Detrás de una pintura de Blanes: “La batalla de San Calá”
La obra del acervo del Museo Histórico Nacional muestra el momento en el que el coronel Vilela despide a su amante, una mujer apenas vestida, montada en un espléndido caballo blanco, instándola a huir, mientras precipitadamente organiza las tropas para resistir la embestida federal
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Pocos pintores como el uruguayo Juan Manuel Blanes asistieron a otorgar una identidad iconográfica a las patrias nacientes del continente americano. Fue él quien describió a un joven y vigoroso Artigas cuando los retratos de época lo mostraban a un hombre envejecido. Blanes pintó la épica de los 33 orientales (que no eran 33), la revista del Río Negro con un Roca pensativo, el entusiasmo de San Martín y su escolta en Rancagua. Pero hay una obra pintada en 1876 de pequeño formato que se encuentra en el Museo Histórico Nacional conocida como La batalla de San Calá -integra la exposición Pintores de la historia-. Este fue un episodio casi olvidado de nuestras guerras civiles cuando las tropas unitarias desprendidas de la Legión Libertadora del general Lavalle, al mando del coronel José María Vilela, fueron sorprendidos por el ejército federal de Ángel Pacheco y Mariano Maza en ese paraje cordobés.
La obra pintada por Blanes, 37 años después del combate, muestra el momento en que el coronel Vilela despide a una mujer apenas vestida, montada sobre un espléndido caballo blanco, instándola a huir mientras precipitadamente organiza las tropas para resistir la embestida federal.
La única referencia histórica de esta trágica despedida se debe a un comentario del general Tomás Iriarte en sus memorias donde narra la catastrófica campaña de Lavalle y Lamadrid en el marco de la fallida Liga del Norte. En ese texto se refiere al coronel Vilela y su relación con una joven a la que despectivamente Iriarte llama “una chinita correntina”. Ningún otro autor hace referencia a este dato, ni Ángel Carranza en su biografía sobre Lavalle, ni Diego Lamas en su correspondencia menciona la relación entre el coronel Vilela y una joven, si bien era habitual la presencia de “soldadas” que seguían a sus hombres de batalla en batalla.
Durante esta campaña el general Lavalle mantuvo relaciones con varias mujeres como la esposa del gobernador Brizuela y la célebre Damasita Boedo, inmortalizada por Ernesto Sabato en su novela Sobre héroes y tumbas.
¿Cómo llegó a oídos del pintor esta trágica despedida que plasmó detalladamente en el cuadro? Solo un testigo ocular pudo relatar ese momento mientras se libraba la batalla a la tenue luz del amanecer.
Lo que sigue es una conjetura sobre la forma en la que Blanes obtuvo la información que inspiró esta obra. En 1876, mientras pintaba este cuadro en Montevideo, Nicolás Avellaneda era presidente de la República Argentina. Su padre, el Dr. Marco Avellaneda, había sido uno de los fundadores de la Liga del Norte alzada contra Rosas. A raíz de la derrota de Lavalle en Famaillá, el Dr. Avellaneda debió huir, pero fue capturado por las huestes de Manuel Oribe, expresidente uruguayo convertido por don Juan Manuel en jefe del ejército punitivo que debía reprimir al alzamiento que el mismo Avellaneda había encabezado junto a Lavalle y Lamadrid.
El encargado de capturar y de juzgar por traición a Avellaneda y al coronel Vilela fue un oficial argentino llamado Mariano Maza (1809-1879), miembro entusiasta de la Sociedad Popular Restauradora, conocido por la crueldad de sus ejecuciones, aunque Maza se justificaba diciendo que solo devolvía la misma moneda con la que pagaban los enemigos de la Federación. De haber sido él el prisionero, probablemente hubiese corrido la misma suerte...
El juicio sumario se llevó a cabo en la localidad de Metán. Apenas demoró unos minutos dictar la condena. El coronel Vilela, a quien Maza había vencido en San Calá, fue fusilado junto a otros cuatro oficiales y el Dr. Marco Avellaneda fue degollado impiadosamente, prolongando la agonía y el dolor del líder unitario. Desde entonces se lo conoce como “el mártir de Metán”.
La cabeza de Avellaneda se exhibió en la plaza de la ciudad de Tucumán. Cuentan que una noche fue robada por una dama llamada Fortunata García de García, quien la conservó por muchos años escondida hasta que el hijo de Marco Avellaneda, Nicolás, fue ungido presidente de la Argentina. Este ordenó que los restos de su padre (a quien casi no conoció) fuesen enterrados en el Cementerio de la Recoleta bajo una estatua que recuerda al creador de la Liga del Norte como una “víctima de los seides” de Rosas (esta palabra es una referencia a un secuaz de Mahona, personaje de una obra de Voltaire).
A pesar de su trágica historia familiar, Avellaneda convocó a participar de su gobierno a varios opositores como lo era el Dr. Bernardo de Irigoyen –de clara filiación rosistas– o a otros funcionarios afines al general Mitre, quien había perpetrado una revolución cuando Avellaneda ascendió al poder en 1874.
Mientras tanto, en la República Oriental del Uruguay se sucedían los gobiernos de las facciones opositoras –blancos y colorados–. Entre estos desencuentros, Juan Manuel Blanes recogía relatos de las guerras civiles que habían azotado ambas orillas. Su primera gran obra fue reflejar las victorias que habían jalonado la carrera del general Justo José de Urquiza en su palacio de Concepción del Uruguay.
Entre los personajes que conoció en esos años estaba el coronel Maza, quien después de la derrota de Rosas en Caseros, decidió ponerse a salvo en la vecina orilla. Allí se convirtió en yerno del general Oribe a cuyas órdenes había servido con un exceso de celo durante su campaña en el noroeste argentino.
Maza se desempeñó como edecán del presidente Lorenzo Latorre y solía frecuentar los mismos círculos que el pintor. De allí que no resultaría extraño que fuese el mismo Maza quien relatase sus vivencias durante la batalla de San Calá y esta dolorosa despedida entre el coronel Vilela y su amante.
Como se ha dicho, no existe documento que acredite el relato de Maza al pintor, pero sí se sabe que Nicolás Avellaneda y el coronel Maza se cruzaron en una función de gala en el Teatro Solís de Montevideo. Nadie los presentó ni se dirigieron la palabra, pero ambos sabían quién era el otro: el hijo de la víctima y el victimario.
De vuelta en Buenos Aires, el Dr. Avellaneda escribió: “No hacemos alianza con el crimen, no pactamos con la maldad, no proclamamos la impunidad y menos su triunfo… Los pueblos que olvidan su historia, están condenados a repetirla”.
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