Detrás del busto que “el Leonardo argentino” esculpió en homenaje a Jorge Donn, pero nunca se vio
A fines de los ‘90, el artista Leo Vinci realizó una cabeza en movimiento para recordar al gran bailarín, de quien se cumplirán en noviembre próximo 30 años de su muerte; inédita, todavía espera su hora en el taller que el escultor y su mujer tienen en La Boca
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En noviembre próximo se cumplirán tres décadas desde la muerte de Jorge Donn, semidiós de 45 años que salió de la pobreza y alcanzó el Olimpo convertido en una de las grandes figuras de la danza del siglo XX. No son pocos los que creen que la Argentina todavía le debe un homenaje. Ya en 1996 lo había pensado así Alberto Mosquera Montaña, poeta y tanguero, un enamorado de Buenos Aires, quien, al frente de una comisión de cultura, encargó entonces un busto para inmortalizar al bailarín en la plaza frente al Teatro Colón. Justamente la historia sobre por qué veinticinco años después la escultura está guardada en un taller de La Boca la cuenta su protagonista: Leonardo D. Vinci.
No hay engaño alguno ni estrategia de marketing detrás del nombre. La elección de Don Vinci, un siciliano amante del Renacimiento que llegó a la Argentina de chico, y de su mujer, que pusieron a su hijo nada menos que “Leonardo Dante”, de alguna manera le marcó el destino. Leo Vinci abre la puerta de su casa-estudio en la calle Alfredo Palacios -junto a su pareja, Marina Dogliotti, también escultora- para mostrar la obra que donó al gobierno, pero que finalmente la Ciudad le devolvió sin que conociera el brillo frío del bronce. Sin embargo allí, a seis cuadras del Riachuelo, en el bien llamado Distrito de las Artes, mucho antes que una melena arcillosa al estilo de Jorge Donn lo que sorprende y quita el aliento es este magnífico lugar.
Vieja panadería del barrio que abastecía a los barcos, no había una hoja en tan extensa superficie cuando los artistas compraron el primer lote, en 1991. Ahora el verde de los árboles entra por las puertas y ventanas vidriadas de un gran espacio lleno de martillos, limas y cinceles, compresores, sopletes y soldadoras, mesas con materiales en plena metamorfosis y también -como el célebre maestro- algunas máquinas inventadas. Con la ayuda de un hijo especialista en robótica, por ejemplo, transformaron unos viejos sillones de dentista a pedal rescatados del Cottolengo Don Orione en insólitas pero efectivas herramientas de trabajo. En 2000, Leo y Marina lograron adosar la propiedad de al lado. En suma, hoy tienen más de mil metros cuadrados de superficie donde conviven con decenas y decenas de hijos de madera, chapa, mármol y cemento. ¡Hasta una grúa hay! Cómo, si no, podría haber llegado a la sala del primer piso ese selecto grupo de hombres apesadumbrados y otras figuras.
“Cuando Mosquera Montaña trajo el proyecto –recuerda Leo en la recepción, hojeando una carpeta con fotos de época, bocetos, expedientes y otros documentos– me planteó que la comisión quería una cabeza. ¡Una cabeza para un bailarín! ¿Cómo llegar a darle movimiento? Por eso además del cabello al viento pensé en un pedestal inclinado. Imaginate: no podía hacer un busto como si fuera el de un senador”, cuenta el artista, que hoy cumple 91 años. Se saca el barbijo e invita a pasar: “Vengan, vengan”.
¿Escultura o filosofía?
Algunos metros más adelante y varias buenas historias después, tras cruzar el patio bajo una lluvia sonora, lo que se oye en el grabador de esta entrevista ambulante es un extenso silencio. En la pared de un salón poblado de seres verdaderamente conmocionantes, un estante flotante eleva una hilera de cabezas enormes: una, por ejemplo, tiene tres filas de ojos, otra está atravesada por una flecha.
-No se puede pensar con todas esas cabezas encima.
-Y cada una tiene un sentido, un significado para mí. No hay nada que yo haga para decorar o porque sea estéticamente bello. Yo me expreso; expreso el tiempo en que vivo, lo que sufrimos los seres humanos en cada momento, en nuestro lugar, los problemas que se nos presentan frente a una realidad cambiante, agresiva a veces. Y me van pasando cosas.
