A través de los diarios de los personajes, el lector de Drácula se sumerge en la historia del célebre vampiro; aquí, la noche en que ataca por primera vez a Lucy Westenra
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11 de agosto, tres de la madrugada.— De pronto, me desperté y me senté en la cama, embargada por una horrible sensación de miedo y una impresión de vacío a mi alrededor. La habitación estaba a oscuras, así que no podía ver la cama de Lucy. Me acerqué sigilosamente y la busqué a tientas. La cama estaba vacía. Encendí un fósforo y comprobé que ella no estaba en la habitación. La puerta estaba cerrada, aunque no con llave, como yo la había dejado. No quería despertar a su madre, que últimamente se encuentra más enferma que de costumbre, de modo que me puse algo de ropa encima y me fui en su busca. Al salir de la habitación se me ocurrió que la ropa que se había puesto podría darme alguna pista acerca de sus intenciones de sonámbula. Si era la bata, querría decir que estaba en casa; si un traje, que había salido. Mas tanto la bata como los trajes estaban en su sitio. «¡Gracias a Dios! —me dije—. Si está en camisón no puede andar muy lejos.» Corrí escaleras abajo y miré en la sala de estar. ¡No estaba allí! Luego miré en las restantes habitaciones de la casa que estaban abiertas, con el corazón cada vez más encogido por el miedo. Finalmente llegué al vestíbulo y encontré abierta la puerta de entrada. No es que estuviera abierta de par en par, sino que el pestillo no estaba echado. Como los habitantes de la casa son muy cuidadosos en cerrar la puerta todas las noches, temí que Lucy hubiese salido tal y como estaba. No había tiempo para pensar en lo que podía suceder; un miedo vago, irresistible, oscurecía todos los detalles. Cogí un chal grande y grueso y salí corriendo. El reloj dio la una mientras recorría Crescent, pero no se veía ni un alma. Corrí por la North Terrace, pero no vi ni rastro de la blanca figura que esperaba encontrar. Al llegar al borde del acantilado oeste, encima del malecón, miré al otro lado del muelle, hacia el acantilado este, con la esperanza o el temor —todavía no lo sé bien— de ver a Lucy sentada en nuestro banco favorito. Lucía un hermoso claro de luna, aunque unos nubarrones negros, al desplazarse impulsados por el viento, convertían toda la escena en un efímero diorama de luces y sombras. Durante unos instantes no pude ver nada, pues la sombra de una nube oscurecía la iglesia de Santa María y sus alrededores. Luego, cuando pasó la nube, vi aparecer las ruinas de la abadía; y a medida que avanzaba la estrecha franja de luz, nítida como el corte de una espada, se fueron haciendo visibles la iglesia y el camposanto. Fueran cuales fuesen mis expectativas, no quedé defraudada, porque allí, en nuestro banco favorito, la luz plateada de la luna iluminaba una figura medio recostada, blanca como la nieve. No pude ver más, ya que llegó enseguida una nueva nube y su sombra la oscureció casi de inmediato. Pero tuve la impresión de que, detrás del banco donde resplandecía la figura blanca, había una forma oscura, que se inclinaba sobre ella.
No sabría decir si se trataba de un hombre o de una bestia. No esperé a echar otra ojeada, sino que bajé rápidamente la empinada escalera que conduce al malecón y atravesé la lonja hasta llegar al puente, único camino que podía llevarme al acantilado este. […] Poco antes de llegar arriba de todo, pude ver el banco y la figura blanca, pues estaba ya lo suficientemente cerca como para distinguirla, aun en medio de aquellas sombras intermitentes. Sin duda había algo, un bulto alargado y oscuro, inclinado sobre la figura blanca medio recostada. Grité asustada: «¡Lucy! ¡Lucy!». Aquella cosa levantó la cabeza y, desde donde yo estaba, pude ver un semblante pálido y unos ojos rojos y relucientes. Como Lucy no contestó, seguí corriendo hacia la entrada del cementerio. Al entrar, la iglesia se interpuso entre el banco y yo, y momentáneamente dejé de verla. Cuando apareció de nuevo, la nube había pasado y la luna brillaba tan esplendorosa que pude verla medio recostada, con la cabeza apoyada en el respaldo del banco. Estaba completamente sola y por ninguna parte se veía rastro alguno de otro ser vivo.
Aquella cosa levantó la cabeza y, desde donde yo estaba, pude ver un semblante pálido y unos ojos rojos y relucientes. Como Lucy no contestó, seguí corriendo hacia la entrada del cementerio.
Cuando me incliné sobre ella, pude comprobar que todavía estaba dormida. Tenía los labios entre abiertos pero no respiraba con regularidad, como es habitual en ella, sino que jadeaba anhelosamente como si tratara de llenar sus pulmones en cada aspiración. Al acercarme, levantó la mano en sueños y se subió el cuello del camisón hasta cubrirse la garganta. Al hacerlo se estremeció ligeramente, como si tuviera frío. La cubrí con el chal y le apreté los bordes en torno al cuello, ya que temía que, dada la poca ropa que llevaba, cogiese frío con el relente de la noche. Me daba miedo despertarla de repente, de modo que, a fin de tener las manos libres y poder ayudarla, le sujeté el chal a la garganta con un imperdible. Mas, en mi ansiedad, debí de cometer alguna torpeza y la pellizqué o pinché, pues más tarde, cuando su respiración se hizo más sosegada, se llevó la mano a la garganta y gimió. Una vez arropada convenientemente, le puse mis zapatos y empecé a despertarla poco a poco. Al principio no respondió. No obstante, su sueño fue haciéndose paulatinamente más agitado y de cuando en cuando suspiraba y gemía. Finalmente, pensé que debía llevarla a casa enseguida, ya que, entre otras muchas razones, el tiempo corría muy deprisa; así que la sacudí más enérgicamente, hasta que por fin abrió los ojos y se despertó. No pareció sorprenderse al verme, ya que, como es natural, no se dio cuenta inmediatamente del lugar en que se encontraba. Lucy siempre tiene un buen despertar, e incluso en esa ocasión, en que su cuerpo debía estar tiritando de frío y su mente horrorizada al despertarse medio desnuda en un cementerio, en medio de la noche, no perdió su gracioso encanto.
Fragmento de Drácula, de Bram Stoker, editorial Planeta