me infundía cierto orgullo. Evidentemente, el Negro me saludaba como a un conocido y hasta hoy no se me ocurrió pensar que para lograr sus fines le convenía esa actitud de personaje conocido y aceptado. Desde luego, en esto no mentía; él era un hombre conocido, más conocido que sus muchos protectores. Ahora estoy por afirmar que me llamaba Adolfito ; habrá oído a la niñera, que me llamaba así, y debió de ser bastante vivo, rápido para pescar en el aire informaciones útiles.
Me acuerdo del Negro, parado y gesticulando, en medio de la calle Uruguay o Montevideo, mientras yo lo miraba y le tiraba monedas desde los balcones del tercer piso de la casa de mi abuela, que hacía esquina (Uruguay 1400), donde vivíamos en aquellos años. Debía de haber entonces poco tráfico, ya que el Negro hacía sus piruetas en medio de la calle y mirando para arriba a la gente que le arrojaba limosna desde los balcones y ventanas.
* * *
Recuerdo conversaciones con Drago, de épocas más lejanas. Eramos tan chicos que traté de convencerlo de que mi padre era el hombre más fuerte del mundo. Me parece que Drago se mostraba un poco escéptico, tendía a creer que el más fuerte era el suyo.
Recuerdo otra conversación, de años después, en que me jacté de escribir palabras difíciles. Ese día yo había aprendido la palabra ojo , que me parecía larga y complicada (con zonas oscuras).
Marta, el nombre de mi madre, era para mí una palabra de una blancura sólo comparable a las tranqueras de la entrada de nuestra estancia en Pardo. La A era blanca; la O, negra; Adolfo combinaba el blanco y negro; Esteban era bayo; Ester , marrón; Emilio , verde azulado; Luis , plateado; Irene , gris y marrón; Ricardo y Eduardo , dorados. El color de Emilio me gustaba mucho.
* * *
El amor
Mi madre ponía su amor propio en gobernarse (más allá de enfermedades y dolores) y en manejar las situaciones. Cuando estaba cerca de la muerte le preguntó a su médico, Lucio García, si le evitarían dolores innecesarios. Lucio le dijo que sí. Mi madre todavía preguntó: -¿De un sueño a otro sueño, Lucio?
-De un sueño a otro sueño, Marta -contestó el médico.
Y a propósito de sueños recuerdo uno que me contó en esos días tan tristes. Empezó mi madre diciéndome que no la compadeciera. Que la atendíamos admirablemente. Nosotros con nuestro cariño, las mucamas y las enfermeras con eficacia. De pronto se rió y me dijo que había tenido un sueño bastante cómico. Su cama era un trineo tirado por perros, tal vez por lobos. Ella tenía firmemente agarradas en una mano las riendas y, por si era necesario, en la otra tenía un largo látigo, que por lo general sólo hacía sonar en el aire. El trineo avanzaba con rapidez, pero quien manejaba era ella.
Un día le dije a mi madre que la persona que le tomaba la mano era mi padre. Sin ninguna severidad, ella me dijo: "¿Cómo crees que no lo sé? Aunque estuviera bajo tierra sabría que es él".