-A juzgar por lo que se ve, ¡qué cosas te habrán pasado!
-Lo mío es existencial. La de las filas de ojos se llama ¿Cuál es mi horizonte?, como un interrogante; es el ser humano que a veces se pregunta: “¿para dónde tengo que ir?”.
-Toda esta obra reunida acá, como en un museo de autor, ¿quién la ve?
-A veces vienen grupos interesados en el arte. Antes de la pandemia habíamos trabajado en la idea de integrar el taller a un circuito turístico. Queremos mantener la obra unida, es una de nuestras obsesiones. Por suerte, los escultores tenemos la posibilidad de reproducir hasta siete originales. Esta, por ejemplo, la ves acá y en Pinamar.
Se refiere a Volver a unirse, un bronce que integra el Parque Escultórico de Pinamar, importante colección distribuida en diferentes espacios de esa ciudad. Esa representación de un cuerpo fragmentado está emplazada en los Links del golf, a la intemperie, donde “el tiempo hace lo suyo, patina por su cuenta”, como le gusta decir: “según la zona, si hay mucha vegetación o si hay fábricas, la obra se adapta al lugar”.
Entre otras colecciones públicas, hay trabajos de Leo Vinci en el Palais de Glace (Hacia dónde, acrílico y chapa, que obtuvo el primer premio del Salón Nacional de Artes Plásticas 1980; Decisión, talla en madera que fue Gran Premio de Honor en 1987, y Nuevos Aires, una donación recibida en 2004), en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires (Figura Bifronte y Forma orgánica), en el Sívori (Espiando el siglo XX y Dividido). También en la Casa Rosada, donde hace poco más de un mes el escultor grababa unas escenas para el documental que prepara Franca González.
En esa misma sala, una sección musical revela otro gran amor. Miembro retirado de la Academia Nacional del Tango, habitué del Café Tortoni donde también se exhibe una obra suya, la última creación de esa serie dedicada al 2x4 es nada menos que un Piazzolla. Un cemento directo que hizo durante la pandemia. ¡Cómo podía ser que no hubiera hecho a Astor todavía!, se dio cuenta un día escuchando la radio.
Del otro lado, entonces sí, se impone la cabeza de Jorge Donn, motivo inicial de esta visita. Un pequeño prototipo en resina poliéster asoma junto a la pieza en tamaño real que esperó en vano tanto tiempo la hora del bronce. La donación de la obra al Gobierno de la Ciudad había sido aceptada en 1998 con un decreto que quedó sin efecto siete años más tarde: durante la gestión de Aníbal Ibarra, según se lee en el Boletín Oficial del 6 de junio de 2005, cambiaron de idea al advertir el gasto existente en el paso del yeso al bronce. Por el triste contexto local, donde los robos de ese metal ya eran entonces moneda corriente, el escultor había planteado la posibilidad de realizar la escultura en otros materiales sin resignar calidad y abaratando los costos. Pero de todas maneras la pieza volvió a la casa de La Boca.
Con el mismo entusiasmo que en 1997, el artista sigue aún hoy dispuesto a donar su trabajo. La ilusión de que la cabeza de Jorge Donn algún día se erija en la plaza Lavalle se mantiene. Frente al Colón, Donn compartiría escenario con el Homenaje al Ballet Nacional, la estatua que recuerda a los bailarines del Teatro que murieron en el accidente aéreo de 1971, casualmente obra de su maestro: “¡Carlos de la Cárcova fue profesor mío en Bellas Artes!”. Esta asignatura pendiente recuerda otro deseo incumplido, el de Delia Donn, que hace unos meses contaba a LA NACION que en Montreal, Canadá, hay un monumento de 2,70 metros dedicado a su hermano mellizo, de cuerpo entero; nada parecido encuentra en su país.
¿Cuánto costaría hoy hacer esta escultura? “El precio actualizado es de 1.450.000 más IVA”, confirman en la misma Fundición Buchhass donde estuvo esperando por años una decisión. Casi un millón y medio de pesos para saldar una deuda simbólica con el genial bailarín que brilló internacionalmente de la mano de Maurice Béjart. “¡Claro que lo vi bailar –responde Vinci-. Donn me provocaba admiración, fue un grande, no se puede negar. Lo hice con todo fervor”, concluye de espaldas a la cabeza monumental.
