Detrás del telón
Luego de cuarenta años de trabajo en el Mozarteum Argentino, la directora ejecutiva de esa institución cuenta anécdotas, cómicas y también reveladoras, con personalidades de la música clásica y el ballet
Nunca supuse que la vida me iba a brindar la oportunidad de una labor tan variada, enriquecedora e interesante, y a la que, además, mis habilidades se plegaran tan bien. Cuando ingresé en el Mozarteum Argentino, en 1973, convocada por Jeannette Erize, no tenía idea de que me iba a quedar tanto tiempo; soy geminiana y, a lo sumo, pensé en tres o cuatro temporadas.
Mi primer encuentro con el equipo me hizo sonreír: Raka Castro, viuda de Juan José Castro, con su cariñosa sorna –que yo todavía no conocía– me saludó con un "Así que vos sos la que va a arreglar todo". "¡Zas!", pensé, "lo que me espera." Pero fue ella misma la que me brindó la más generosa ayuda en mis comienzos. La organización de conciertos no es una actividad que se aprende en una academia o en una universidad; se aprende sobre la marcha con paciencia, creatividad, imaginación y amor por la música y la institución. Y muchos conocimientos muy variados, publicidad, técnicas de escenario, de vuelos, de transportes, finanzas, idiomas, relaciones públicas y, sobre todo, instinto y respeto tanto hacia el artista como hacia el público; una entrega que no conoce de horarios ni feriados.
Mi primer proyecto propio fue, en 1975, una gira de la Orquesta Strauss de Viena, dirigida por Kurt Wöss, gran músico y gentleman, además de respetado experto en Bruckner. Murió en su ley, durante un ensayo, dirigiendo Bruckner, pero obviamente no en esa gira. Aparte de los conciertos en el teatro Coliseo, hubo un concierto adicional en el hotel Alvear que me obligó a usar todo mi ingenio. Con mi vestido largo y elegante, estuve a las corridas tratando de que llegaran al mismo tiempo todos los instrumentos, que además no cabían en los ascensores. Salió bien; los valses vieneses encantaron, pero fue un fuerte sofocón de tres horas.
En mis comienzos, me tocó encarar la visita de una compañía de danza, nada menos que el Ballet de Stuttgart, que ya estaba ofreciendo funciones en Río de Janeiro. Inmediatamente volé hacia allí para interiorizarme de todos los detalles, pero había uno que se me escapó –ignorancia de principiante–: el volumen de la escenografía del hermoso ballet Eugene Onegin. A los directores del espectáculo, también, por lo visto. El día del primer armado en el Teatro Colón, todos estaban preparados; Roberto Oswald era el director técnico; yo estaba ahí, decidida a poner mi parte, pero los decorados no llegaron. Algunos de los valiosos telones de la escenografía de Jürgen Rose medían doce metros y no cabían en los compartimientos de carga. ¡Trágame tierra! Fueron llegando de a poquito en distintos vuelos, cada vez con un transporte individual desde Ezeiza. ¿Empezamos puntualmente? No. Hubo media de hora de atraso hasta que se levantó la cortina de hierro, detrás de la cual se estaba trabajando hasta último momento. Gracias a Dios, fue un éxito; si no, mi carrera en el Mozarteum hubiera sido breve.
Otra visita del Ballet de Stuttgart (ya nos conocíamos bien). Durante la función de La bella durmiente, en una de las pasadas altamente exquisitas pero rasantes del príncipe, éste cayó mal y se accidentó de una manera muy obvia para los asistentes. Lo que el público no podía saber era que ese bailarín tenía un hermano mellizo con el cual alternaba el papel, y mientras yo llevaba al accidentado al Hospital Alemán, su hermano retomó el papel con total naturalidad. Nadie comprendió el milagro. Y sí, la magia del teatro.
Entre mis experiencias más preciosas se cuenta una de las visitas de Daniel Barenboim. En realidad, todas fueron especiales, pero ésa para mí lo fue más, porque Barenboim interpretó un programa muy singular: las Variaciones Goldberg de Bach. Con todo el respeto por el maestro y la obra, escuché una y otra vez las grabaciones de Glenn Gould, Claudio Arrau, Wanda Landowska..., todas tan distintas. Había una gran expectativa por escuchar la versión de Barenboim; si mal no recuerdo, era la primera vez que ejecutaba en público esa pieza. Llegó el momento de los conciertos; eran dos. En un ensayo, una hora y media antes de que empezara el primer recital, el maestro preguntó meditativamente: "¿No se podrían grabar estos conciertos?" Primero, silencio de pánico. Luego, acción. Y, como tantas veces, apareció el ingenio argentino. Había alguien en el teatro que podía hacerlo con profesionalismo. Antes del segundo concierto, al escuchar la grabación, el maestro me dijo: "Atención, Gisela, la variación 15 es la más preciosa". Y de verdad, la variación que me parecía más impenetrable de repente se me abrió como un tesoro escondido. Se grabó también el concierto del día siguiente y se trabajó toda la noche para preparar las cintas técnicamente, pues al otro día el maestro volvía a Europa. En el viaje al aeropuerto, reclamaba esas cintas con ansiedad, quería llevarlas consigo, hasta que en un momento le dije con total convicción: "Van a llegar a tiempo". Yo no estaba tan segura de eso; le rezaba a Mozart para que me ayudara, y pocos momentos antes de embarcarse se las pude entregar. ¡Uf! El CD editado por el sello Erato, Goldberg-Variationen. Live recording/ Teatro Colón/Buenos Aires, ganó varios premios. Quizá por esta experiencia, pero creo que más por su interpretación personal, es esta versión de las Goldberg la que más me gusta.
Otro recuerdo muy presente es la visita, en 1978, de la primera orquesta sinfónica que invitamos, la Tonhalle de Zúrich, después de muchos años sin ese tipo de presentaciones. Su director, Gerd Albrecht, muy joven en esa época, en la mañana del concierto tuvo su ensayo con la orquesta; un ensayo que normalmente termina a las tres horas. Entusiasmado y ensimismado, en la Cuarta sinfonía de Bruckner, Albrecht hacía caso omiso a las señales de finalizar, y aun menos a las mías de principiante que, muy sorprendida ante esta circunstancia, no sabía cómo actuar. Ni siquiera el director del teatro podía pararlo. Cuando finalmente dio por terminado el ensayo, los dos fuimos llamados a dirección, donde recibimos un reto que me recordó mis años de escolar, pero esa experiencia cimentó una amistad que dura hasta el día de hoy. Recuerdo que el hecho de que Albrecht hubiera accedido a venir a la Argentina durante la dictadura les trajo, tanto a él como a la orquesta, muchos problemas en su propio país. Esto me lleva a una cuestión que todavía no he dirimido. ¿Debe la música atender a la política o mantener su camino alejada de los avatares de la historia? Aún no he encontrado la respuesta, quizás, como siempre, el camino del medio sea el indicado, pero recuerdo que, tanto al público como a mí, en aquella época en que el país estuvo muy aislado, escuchar esas sublimes interpretaciones fue como una brisa de libertad, un ejemplo de cómo deberían ser las cosas y de respeto a los seres humanos, que necesitan del arte como contacto con un mundo más perfecto y sensible. Son experiencias que no se olvidan.
Gisela Timmermann
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