Fin de una tarde, en Buenos Aires, 1976. El viernes 21 de mayo, cuando salí del cine, me dije: "Empecé bien la tarde". Me había divertido el film, Primera Plana , aunque ya lo había visto en el 75, en París. Fui a casa, a tomar el té. Estaba apurado: no sé por qué se me ocurrió que ella me esperaba a las siete, en San José e Hipólito Yrigoyen. En Uruguay y Bartolomé Mitre oí las sirenas, vi pasar rápidas motocicletas, seguidas de patrulleros con armas largas, seguidos de un jeep con un cañón. Llegué a la esquina de la cita a las 7 en punto. Vi coches estacionados en San José, entre Hipólito Yrigoyen y Alsina. Había un lugar libre al comienzo de la cuadra, a unos treinta metros de Yrigoyen. Cuando estacionaba, vi que soldados de fajina, con armas largas, de grueso calibre, custodiaban el edificio de enfrente; les pregunté si podía estacionar; me dijeron que sí. Me fui a la esquina. Al rato estaba pasado de frío. A las siete y media junté coraje y resolví guarecerme en el coche. Cuando estaba por llegar al automóvil vi que los soldados de enfrente no estaban, que la casa tenía la puerta cerrada y oí lo que interpreté como falsas explosiones de un motor o quizá tiros; después oí un clamoreo de voces, que podían ser iracundas, o simplemente enfáticas y a lo mejor festivas; voces que se acercaban, hasta que vi un tropel de personas que corrían hacia donde yo estaba. Iba adelante un individuo con un traje holgado, color ratón, quizá parduzco; ese hombre había rodeado la esquina por la calle y a unos cinco o seis pasos de donde yo estaba, al subir a la vereda, tropezó y cayó. Uno de sus perseguidores (de civil todos) le aplicó un puntapié extraordinario y le gritó: "Hijo de puta". Otro le apuntó desde arriba, con el revólver de caño más grueso y más largo que he visto, y empezó a disparar cápsulas servidas, que en un primer momento creí que eran piedritas. Las cápsulas caían a mi alrededor. Pensé que en esas ocasiones lo más prudente era tirarse cuerpo a tierra; empecé a hacerlo, pero sentí que el momento para eso no había llegado, que con mi cintura frágil quién sabe qué me pasaría si tenía que levantarme apurado y que iba a ensuciarme la ropa; me incorporé, cambié de vereda y por la de los números impares caminé apresuradamente, sin correr, hacia Alsina. Enfrente, andaba una mujer vieja, petisa, muy cambada, con una enorme peluca rubia ladeada: gemía y se contoneaba de miedo. Los tiros seguían. Hubo alguno en la esquina de los pares de Alsina; yo no miré. Me acerqué a un garaje y conversé con gente que se refugiaba ahí. Pasó por la calle un Ford Falcon verde, tocando sirena, a toda velocidad; yo vi a una sola persona en ese coche; otros vieron a varios; alguien dijo: "Esos eran los tiras que mataron al hombre". Yo había contado lo que presencié: "No cuente eso. Todavía lo van a llevar de testigo. O si no quieren testigos le van a hacer algo peor". Agradecí el consejo. A pesar del frío, me saqué el sobretodo para ser menos reconocible y fui por San José hacia Yrigoyen. No me atreví a acercarme a mi coche. Aquello era un hervidero de patrulleros. Cuando llegué a Yrigoyen, pensé que lo mejor era tomar nomás el coche. Un policía de civil me dijo: "No se puede pasar". Quise explicarle mi situación, "No insista", me dijo. Crucé Yrigoyen y me quedé mirando, desde la vereda, la puerta de una casa donde venden billetes de lotería. Conversé con un farmacéutico muy amable, que me dijo que seguramente dentro de unos minutos me dejarían sacar el coche, pero que si yo tenía urgencia me llevaba donde yo quisiera en el suyo. Entonces la divisé. Estaba en la esquina, muy asustada porque no me veía y porque cerca de mi coche, tirado en la vereda, había un muerto, al que tapaba un trapo negro; me abrazó, temblando. Dimos la vuelta a la manzana; sin que nos impidieran el paso llegamos por San José hasta donde estaba mi coche. Había muchos policías, coches patrulleros, una ambulancia. En la vereda de enfrente conversaban tranquilamente dos hombres, de campera. Les pregunté: "¿Ustedes son de la policía?". "Sí", me contestaron, con cierta agresividad. "Ese coche es mío -les dije-. ¿Puedo retirarlo?". "Sí, cómo no", me dijeron muy amablemente. No acerté enseguida con la llave en la cerradura; entré, salí. Al lado de ella me sentí confortado, de nuevo en mi mundo. No podía dejar de pensar en ese hombre que ante mis ojos corrió y murió. Menos mal que no le vi la cara, me dije. Cuando le conté el asunto a un amigo, me explicó: "Fue un fusilamiento".