Leonardo no hay uno solo
En el paso de un ambiente a otro la conversación se alimenta de historia y actualidad. Como dos caras de una misma moneda argentina, Leo y Marina hablan por un lado del envío oficial a Venecia y, por otro, celebran la repercusión que obtuvo la participación del tucumano Gabriel Chaile en la muestra principal; recuerdan cuando era su amigo Juan Carlos Distéfano el que representaba al país en el Pabellón Argentino. Leo piensa en voz alta. Su punto de vista es el de los que creen que “la cultura surge de las raíces, del lugar y el tiempo que uno habita. El tango es el mejor ejemplo para mostrarle a los más jóvenes: de la relación del inmigrante con el hombre de campo empieza a surgir una poesía y una manera de sacarle sonido al instrumento. Elige el bandoneón, un órgano sagrado, y una letra existencial. Y se ha hecho universal. Como ese ejemplo medio simplón trato de que se entienda desde dónde hay que arrancar”.
Todos los días, con luz natural, la pareja comparte el taller. Cada uno hace lo suyo, claro. “Es muy femenino lo de ella; la sensibilidad y los temas, tienen que ver con otra vibración diferente”, dice Leo. Marina en algún momento del siglo pasado era su alumna, una arquitecta que viraba hacía las bellas artes, pero la historia de amor -apasionante, como buena historia de amor, que incluye los tuyos, los míos y los nuestros- es un capítulo aparte. Reconocida artista, sensible, tiene una serie de obras dedicadas a la América viva en un gran hall de entrada de la casa-taller, donde habitan otras figuras cautivantes que enlazan lo vegetal y lo humano: mujeres con savia en las venas, árboles de corazones esperanzados, figuras que se paran sobre pies firmes, desnudos. Para los ajenos, entrar aquí es un poco como ingresar en otro mundo. En una pared, una silueta del archifamoso Hombre de Vitruvio, de Da Vinci, que le regalaron unos alumnos, recuerda enseguida el asunto del nombre.
-¿De verdad te llamás Leonardo D. Vinci o es tu nombre artístico?
-Me llamo Leonardo Dante Vinci. ¡De verdad! Ni te imaginás las cargadas que he tenido como estudiante de Bellas Artes. Un profesor una vez me dijo: “yo soñé mucho en mi vida, pero nunca imaginé que iba a ser profesor de Leonardo D. Vinci” [se ríe].
-Más allá de las bromas, te marcó: saliste artista.
–Cuando era chiquito y empecé la primaria –simplifico la historia– la maestra llamó un día a mi papá y le dijo: “Téngalo en cuenta, que dibuja muy bien”. Había mandado a copiar un dibujo sin calcar. Cuando volví a casa, mi papá me dijo: “A ver: dibujá esto”, y me trajo un retrato del Dante, que hice en papel de almacén. Le pareció bien, parece, porque me compró una hojita Canson y me trajo otra foto, del rey de Italia, que también dibujé. Y otra vez le pareció bien. Entonces cuando vinieron los Reyes Magos me trajeron papel, pinturitas, y me dieron la mejor sala de la casa para que dibujara.
En otra ocasión, su padre compró un rollo grande en una pinturería. “Me puso a dibujar ‘la marcha a la libertad’. ¿Sabés lo que hacía? Posaba él todos los personajes. Iba y se disfrazaba de empleado de oficina con portafolio y traje, después se ponía de obrero, más tarde, con un batón de mi mamá y un almohadón de panza. Así hice una fila de gente que todas eran mi papá, en tamaño natural”.
-¿Y cuándo pasaste del plano al volumen?
-Cuando ingresé a Bellas Artes, a los 14 años, no sabía lo que era la escultura. Había una materia que se llamaba “modelado”. Me puse en contacto con la arcilla, volví a mi casa y dije: voy a ser escultor. Pinté bastante y sigo pintando, pero sé que no soy pintor. Esta es mi vida.
Colgado en una pared, un recorte de diario del 7 de mayo de 1943 lo presentaba como un “artista precoz”; el periodista también lo llama “niño prodigio”. Todos quedaban sorprendidos al conocer la edad de Leo Vinci. Hoy, con toda seguridad, les pasaría lo mismo.
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