Si alguien hubiera conocido mi estado de ánimo durante los hechos, hubiera pensado que soy muy valiente. La verdad es que no tuve miedo, durante la acción, porque me faltó tiempo para convencerme de lo que pasaba; y después, porque ya había pasado. Además, la situación me pareció irreal. La corrida, menos rápida que esforzada; los balazos, de utilería. Tal vez el momento de los tiros se pareció a escenas de tiros, más intensas, más conmovedoramente detalladas, que vi en el cinematógrafo. Para mí la realidad imitó al arte. Ese momento, único en mi vida, se parecía a momentos de infinidad de películas. Mientras lo vi, me conmovió menos que los del cine; pero me dejó más triste.
* * *
Mi tío Enrique, el mujeriego, antes de suicidarse por una mujer que no lo quería, me dejó una carta con algunos consejos. Transcribo el primero de la lista: "Cuidado con las mujeres, Adolfito. Son todas el disfraz de un solo buitre, cariñoso y enorme, que vive para devorarte".
* * *
Una situación que se repite. Llega siempre el día en que la amante pide que me separe de Silvina y que me case con ella; si todavía se limitara a decir: "Vivamos juntos" a lo mejor examinaría la petición... pero jamás me metería en los trámites de una separación legal; no sé si alguna mujer merece tanto engorro. Creo, además, que si uno tomara de árbitro a cualquier otra mujer (quiero decir, a toda mujer que no sea la amante de turno) diría que uno hace muy bien de separarse, y que solamente se casaría de nuevo un grandísimo idiota. Las mujeres parecen creer que el hombre no se va con ellas por amor a su cónyuge; el hombre no se va con ellas por horror al matrimonio: una vez, ingenuo; dos, vicioso.
* * *
Amores de años. Report on experience. Primero nos abrazamos por atracción. Después por costumbre de los reflejos. Desde el día en que por cualquier motivo interrumpimos la costumbre, no volveremos a abrazarnos (espontáneamente). ¿No me ocurrió eso con Silvina o con Faustina?
Escritores
Diálogo:
Silvina: Martínez Estrada escribió un artículo muy generoso sobre un libro mío.
Bianco: Lo que me costó que lo escribiera. Le mandé el libro;me lo devolvió en seguida y me aseguró que por nada escribiría sobre un libro tuyo; insistí tanto que no tuvo más remedio que resignarse.
Silvina (a mí, después): ¿Por qué me cuenta esto? ¿Cree que me da alegría?
* * *
Yo había sacado el Premio Nacional de Literatura. En el quiosco de revistas, a la entrada del Hotel Alvear, me encontré con Silvina Bullrich: "Vos ganaste el premio porque yo no me presenté;no me presenté para que te premiaran a vos. Ahora te van a proponer que formes parte del jurado. Aceptá, yo me presento y vos me premiás". Cuando Silvina se fue, el diariero comentó: "Qué amiga se mandó, Bioy".
* * *
Martínez Estrada era enjuto, de frente ancha, ojos redondos, hundidos, afiebrados, labios finos, voz criolla, baja, de expresión tajante; podía ser muy despreciativo si el interlocutor no le inspiraba temor o siquiera respeto. Carecía de coraje. Durante el primer peronismo estuvimos los dos en la comisión directiva de la Sociedad Argentina de Escritores, él como presidente, yo como vocal. En las conversaciones entre amigos aventuraba juicios condenatorios del peronismo;pero como presidente de nuestra Sociedad, descollaba por encontrar siempre razones de orden estratégico para postergar toda declaración que pudiera molestar al tirano. Su habilidad era prodigiosa: en casi todas las reuniones conseguía suprimir o modificar algún proyecto de protesta sin que a nadie se le ocurriera jamás que lo impulsaba la cobardía o la tibieza de convicción.
Yo tal vez había olvidado que al comienzo de la guerra, cuando habían caído Polonia, Francia, Bélgica, Holanda, Noruega, cuando Inglaterra defendía sola al mundo libre, nos reunimos (por indicación de Borges y mía) en el restaurant chino La Pagoda, en Diagonal y Florida, para firmar un manifiesto en favor de los aliados. Esa mañana, los primeros en llegar fuimos Borges, Ulyses Petit de Murat, Martínez Estrada y yo. Entre Borges y yo explicamos nuestro propósito. Martínez Estrada dijo que él quería hacer una salvedad o, por lo menos, un llamado a la reflexión. Nos preguntó si no habíamos pensado que tal vez hubiera alguna razón, y quizás también alguna justicia, para que unos perdieran y otros triunfaran, si no habíamos pensado que tal vez de un lado estaban la fuerza, la juventud, lo nuevo en toda su pureza, y del otro, la decadencia, la corrupción de un mundo viejo. Yo pensé que con un personaje así no se podía ni siquiera discutir y, mentalmente, lo eliminé de la posible lista de firmantes. Me apresuraba, me equivocaba. Ulyses Petit de Murat se levantó y dijo que para nosotros el asunto era más simple: "De un lado está la gente decente, del otro los hijos de puta". "Si es así -contestó Martínez Estrada- firmo con ustedes encantado", y ante mi asombro estampó su firma.
Era un pensador continuo, de ideas confusas. Su ignorancia era enciclopédica. Aceptó sin vacilar el encargo de escribir, para no sé qué editor, quizá Rueda, una Historia de la literatura universal. No estaba preparado para la obra. Ignoraba a Johnson, a Boswell. Recuerdo que le dijo a Silvina: "Estoy leyendo con placer y provecho a Edgar Allan Pope".
Serenidad, impavidez, aire inescrutable, bien probada conformidad consigo mismo, desdeñosa acritud para casi todo el mundo: estos caracteres, para quien no lo tomara demasiado en serio, lo volvían agradable o desagradable, según fuera con uno amistoso o inamistoso.
No sé por qué me dio por imaginarlo como un viejo cochero criollo, aislado en su alto pescante, arropado en la intemperie de la noche, pintoresco por lo taimado y por el tono irónico, por una perceptible sabiduría hecha de ignorancia y de malos sentimientos.
* * *
Me pregunté por qué no fui nunca verdaderamente amigo de Victoria Ocampo. Mis padres la querían mucho y eso me predispuso en su favor. Admití, alguna vez, que Sur era importante y pude creer que el material de lectura tenía su parte en el agrado que me producían el papel muy blanco, la tipografía nítida y la elegante composición (estoy hablando, es claro, de los primeros números). Sé que Victoria era una buena persona, sin duda partidaria del bien... Decir que era mandona, ególatra, vanidosa no es faltar a la verdad; pero sin duda uno sobrelleva a mucha gente así. ¿Entonces? Creo que hoy encontré la respuesta. Victoria ofrecía amistad y protección a cambio de acatamiento. Naturalmente no esclavizaba a nadie. En su casa, los amigos tenían toda la libertad de pupilos de los últimos años de un colegio. Porque esto era así, el grupo de Villa Victoria siempre me pareció un poco ridículo. La reina y sus acólitos o bufones.
* * *
12 de febrero 1984. Muerte de Cortázar . Vlady me previno: "Escribile pronto. Está enfermo. Va a morir". Como siempre, me dejé estar. Yo quería agradecerle la extraordinaria generosidad de referirse a mí, tan elogiosa, tan amistosamente en su admirable "Diario de un cuento". La carta era difícil. ¿Cómo explicar, sin exageraciones, sin falsear las cosas, la afinidad que siento con él si en política muchas veces hemos estado en posiciones encontradas? Es comunista, soy liberal. Apoyó la guerrilla; la aborrezco, aunque las modalidades de la represión en nuestro país me horrorizaron. Nos hemos visto pocas veces. Me he sentido muy amigo de él. Si estuviéramos en un mundo en que la verdad se comunicara directamente, sin necesidad de las palabras, que exageran o disminuyen, le hubiera dicho que siempre lo sentí cerca y que en lo esencial estábamos de acuerdo. Pero, ¿la política no era esencial para él? Voy a contestar por mí. Aunque sea difícil distinguir el hombre de sus circunstancias, es posible y muchas veces lo hacemos. Yo sentí cierta hermandad con Cortázar, como hombre y como escritor. Sentí afecto por la persona. Además estaba seguro de que para él y para mí este oficio de escribir era el mismo y lo principal de nuestras vidas. No porque lo creyéramos sublime; simplemente porque fue siempre nuestro afán.
* * *
Horacio Quiroga
No importa ser chambón, si estás en boga: /lo demuestra la fama de Quiroga.
* * *
Macedonio Fernández
Veinte años hará lloré
la muerte de Macedonio.
Nos dejó unos libros que
mandan su fama al demonio.
* * *
Sábado, 14 de junio de 1986. Almorcé en La Biela, con Francis. Después decidí ir hasta el quiosco de Ayacucho y Alvear, para ver si tenía Un experimento con el tiempo . Quería un ejemplar para Carlos Pujol y otro para tener de reserva. Un individuo joven, con cara de pájaro, que después supe que era el autor de un estudio sobre las Eddas que me mandaron hace meses, me saludó y me dijo, como excusándose: "Hoy es un día muy especial". Cuando por segunda vez dijo esa frase le pregunté: "¿Por qué?". "Porque falleció Borges. Esta tarde murió en Ginebra", fueron sus exactas palabras. Seguí mi camino. Pasé por el quiosco. Fui a otro de Callao y Quintana, sintiendo que eran mis primeros pasos en un mundo sin Borges. Que a pesar de verlo tan poco últimamente yo no había perdido la costumbre de pensar: "Tengo que contarle esto. Esto le va a gustar. Esto le va a parecer una estupidez". Pensé: "Nuestra vida transcurre por corredores entre biombos. Estamos cerca unos de otros, pero incomunicados. Cuando Borges me dijo por teléfono desde Ginebra que no iba a volver y se le quebró la voz y cortó, ¿cómo no entendí que estaba pensando en su muerte? Nunca la creemos tan cercana. La verdad es que actuamos como si fuéramos inmortales. Quizá no pueda uno vivir de otra manera. Irse a morir a una ciudad lejana... tal vez no sea tan inexplicable. Cuando me he sentido muy enfermo a veces deseé estar solo: como si la enfermedad y la muerte fueran vergonzosas, algo que uno quiere ocultar".
Política
Me refiere: "La señora de Lonardi me contó que su marido reemplazó a Perón como agregado militar en la embajada de Chile; allí se conocieron; Perón era muy simpático; vivía solo, en un departamento. Ella le preguntó por qué no tenía mucama. Perón contestó: "No quiero meter a la negrada en mi casa"".
* * *
Péndulo. Cuando los gobiernos civiles nos hunden en lo más profundo del abismo, nuestro interlocutor nos alienta con la noticia de que ya están por llegar los militares, que vienen para quedarse, de modo que ya podemos bien guardar en la caja de fierro la libreta de enrolamiento, porque por muchos años no la necesitaremos (para votar). Cuando los militares fracasan, nuestro interlocutor nos alienta con la esperanza de que habrá que llamar a elecciones y dar el gobierno a los peronistas o a los radicales, que serán una grandísima basura, pero que en definitiva no serán peores que los militares y que por más que nos duela son, hay que admitirlo, la quintaesencia del argentino, pura incapacidad, altanería y resentimiento.
* * *
Como si fuéramos todos conformistas, en este país está mal visto prever dificultades, por probables que sean. Hay que ser optimistas, y lanzarse a locuras como la guerra de las Malvinas sin pensarlo dos veces. Todo el mundo es patriota y si alguien duda sobre el resultado de la patriada es un traidor. Los patriotas que no vacilaron antes, cuando las cosas se ponen amenazadoras, razonablemente, sin inútiles intentos de resistencia, proceden a una rápida rendición.
* * *
18 enero 1983. Muerte de Arturo Illia, ex presidente de la República. Sus virtudes primordiales fueron la falta de ostentación, de fanfarronería y la honradez: no robó. Profesaba el respeto por la Constitución. No persiguió a nadie. Posiblemente en la Historia quede como prócer, lo que me obliga a pensar en la extrema pobreza de la época. Políticos, hoy en día, no vanidosos, hombres públicos no ladrones: seguramente no muchos en nuestro país. Los diarios dedicaron abundantes páginas a Illia y a su muerte. Unos pocos centenares de personas lo acompañaron a la Recoleta, y esos pocos no parecían acordarse de él ni de su muerte. Vociferaban: "¡Viva Perón! ¡Viva Yrigoyen! ¡Viva Illia! ¡Abajo los militares!". Mi secretaria, que vio el cortejo en Ayacucho y Las Heras, me dijo: "Llevaban a pulso el ataúd, que se zarandeaba peligrosamente". De los que formaron el cortejo, muchos desertaron antes de llegar a la Recoleta. Una circunstancia curiosa: Illia había pedido que lo enterraran en Cruz del Eje (Córdoba), donde fue médico muy querido. Mi secretaria me contó que, en Buenos Aires, Illia iba a su misma panadería. Muchas veces lo vio con un paquetito de factura. Siempre iba solo.
Parece una mezquindad recordar ahora que su gobierno fue malo. Quizá, por aquello de que de mortuis nisi bonum , algunos lectores me censurarán, y otros, no necesariamente radicales, se enojarán conmigo. Yo escribí lo que se me ocurrió sobre el doctor Illia, sin otra preocupación que la de ser veraz. Convendrá tal vez agregar que era alto, flaco y narigón.
P.S. Escribí que "lectores no necesariamente radicales se enojarán conmigo". Nuestro país no tiene la costumbre de oír la verdad. Toda verdad contraria a lo que se desea en el momento o a sentimientos generosos, de admiración, de amor o de patriotismo, ofende a los argentinos. Hay desde luego excepciones, como la del taxista que estaba profundamente indignado porque las noticias que se dieron sobre la salud del doctor Illia alentaban falsas esperanzas. "Otra vez me engañaron miserablemente", rugió. En la ocasión, me pasé al bando de los amigos de la mentira y traté de explicarle que como el señor de La Palisse, el pobre Illia, cinco minutos antes de la muerte, estaba aún con vida y que no hubiera sido caritativo anunciarle que de un momento a otro iba a morir.
Octubre 1983. Los países parecen ómnibus manejados por irresponsables que eligen el itinerario y el destino (o meta). Los demás habitantes viajamos como pasajeros:mejor dicho, como hacienda que va en camiones-jaula al mercado de Liniers. Sin hacerme ninguna ilusión acerca de los conductores, me avine a mi papel de pasajero: por supuesto, no debo quejarme. No aspiré nunca al puesto de conductor, por la convicción de que no sería feliz negando, contrariando, entristeciendo, defraudando: lo que en casi todos los actos de gobierno parece inevitable. Además, no me creo capaz de mandar a la gente ni de organizar a un país. No dudo de que tendría conciencia de mis ineptitudes y que sufriría. De todos modos, el grado de ineptitud de quienes manejan nuestro ómnibus me asombra un poco.
* * *
1984. El argentino, al votar, puede elegir entre peronistas o radicales, vale decir entre la catástrofe o la desilusión.
* * *
En una pared de la peluquería hay fotografías de algunos clientes. La mía está al lado de la de Fernando de la Rúa. El peluquero me dice: "Es un gran muchacho De la Rúa. Para presidente yo lo voto sin vacilar. Para presidente de un club mediocre, no grande como Boca o River;un club de barrio".